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Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

La librería ambulante (5 page)

BOOK: La librería ambulante
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«Es cierto, Pa», asintió la señora Masón. «Siga comiendo, profesor, o la comida se enfriará.» La mujer, totalmente cautivada por el librero itinerante, le había otorgado el máximo lugar de privilegio en su entendimiento. «Claro, yo leí esa historia cuando era pequeña y todavía la recuerdo. Supongo que será una lectura mucho mejor para Dorothy que esas oraciones fúnebres. Creo que el profesor tiene razón: deberíamos tener más libros en casa. Da un poco de vergüenza, con un autor famoso en la granja de al lado, no leer más, ¿no crees?»

Así, cuando habíamos llegado al pastel de calabaza de la señora Masón (un buen pastel, lo admito, aunque en general tenía la mano un poco pesada para la repostería), el entusiasmo por los libros se había apoderado de toda la casa y la atmósfera era ya lo suficientemente literaria para que incluso el doctor Eliot cobrara vida sin esfuerzo. La señora Masón nos llevó a una salita de estar mientras el señor Mifflin recitaba «La venganza» y «Maud Muller».

«¡Oh, vaya, qué belleza!», dijo Emma Masón. «Es sorprendente cómo riman las palabras de un modo tan agradable. ¡Casi parece que estuvieran hechas expresamente para ese poema! Me recuerda a los días en que declamábamos en la escuela. Había un poema maravilloso que me aprendí. Se llamaba «La ruina de Asperus». Y dicho esto, la señora Masón se dejó ganar por una suave melancolía.

El señor Mifflin estaba imbuido en su pasatiempo favorito: había empezado a hablarles a los niños sobre Robin Hood, pero tuve la precaución de hacerle un guiño. Debíamos ponernos en marcha o Andrew nos daría alcance.

De modo que mientras el señor Mifflin volvía a embridar a Pegaso, yo escogí siete u ocho libros que, según creí, se ajustarían a las necesidades de los Masón. El señor Masón insistió en que incluyera un ejemplar de Semillas de felicidad, me dio un billete nuevo de cinco dólares y no quiso recibir el cambio. «No, no, por favor», dijo, «no me lo habría pasado tan bien ni en una fiesta agrícola. Vuelva pronto, señorita McGill, ¡le diré a Andrew lo bueno que es el espectáculo que dan ustedes con este teatro ambulante! Y usted, profesor, cada vez que venga por aquí en la temporada de reparación de los caminos, no dude en pasar por mi granja a mostrarme sus recomendaciones. Bueno, ahora debo volver al campo.»

Bock trotó junto al chillido de las ruedas a medida que la caravana llegaba al final del sendero. Mifflin llenó su pipa y se reía para sus adentros. A mí me preocupaba un poco que Andrew pudiera sorprendernos.

«Me asombra que Sam Masón no haya llamado a Andrew», dije. «Debe de haberle resultado sumamente extraño que una vieja granjera como yo llegara a su casa a ofrecerle libros.»

«El señor Masón lo habría hecho de inmediato», dijo Mifflin, «pero, verá… corté el cable de su teléfono.»

Capítulo 5

Miré con asombro a aquel pequeño bellaco. ¡Ésa era sin duda una nueva faceta del amigable idealista! Al parecer tenía una veta maliciosa y temeraria junto a su tierno amor por los libros. Debo decir que entonces, por primera vez, lo encontré admirable. Había quemado las naves de mi respetabilidad y ahora disfrutaba lo suyo al saber que él también podía actuar impulsivamente en un abrir y cerrar de ojos.

«¡Vaya!», dije, «¡tiene sangre fría! Menos mal que no se quedó trabajando como maestro de escuela. ¡De lo contrario sus pupilos habrían aprendido algunas de sus mañas! ¡Con lo mayor que es usted!»

A veces, quizás, me dejo llevar un poco por mi carácter impulsivo. Se sonrojó un poco ante mi referencia a su edad y le dio una calada profunda a su pipa.

