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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

La lista de los doce (3 page)

BOOK: La lista de los doce
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La señal se cortó.

—¿Clark? —comprobó Schofield.

—Lo siento, señor. No hay señal —dijo Clark desde la consola del Scout—. Los hemos perdido. Mierda, pensaba que estos nuevos receptores de satélite eran incorruptibles.

Schofield, preocupado, frunció el ceño.

—¿Interferencias?

—No. Ninguna. Estamos en un espacio aéreo libre de radiofrecuencias. Nada debería estar afectando a esa señal. Debe de haber algo al otro lado.

—Algo al otro lado… —Schofield se mordió el labio—. Recurrente frase.

—Señor —dijo el conductor, un sargento entrecano de avanzada edad conocido como Toro Simcox—, deberíamos entrar en el campo visual en unos treinta segundos.

Schofield miró hacia delante, por encima del hombro de Simcox.

Observó cómo la embarrada carretera se sucedía a gran velocidad bajo el capó blindado del vehículo y cómo se acercaban a la cima de una montaña. Tras ella, se encontraba Krask-8.

En ese preciso momento, en el interior de una sala de radiocomunicaciones de tecnología de última generación de la base de la Fuerza Aérea McColl en Alaska, el joven operador de radiocomunicaciones que había establecido contacto con Schofield miró a su alrededor confuso. Su nombre era Bradsen, James Bradsen.

Hacía apenas unos segundos, sin previo aviso, el suministro de electricidad del centro de comunicaciones se había cortado de repente.

El comandante de la base entró en la habitación.

—Señor —dijo Bradsen—. Acabamos de…

—Lo sé, hijo —respondió el comandante—. Lo sé.

Fue entonces cuando Bradsen vio a otro hombre detrás de su comandante.

Bradsen no había visto antes a ese otro hombre. Era alto y robusto, pelirrojo y con desagradable rostro de roedor. Llevaba un traje de civil y sus ojos oscuros no parpadeaban. Solo observaban la sala con una mirada fría e imperturbable. Todo él decía a gritos: «Servicio de Seguridad e Inteligencia».

El comandante de la base dijo:

—Lo lamento, Bradsen. Competencia de Inteligencia. Esta misión ya no está en nuestras manos.

El vehículo de ataque Scout ascendió la montaña. En su interior, Schofield contuvo la respiración. Ante él, en todo su esplendor, se hallaba el complejo Krask-8. Se encontraba situado en el centro de una vasta llanura, un grupo de edificios cubiertos por la nieve: hangares, cobertizos, un enorme almacén de mantenimiento, incluso una torre de oficinas de quince plantas fabricada en vidrio y hormigón.

Todo el complejo estaba rodeado por una alambrada de espino de seis metros de altura y, tras esta, a unos tres kilómetros quizá, Schofield pudo divisar la costa norte de Rusia y las olas del océano Ártico.

Huelga decir que el mundo post guerra fría no había tratado demasiado bien al complejo Krask-8.

Aquella miniciudad estaba completamente desierta.

La nieve cubría la media docena de calles del complejo. A la derecha de Schofield, gigantescos montículos de material y objetos diversos se agolpaban contra las paredes del almacén de mantenimiento principal, una estructura del tamaño de cuatro campos de rugbi.

A la izquierda de ese enorme almacén, y conectado a este mediante un puente cubierto, se hallaba la torre de oficinas. Descomunales estalactitas de hielo pendían de su tejado plano, petrificadas, inmóviles, desafiando las leyes de la gravedad.

El frío en sí también había hecho mella en el complejo. Sin personal para echar anticongelante, prácticamente todos y cada uno de los cristales de las ventanas se habían contraído y resquebrajado. En esos momentos todos estaban rotos o agrietados y el punzante viento siberiano los atravesaba con total impunidad.

Era una ciudad fantasma. Y, en algún lugar bajo esta, se encontraban dieciséis misiles nucleares.

El Scout atravesó las puertas blindadas abiertas del Krask-8 a la friolera de ochenta kilómetros por hora.

Había descendido la pendiente hacia el complejo y en esos momentos uno de los marines de Schofield estaba encaramado a la torreta de una ametralladora de 7,62 mm dispuesta en la parte trasera del vehículo blindado.

