—Ahora tengo dos esclavos —dije yo, incorporándome—. 0 bien, tenéis dos amos, Lexius. Es difícil estimar la situación de una manera u otra.
Tristán alzó la vista, me vio desnudo sobre la cama y luego echó una ojeada a Lexius absolutamente estupefacto.
—Venid aquí, venid y sentaos conmigo Quiero hablar con vos —le dije a Tristán—. Y vos, Lexius, arrodillaos igual que antes y permaneced callado.
Eso sirvió para recapitularlo todo, creí. Tristán, no obstante, necesitó un momento para asimilarlo. Observó el cuerpo desnudo de nuestro amo y luego me miró. Se levantó y se sentó en la cama, a mi lado.
—Besadme —le dije, y alcé la mano para guiar su rostro. Un beso delicioso, más vigoroso pero menos intenso que los besos de Lexius, que permanecía de rodillas justo detrás de Tristán—. Ahora volveos y besad a nuestro desatendido amo.
Tristán obedeció. Deslizó el brazo alrededor de Lexius y éste a su vez se entregó al beso, tal vez un poco en exceso para mi gusto. Quizá lo hacía para fastidiarme.
Cuando Tristán se dio media vuelta, sus ojos me interrogaron abiertamente.
Yo pasé por alto la pregunta.
—Contadme qué sucedió después de que me despidieran de los aposentos del sultán. ¿Continuasteis complaciendo sus peticiones?
—Sí —respondió Tristán—. Fue casi como un sueño: ser el elegido, estar finalmente allí tumbado en la cama con él. Había algo tan tierno. Es nuestro señor, indiscutiblemente. Nuestro soberano. Se nota la diferencia.
—Cierto —dije yo sonriendo.
Tristán quería continuar hablando pero echó otra ojeada a Lexius.
—No te preocupes por él —le animé—. Es mi esclavo y está a la espera de que yo exprese mis deseos. Os permitiré poseerlo en un instante. Pero primero contadme, ¿estáis contento o aún estáis afligido por vuestro antiguo amo del pueblo?
—Ya no estoy afligido —respondió, y entonces se interrumpió—. Laurent, siento haber tenido que venceros.
—No seáis ridículo, Tristán. Nos obligaron. Yo perdí porque no fui capaz de ganar. Así de simple.
Tristán miró otra vez a Lexius.
—¿Por qué le estáis atormentando, Laurent? —preguntó con tono ligeramente acusador.
—Me alegro de que estéis contento —continué—. Yo no estoy seguro todavía, pero ¿qué sucedería si el sultán no volviera a llamaros nunca más?
—En realidad eso no importa —contestó—. A menos, por supuesto, que le importe a Lexius. Pero Lexius no va a pedirnos un imposible. Han reparado en nosotros y eso era lo que Lexius quería.
—¿Y seréis igual de feliz? —pregunté.
Tristán reflexionó un momento antes de contestar.
—En este lugar hay una gran diferencia —dijo por fin—. La atmósfera esta cargada de una percepción diferente del mundo. Ya no me siento perdido como en el castillo, cuando servía a un tímido amo que no sabía cómo disciplinarme. Ni estoy condenado a la deshonra del pueblo, donde necesitaba de mi amo Nicolás para que me rescatara del caos y definiera mi sufrimiento por mí. Formo parte de un orden más perfecto e inviolable —me estudió—. ¿Comprendéis a qué me refiero?
Hice un gesto de asentimiento y le indiqué que continuara. Estaba claro que tenía más cosas que decir, su expresión me demostraba que hablaba con sinceridad. El padecimiento que reflejaba su rostro durante el tiempo que permanecimos en el mar se había esfumado por completo.
—Este palacio es absorbente —me explicó igual que lo era el pueblo. De hecho, es una infinidad de cosas más. Pero aquí no somos los esclavos díscolos. Sencillamente, formamos parte de un mundo inmenso en el que nuestro sufrimiento es ofrecido a nuestro señor y su corte aunque él no se digne a aceptarlo. Encuentro algo sublime en esto. Es como si hubiera pasado a otra fase de entendimiento.