«Y ya que lo menciona», dijo, «¿cuántos años cree que tengo? Sólo cuarenta y uno. ¡Por los huesos de Byron! Enrique VIII solamente tenía cuarenta y uno cuando se casó con Ana Bolena. ¡Existen muchos consuelos en la historia para la gente mayor de cuarenta! Recuérdelo cuando llegue a esa edad.» Enseguida, de mejor humor, añadió: «Shakespeare escribió el Rey Lear a los cuarenta y uno». Luego prorrumpió en una carcajada. «Me gustaría editar una serie de los Clásicos del Cloroformo que incluyera libros escritos después de los cuarenta. ¿Quién era ese doctor que recomendaba anestésicos para los mayores de cuarenta? ¡Menudo médico! ¡Nos atiende durante los padecimientos de la infancia y en cuanto nos asentamos en la buena salud y la sabiduría, libres de los honorarios de los doctores, pierde todo interés en nosotros! ¡Por Júpiter! Debo tomar nota de lo anterior para incluirlo en mi libro.»

Sacó una libreta de notas y escribió: «Clásicos del Cloroformo» con una letra pequeña y pulcra.

«Bien», dije, ligeramente contrita por haberlo ofendido, «yo también he pasado ya los cuarenta en cierta medida, así que estoy libre de cualquier temor juvenil.»

Me miró con aire vagamente divertido.

«Mi querida señorita», dijo, «usted tiene exactamente dieciocho años… Dado que acabamos de escapar de las garras de la Saga de Redfield bien podemos decir que apenas empieza a vivir.»

«Oh, Andrew no es un mal hombre», dije. «Es un poco distraído y temperamental, quizás algo egoísta. Los editores han hecho todo lo posible para echarlo a perder, pero supongo que para ser un hombre de letras es bastante humano. Me salvó de convertirme en una institutriz; eso se lo debo a él. Si no se tomara lo de sus comidas como un asunto de…»

«Lo más descabellado es que realmente se trata de un buen escritor», dijo Mifflin. «Lo envidio por eso. Nunca se lo diga, pero el caso es que su prosa es casi tan buena como la de Thoreau. Se acerca a los hechos con la delicadeza de un gato al pasar por un camino mojado.»

«Debería verlo cuando come», pensé, o más bien traté de pensar, pero las palabras se me escaparon. Cuando me di cuenta, estaba pensando en voz alta de un modo más bien desconcertante junto a aquel extraño hombrecillo.

Éste me miró. Por primera vez noté que sus ojos eran de un color azul pizarra y que tenía unas cómicas patas de gallo.

«No me diga», soltó. «No se me había ocurrido. Un buen estilo en la prosa ciertamente presupone una alimentación adecuada. Es un excelente punto… Thoreau preparaba su propia comida. Era una especie de boy scout, supongo, con una insignia de maestro de cocina. Quizás se llevó algo de beicon de Beech-Nut al bosque. Me pregunto quién le cocinaba a Stevenson… ¿Cummy? El jardín de versos para niños era en realidad una especie de jardín culinario, ¿no cree? Me temo que todo el peso de la alimentación de su casa recaía sobre usted. En fin, me alegra que se haya librado.»

Todo aquello empezaba a resultarme algo intrincado. Intenté poner mis pensamientos en orden, con poca exactitud quizás. Mis días como institutriz habían quedado muy atrás, así que solía decantarme por el sentido común antes que por las alusiones literarias. Algo así le dije al señor Mifflin.

«¿Sentido común?», repitió. «Por todos los santos, señorita, el sentido común es la cosa menos común que hay en el mundo. Yo no lo tengo. Por lo que usted cuenta, no creo que su hermano lo tenga. Bock sí lo tiene. Mire cómo va trotando por el camino, con un ojo en el paisaje y preocupado por sus asuntos al mismo tiempo. No lo he visto meterse en una refriega ni una sola vez. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí. Se llama Bock por Boccaccio. De ese modo recuerdo que algún día tendré que leer el Decamerón».