En el interior, Schofield se asomó tras Clark para poder ver la pantalla del ordenador del joven cabo.

—Busque los localizadores —dijo—. Tenemos que averiguar dónde están los hombres de Delta.

Clark pulsó algunas teclas y en la pantalla aparecieron varios mapas informáticos de la instalación.

Uno de los mapas mostraba el complejo desde un alzado lateral:

En él podían contemplarse dos grupos de puntos rojos parpadeantes: uno en la planta baja de la torre y un segundo grupo en el interior del almacén de mantenimiento.

Los dos equipos de la unidad Delta.

Pero había algo que no cuadraba.

Ninguno de los puntos parpadeantes se movía
.

Todos ellos estaban inquietantemente inmóviles.

Schofield sintió cómo un escalofrío le subía por la espalda.

—Toro —dijo sin alterarse—, llévese a Látigo, Tommy y Hastings. Comprueben la torre de oficinas. Yo me llevaré a Libro II, Clark y Gallo para asegurar el edificio de mantenimiento.

—Recibido, Espantapájaros.

El Scout avanzó a gran velocidad por una calle estrecha y desierta, cruzando por debajo de pasarelas de hormigón, atravesando los omnipresentes montículos de nieve.

Se detuvo en el exterior del gigantesco almacén de mantenimiento, justo delante de una pequeña puerta para el personal.

La escotilla trasera se abrió hacia fuera y al momento Schofield y tres marines con trajes de camuflaje para nieve salieron por ella y corrieron hacia la puerta.

Tan pronto como salieron, el vehículo se marchó rumbo a la puerta contigua de la torre acristalada de oficinas.

Schofield entró en el edificio de mantenimiento con el arma en ristre.

Llevaba un Heckler & Koch MP-7, el sucesor del MP-5. El MP-7 es un subfusil de cañón corto, compacto pero potente. Además del MP-7, Schofield llevaba una pistola semiautomática Desert Eagle, un cuchillo de combate Ka-Bar y, en una funda en la espalda, un Armalite MH-12 Maghook: un gancho magnético con cable que se disparaba desde un lanzador de doble empuñadura similar a una pistola.

Además de su kit estándar, Schofield había portado consigo arsenal extra para esa misión: seis potentes cargas de demolición fabricadas con termita y amatol. Cada una de esas cargas de mano podía volar un edificio entero.

Schofield y su equipo recorrieron un corto pasillo flanqueado por despachos y oficinas hasta llegar a una puerta situada al otro extremo.

Se detuvieron.

Escucharon.

Ni un sonido.

Schofield entreabrió la puerta y alcanzó a ver el espacio abierto, el inmenso espacio abierto…

Entonces abrió la puerta un poco más.

—Dios…

La zona de trabajo del almacén de mantenimiento se extendía ante él como un gigantesco hangar. Su techo, de cristal resquebrajado, dejaba entrever el cielo gris siberiano.

Solo que no se trataba de un hangar normal y corriente.

Ni tampoco era un almacén de mantenimiento normal y corriente para una colonia penitenciaria.

Ocupando tres cuartas partes del suelo de aquel enorme espacio interior había un gigantesco foso de hormigón en el suelo. Y, en su interior, elevado del suelo con la ayuda de unos bloques de hormigón, se hallaba un submarino de doscientos metros de eslora.

Era increíble, espectacular.

Como si de un gigante en su trono se tratara, rodeado por un complejo despliegue de estructuras que pertenecían a gente de un tamaño mucho menor.

Y todo ello cubierto por una capa de hielo y nieve.

Grúas y pasarelas se entrecruzaban sobre el submarino, mientras que estrechos puentes horizontales lo conectaban con el suelo de hormigón del almacén. Una única y vertiginosa pasarela unía la falsa torre de tres pisos del submarino con una especie de balcón o galería superior.

Schofield parpadeó ante tan extraña imagen y su cerebro procesó toda esa nueva información.

En primer lugar identificó el submarino.

Era un Typhoon.