Una vez más, yo mostré mi conformidad asintiendo con un gesto. Recordé los sentimientos que me sobrevinieron en el jardín cuando el sultán me escogió entre la hilera de esclavos. Pero ésta era sólo una de las muchas particularidades que este lugar y todo lo que nos había sucedido me inspiraba y de hecho me hacía sentir. En esta habitación, con Lexius, estaba ocurriendo algo diferente.
—Empecé a comprenderlo al principio —continuó Tristán—, cuando nos sacaron del barco y nos llevaron a través de las calles para que la gente nos observara. Se hizo completamente patente cuando me pusieron la venda en los ojos y me ataron a la cruz en el jardín. En este lugar sólo somos cuerpos que ofrecen placer, sólo cuenta nuestra capacidad para evidenciar sensaciones. Todo lo demás queda descartado. Es del todo imposible pensar en algo tan personal como los azotes en la plataforma giratoria del pueblo o la constante educación en la pasividad y la sumisión del castillo.
—Cierto —afirmé—. Pero sin vuestro antiguo amo, Nicolás, sin su amor, como vos lo describisteis, ¿no sentís una terrible soledad... ?
—No —contestó candorosamente—. Puesto que aquí no somos nada, todos formamos parte de un grupo. En el pueblo y en el castillo, estábamos divididos por la vergüenza, por las humillaciones y los castigos personales. Aquí estamos unidos en la indiferencia del amo. Nos cuidan a todos dentro de esta pauta de la indiferencia y se sirven de nosotros bastante bien, creo yo. Es como la decoración de las paredes de este lugar. No hay retratos de hombres ni de mujeres, como en Europa. Aquí sólo hay flores, espirales, diseños repetitivos que sugieren un continuo. Nosotros formamos parte de ese continuo. El hecho de que el sultán haya reparado en nosotros una noche, sentirnos apreciados de vez en cuando... es todo lo que podemos y debemos esperar. Es como si se detuviera en el pasillo y tocara el mosaico de la pared. Habrá tocado el diseño como si lo alcanzara un rayo de sol. Pero el diseño es igual que los demás y cuando el sultán siga adelante volverá a integrarse en el conjunto del decorado.
—Estáis hecho todo un filósofo, Tristán —le susurré—. Me habéis dejado sin aliento.
—¿No sentís lo mismo? ¿Que este orden de cosas ya es en sí mismo bastante excitante?
—Sí.
El rostro de Tristán se ensombreció.
—Entonces, ¿por qué desbaratáis ese orden, Laurent? — preguntó. Miró a Lexius—. ¿Por qué le habéis hecho esto a Lexius?
Sonreí.
—No desbarato ningún orden —respondí—. Simplemente le confiero una dimensión secreta que lo hace más interesante para mí. ¿Creéis que nuestro señor no podría defenderse si así lo quisiera? Podría convocar a todo su ejército de criados, pero no lo hace.
Bajé de la cama. Tomé las manos de Lexius y le retorcí los brazos hacia atrás hasta que lo tuve firmemente asido por las muñecas. En resumen, le maniaté tanto como antes nos habían atado a nosotros con los brazaletes y el falo. Le hice levantarse y le obligué a inclinarse hacia delante. Fue completamente dócil en todo momento, pese a que no dejaba de llorar. Le besé la mejilla y todo su cuerpo, excepto el falo, se relajó lleno de agradecimiento.
—Ahora, nuestro señor necesita que le castiguen —le dije a Tristán—. ¿Nunca habéis sentido esa necesidad? Tened un poco de compasión. No es más que un principiante en este campo. Le resulta aún difícil.
La luz resaltaba con primor las lágrimas que surcaban el rostro de Lexius. Pero el rostro de Tristán estaba bañado de otra luz cuando alzó la vista en dirección al jefe de los mayordomos. Se puso de rodillas encima de la cama y colocó sus manos a ambos lados de la cara de Lexius. Su expresión reflejaba amor y comprensión.