«A juzgar por su manera de hablar» dije, «usted también debe de ser un buen escritor.»

«Los charlatanes nunca escriben. Sólo hablan y hablan.»

Se hizo un silencio considerable. Mifflin encendió de nuevo su pipa y observó el paisaje con ojos sagaces. Aflojé las riendas y Peg trotó a paso lento y acompasado. El Parnaso chirriaba musicalmente y el sol de media tarde se abría generoso por todo el camino. Pasamos por otra granja pero no sugerí que nos detuviéramos, pues sentí que debíamos darnos prisa. Mifflin parecía haberse perdido en sus meditaciones y yo empecé a preguntarme, con cierta inquietud, cómo acabaría nuestra aventura. Este hombrecillo, imperioso de un modo inusual, era también un poco desconcertante. Al otro lado de una colina se alzaba, blanca y resplandeciente, la aguja de la iglesia de Greenbriar.

«¿Conoce esta parte de la región?», le pregunté por fin.

«No esta parte exactamente. He estado varias veces en Port Vigor, pero siempre por el camino junto al río Sound. Supongo que este pueblo de aquí delante es Greenbriar.»

«Sí», dije, «sólo hay treinta millas de aquí a Port Vigor… ¿Cómo espera regresar a Brooklyn?»

«Oh, Brooklyn», dijo vagamente. «Sí, me había olvidado de Brooklyn por un momento. Estaba pensando en mi libro. Bueno, creo que tomaré el tren desde Port Vigor. El problema es que no se puede llegar a Brooklyn sin pasar antes por Nueva York. Es algo simbólico, supongo.»

De nuevo hubo un silencio. Finalmente dijo: «¿Hay algún otro pueblo entre Greenbriar y Port Vigor?».

«Sí, Shelby», dije. «A unas cinco millas de Greenbriar.»

«Eso es todo lo lejos que usted llegará esta noche», dijo. «La acompañaré hasta Shelby y luego tomaré el camino de Port Vigor. Espero que haya una posada decente en Shelby donde pueda usted pasar la noche.»

Yo también lo esperaba, pero por nada del mundo le haría saber que, con la caída de la tarde, mi entusiasmo era cada vez menos firme. Me preguntaba lo que estaría pensando Andrew y si la señora McNally había dejado las cosas en orden. Como casi todos los suecos, había que vigilarla o de lo contrario dejaba el trabajo a medias. Y no me fiaba demasiado de que su hija Rosie hiciera las labores de la casa con eficiencia. Pensé en la clase de comida que le darían a Andrew. Y quizás Andrew seguiría usando su ropa interior de verano, a pesar de que le había recordado que debía cambiársela.

Y luego estaban las gallinas…

En fin, ya había cruzado el Rubicón, de modo que no se podía hacer nada.

Para mi sorpresa, el pequeño Barbarroja percibió mi ansiedad. «Venga, mujer, no se preocupe por la Saga», dijo amablemente. «Un hombre que cobra sus honorarios no se va a morir de hambre. ¡Por los huesos de John Murray, sus editores le enviarán una cocinera si hace falta! Éstas son sus vacaciones, no lo olvide.» Y con este sentimiento de alegría en el alma, descendimos serenamente por la pendiente hacia Greenbriar.

Me considero tan decidida como cualquier hombre, pero confieso que vacilé ante la idea de aparecer delante de toda la gente que conozco en Greenbriar como propietaria de una librería ambulante y en compañía de un charlatán literario. También caí en la cuenta de que si Andrew intentaba seguirnos lo mejor sería que no me vieran. Así que después de contarle al señor Mifflin lo que pensaba de todo el asunto, me escondí dentro del Parnaso y me recosté en el confortable camastro. El perro, Bock, me hizo compañía y permanecí allí echada, para solaz del alma y el cuerpo, mientras bajábamos por el camino. Un rayo de sol penetraba a través de la claraboya y hacía brillar una sartén colgada sobre la estufa.