El submarino de clase Typhoon había sido la joya de la corona del arsenal nuclear por mar de la URRS. A pesar de que solo fueron construidos seis, esos submarinos de misiles balísticos y morro alargado se habían hecho famosos gracias a algunas novelas y películas de Hollywood. Pero, si bien tenían un diseño espectacular, habían sido terriblemente inestables y, por tanto, habían requerido de constantes mejoras y mantenimiento. Siguen siendo los submarinos más largos jamás construidos por el hombre.

Schofield observó que habían estado trabajando en los compartimentos para los torpedos cuando el complejo Krask-8 fue abandonado: el casco exterior alrededor de los tubos de torpedos de la proa del submarino había sido arrancado lámina a lámina.

Cómo un submarino de clase Typhoon había llegado al interior de un almacén de mantenimiento situado a tres metros hacia el interior desde el océano Ártico era otra cuestión. Y encontraba su respuesta en el resto del edificio de mantenimiento.

Tras el enorme dique del Typhoon (más bien separando el dique del resto del foso). Schofield vio una enorme compuerta vertical de acero.

Y, tras ella, agua.

Una vasta extensión rectangular e interior de agua parcialmente congelada, contenida cual presa por la compuerta del dique.

Schofield supuso que bajo ese tanque de agua se hallaba alguna especie de sistema de cuevas submarinas que se extendían hacia la costa y que permitían que los submarinos accedieran al complejo para ser reparados, lejos de los entrometidos satélites espías estadounidenses.

Y entonces todo quedó claro.

El complejo Krask-8, a tres kilómetros hacia el interior desde la costa ártica y centro de trabajos forzosos (según figuraba en los mapas), era en realidad una instalación secreta soviética de reparación de submarinos.

Schofield, sin embargo, no dispuso de más tiempo para reflexionar sobre ello, pues fue entonces cuando vio los cuerpos.

1.3

Yacían junto al borde del dique: cuatro cuerpos, todos con el uniforme de nieve del ejército estadounidense, los equipos de protección corporal…

… Y acribillados a disparos.

La sangre cubría todo. Salpicaduras en rostros y torsos, charcos por todo el suelo.

—Me cago en la puta —murmuró Clark.

—Joder, son los Delta —dijo el cabo Ricky
Gallo
Murphy. Al igual que Schofield, quizás imitándolo, Gallo llevaba unas gafas de cristales plateados antidestellos.

Schofield no dijo nada.

Los uniformes de los cadáveres habían sido modificados: a algunos les faltaba la protección del hombro derecho, otros tenían las mangas cortadas a la altura del codo.

Uniformes personalizados: la seña de identidad de los Delta.

Había dos cuerpos más en el foso propiamente dicho, a unos nueve metros por debajo del nivel del suelo, también acribillados a tiros.

Cientos de casquillos y cartuchos trazaban un amplio círculo alrededor de la escena. Disparos de los hombres del equipo Delta. A juzgar por aquello, los hombres de Delta habían disparado en todas direcciones al verse acorralados.

Susurros de voces.

—¿Cuántos en total?

—Solo cuatro aquí. El equipo Azul informa de la presencia de cuatro más en la torre de oficinas.

—Entonces, ¿quién de ellos es Schofield?

—El de las gafas de cristales plateados.

—Francotiradores preparados. A mi señal.

Uno de los cadáveres llamó la atención de Schofield.

Se quedó inmóvil.

Al principio no lo había visto, porque la mitad superior del cuerpo colgaba del borde del dique, pero ahora podía verlo con claridad.

De los seis cadáveres, solo a ese le faltaba la cabeza. Se la habían cortado.

Schofield hizo una mueca de asco.

Era repugnante.

Del cuello rebanado colgaban trozos de carne desgarrados; el tubo del esófago y la tráquea quedaban al descubierto.

—Madre de Dios —musitó Libro II cuando se acercó a Schofield—. Pero ¿qué demonios ha ocurrido aquí?

Mientras las cuatro diminutas figuras de Schofield y sus marines examinaban la escena del crimen junto al dique seco, no menos de veinte pares de ojos los estaban observando.

Estaban dispuestos por todo el lugar en puntos estratégicos; hombres vestidos con idénticos uniformes para la nieve pero portando una considerable variedad de armas.

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