—Mirad su cuerpo —le susurré—. Seguro que habéis visto esclavos más fuertes y mejor musculados, pero mirad la calidad de su piel.
Los ojos de Tristán se desplazaron lentamente sobre el cuerpo de Lexius y éste soltó unos ahogados sollozos.
—Los pezones son virginales —continué—. Nunca los han azotado, ni pinzado con abrazaderas.
Tristán los examinó.
—Sumamente encantadores —convino. Observó a Lexius con atención y jugueteó con sus pezones con cierta rudeza.
Percibí cómo se disparaba la tensión por el cuerpo del jefe de los mayordomos y sus brazos se tensaban bajo mi presión. Tiré de ellos hacia atrás aún con más fuerza, obligándole a sacar pecho.
—Y la verga. Tiene un buen tamaño, una buena longitud, ¿qué opináis?
Tristán la inspeccionó con los dedos igual que había hecho antes con los pezones. Le pellizcó la punta, la arañó un poco, recorrió toda su longitud con su mano.
—Yo diría que él es de una calidad tan buena como nosotros —murmuré, acercándome aún más al oído de Lexius.
—Cierto convino Tristán con entusiasmo—. Pero es demasiado virginal. Cuando un esclavo ha sido usado y violado a conciencia, el cuerpo mejora en cierta manera.
—Lo sé. Si nos dedicamos a él cada vez que surja la ocasión, conseguiremos que sea perfecto. Para cuando nos envíen de vuelta a casa, será tan buen esclavo como nosotros.
Tristán sonrió:
—Qué idea tan interesante. Qué dimensión secreta tan encantadora desde la que considerar la situación —besó a Lexius en la mejilla. Percibí la gratitud de éste en su actitud, y vi que Tristán se sentía atraído por él; percibí y sentí la corriente que circulaba entre ellos.
La verga de Tristán estaba dura y su mirada un poco desasosegada cuando miró a Lexius.
—Me gustaría azotarlo —dijo tranquilamente. —Por supuesto —respondí—. Daos la vuelta, Lexius —le solté los brazos.
—Inclinaos hacia delante y poned las manos entre las piernas —ordenó Tristán, que se bajó de la cama para situarse detrás de Lexius y darle la vuelta hasta colocarlo en la posición correcta—. Cogéos los testículos y mantenedlos adelantados y cubiertos con las manos.
Lexius obedeció y se dobló por la cintura. Yo estaba a su lado. Tristán corrigió la posición de su trasero y luego le separó aún más las piernas. Tomó la correa, la blandió con fuerza y descargó el primer azote justo en la hendidura del trasero. Lexius dio un respingo. Yo mismo me quedé un poco sorprendido por la intención del golpe. Pero estaba claro que Tristán no iba a desperdiciar esta oportunidad. Parecía exactamente lo opuesto al débil amo que en otro tiempo fue incapaz de dominarlo.
Volvió a flagelar a Lexius del mismo modo, haciendo oscilar el látigo aún más atrás y alcanzando a Lexius en el ano, en la hendidura e incluso en los dedos que protegían su escroto. El jefe de los mayordomos no podía mantenerse quieto.
Pero los azotes continuaron, aunque adquirieron una cadencia más agradable. Lexius lloriqueaba, su trasero se elevaba y bajaba con los esfuerzos que hacía, y la correa estallaba una y otra vez sobre la tierna carne situada entre el ano y el escroto sostenido entre sus dedos.
Rodeé a Lexius para situarme delante de él y levantarle la barbilla.
—Miradme a los ojos —ordené. Los azotes continuaban con un estilo consumado. Era mejor de lo que yo pensaba. Lexius se mordía el labio y jadeaba. Sentí otra vez aquel despertar de los sentidos, aquella fuente de afecto y amor, y de repente me asusté.
Me arrodillé y volví a besarle, tan poderosamente como antes, mientras la correa difundía los temblores por todo su cuerpo y sus lágrimas mojaban mi rostro.