Entre los muchos retratos de autores que había por aquí y por allá descubrí un recorte de prensa amarillento pegado a la pared. El titular decía: «Literato Ambulante da Lecciones de Poesía.» Leí la nota entera.

Al parecer, el profesor (así lo había empezado a llamar, pues el apelativo me resultaba el más adecuado) había dado una conferencia en Camden, Nueva Jersey, donde había afirmado que Tennyson era mejor poeta que Walt Whitman. Los admiradores del poeta de Camden habían alegrado la velada lanzando fuegos artificiales. Resulta que el principal discípulo de Whitman en Camden era un tal señor Träubel y el señor Mifflin había comenzado a montar el escándalo al asegurar que Tennyson también tenía «sus propios Träubels». Qué criatura más absurda era el profesor, pensé, arrullada por el chirrido de las ruedas.

Greenbriar es un pueblecito construido alrededor de un gran pastizal baldío. En los pueblos, el plan general de Mifflin (así me lo contó) consistía en estacionar el Parnaso frente a la tienda principal o el hotel, y cuando conseguía atraer a una pequeña multitud levantaba las tapas de la caravana, distribuía sus tarjetas de visita y soltaba una arenga sobre el valor de los buenos libros.

Yo seguía escondida allí dentro, pero por los sonidos que me llegaban deduje que esto era justamente lo que estaba ocurriendo. Nos detuvimos. Se oyó un creciente murmullo de voces y risas en el exterior, luego el clic de las tapas laterales. Oí la voz chillona, ligeramente nasal, de Mifflin lanzando frases jocosas mientras repartía las tarjetas. Era evidente que Bock estaba muy acostumbrado a aquella rutina, pues a pesar de que meneaba la cola con simpatía cuando el profesor hablaba, permanecía dormitando apaciblemente a mis pies.

«Amigos míos», dijo el señor Mifflin, «¿recordáis el chiste de Abe Lincoln sobre un perro? Si llamáis pata a la cola, dijo Abe, ¿cuántas patas tiene un perro* Cinco, me diréis. No, diría Abe, porque llamar pata a una cola no hace que la cola se convierta en pata. Pues bien, muchos de nosotros estamos en la situación de la cola de aquel perro. Que nos llamen hombres no nos convierte en hombres. Ninguna criatura sobre la faz de la tierra tiene derecho a creerse un ser humano a menos que esté en posesión de un buen libro. El hombre que pasa las tardes saboreando una copa de Piper Heidsieck en la tienda no es digno de intimar con el benevolente Creador. El hombre que tiene unos cuantos buenos libros en su biblioteca hace feliz a su esposa, les proporciona a sus hijos un negocio redondo y se da la oportunidad de ser un mejor ciudadano. ¿Qué opina al respecto, padre?».

Escuché la voz profunda del reverendo Kane, el ministro metodista: «Está usted en lo cierto, profesor», gritó. «Cuéntenos algo más sobre los libros. Queremos escucharlo.» Por supuesto, el señor Kane se había sentido atraído por la visión del Parnaso. Incluso pude oírlo mascullar para sí mismo mientras sacaba algún libro de las estanterías. ¡Menuda sorpresa se habría llevado si hubiera sabido que me hallaba dentro de la caravana! Tomé la precaución de poner el pestillo en la puerta trasera y cerrar las cortinas. Luego volví a recostarme en el catre. Empecé a imaginarme lo absurdo que sería si Andrew apareciera en escena.

«Entiendo que estáis acostumbrados a esos charlatanes y vagabundos que venden toda clase de chatarra, desde escobas hasta plátanos», dijo la voz del profesor, «¿pero cuán a menudo veis a alguien que os venda libros? Supongo que habrá una librería en el pueblo… pero hay aquí algunos libros que la buena gente debería conocer. Tengo de todo, desde biblias hasta libros de cocina. Todos hablan por sí solos. Subid, amigos, subid y elegid el vuestro.»

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