—Tristán —dije. Eran besos húmedos, succionadores—. ¿No le deseáis? ¿No queréis demostrarle cómo se hacen las cosas, sodomizarle como es debido?
Tristán estaba más que preparado.
—Enderezaos, quiero que lo recibáis de pie —ordené.
Lexius obedeció sosteniendo aún el escroto con las manos. Yo seguía de rodillas y le observaba. Tristán rodeó a Lexius por el pecho y encontró los pequeños pezones virginales con sus dedos.
—Separad las piernas —ordené a Lexius. Le sujeté las caderas mientras Tristán lo penetraba. Dejé que mis labios tocaran la verga hambrienta, obediente, el pobre miembro indefenso que tenía delante.
Luego continué descendiendo hasta la base velluda y, justo antes de que Tristán eyaculara, Lexius se corrió, completamente deshecho en gemidos, tan desvanecido por el alivio que nos vimos obligados a sostenerlo.
Cuando finalizó y desapareció hasta la última vibración del orgasmo, Lexius se dirigió perezosamente hasta la cama sin esperar una orden ni que le diéramos permiso, y se echó allí lloriqueando descontroladamente.
Yo me tumbé a un lado y Tristán se echó al otro. Yo aún tenía una erección pero podía reservarme hasta la mañana, hasta la siguiente tanda de tormento. Era una delicia simplemente estar junto a él y besarle el cuello.
—No lloréis, Lexius —le consolé—. Sabéis que lo necesitabais, lo queríais.
Tristán estiró las manos entre las piernas y palpó la carne enrojecida de debajo del ano.
—Es cierto, amo —respondió quedamente—. ¿Cuánto tiempo lo habíais deseado?
Lexius se fue serenando. Movió su brazo por encima de mi pecho y me atrajo aún más a él. Luego extendió el otro brazo hacia Tristán del mismo modo.
—Estoy asustado —susurró—. Desesperadamente asustado.
—Pues no tenéis por qué —respondí — Nos tenéis a nosotros para mandaros, para enseñaros. Lo haremos con cariño cada vez que surja la oportunidad.
Los dos le besamos y le acariciamos hasta que se calmó. Se volvió y yo le sequé las lágrimas.
—Son tantas las cosas que pienso haceros —le dije—. Tantas las cosas que pretendo enseñaros.
Asintió y bajo la vista.
—¿Sentís..., sentís amor por mí? —preguntó con timidez, pero sus ojos brillaban cuando alzaron la vista hacia mí.
Yo estaba a punto de responder que, naturalmente, así era, pero la voz se me entrecortó. Estaba mirándole y abrí la boca para hablar pero no surgió ningún sonido. Luego me oí a mí mismo responder:
—Sí, siento amor por vos.
Entre nosotros pasó algo silencioso, algo que nos vinculaba el uno al otro. Esta vez, cuando lo besé, lo reclamé completamente para mí. Excluí a Tristán. Excluí a todo el palacio, y también a nuestro distante señor, el sultán.
Cuando me aparté estaba desconcertado. Entonces era yo quien estaba asustado.
El rostro de Tristán estaba sereno y pensativo.
Transcurrió un largo momento.
—Vaya ironía —dijo Lexius en voz baja.
—No, en realidad no lo es. Hay señores en la corte de la reina que se entregan a la esclavitud. Sucede...
—No, no me refería a eso, al hecho de que me dominarais con tal facilidad —respondió—. La ironía es que suceda con vos y que el sultán a su vez os encontrara a ambos tan agradables. Ha ordenado vuestra presencia para mañana en los juegos de su jardín. Recogeréis la pelota y la llevaréis hasta sus pies. Incitará vuestro enfrentamiento en muchos juegos para divertirse y para que se diviertan sus hombres. Nunca antes había escogido a mis esclavos para eso. Él os escoge a vosotros y vosotros me escogéis a mí para esto. Ahí está la ironía.