La leyenda del ladrón (8 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Y ahora sígueme, Clara del Caribe. Vayamos a ver a tu amo.

El camino de vuelta fue mucho más lento. El anciano médico caminaba con dificultad, y se paraba cada pocas calles a recuperar el resuello, pero Clara no sintió miedo a su lado. El hombre desprendía un halo de autoridad, a pesar de no ir armado. Nadie les molestó y consiguieron llegar frente a la mansión de Vargas sin contratiempos. Éstos comenzaron al aparecer el médico en la habitación del enfermo, que se encontraba de nuevo consciente y aullando de dolor. Vargas protestó airado al ver a Monardes, olvidando por un instante su sufrimiento. El médico mandó salir a Catalina y a Clara y cerró tras ellas. Las esclavas se quedaron junto a la puerta, escuchando cómo los gritos de su amo se iban acallando paulatinamente, aunque sin captar lo que le dijo el médico con su voz pausada y suave.

Monardes se asomó al cabo de un rato, pidió agua hirviendo y volvió a encerrarse con el enfermo cuando se la llevaron. Una hora mas tarde, apareció en la puerta. Tenía profundas ojeras y el pulso le temblaba.

—Por hoy es suficiente.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó ansiosa Catalina.

—Ahora duerme. Preparad un lecho para que este pobre viejo también lo haga —dijo el médico negándose a dar más explicaciones a las dos esclavas.

VII

E
l trabajo en la taberna era absolutamente agotador.

Su orgullo, no obstante, impedía a Sancho renunciar. También la incertidumbre de qué futuro le esperaría en las calles, sin trabajo y sin nadie que hablase en su favor. A veces sorprendía a los pilluelos abandonados mirando a través de las ventanas, con los ojos hundidos devorados por el hambre. Eran niños enflaquecidos y desnudos, poco más que fantasmas huesudos y anónimos. En una ocasión no pudo soportar las miradas y se asomó a la puerta del Gallo Rojo con una cesta de pan, que los pequeños arrebataron de sus manos en un abrir y cerrar de ojos. Castro le dio una buena paliza por aquello, pero al muchacho no le importó.

El tabernero le atizaba a menudo, casi siempre capones y patadas en el trasero. No demasiado fuertes, aunque sí muy humillantes.

—Date prisa, rapaz —decía, meneando la cabeza y mirando a los clientes, buscando congraciarse con ellos. Éstos intercambiaban una expresión cómplice con Castro y reían a carcajadas, enseñando la comida a medio masticar en sus bocas o derramando el vino por el suelo.

Sancho apretaba los dientes y esperaba.

Tardó menos de una semana en odiar a Castro con todas sus fuerzas, excepto a la hora de sentarse a la mesa. Por muy bastardo que fuese, el tabernero era un cocinero magnífico, y no escatimaba a la hora de alimentarle. Comían en silencio, enfrascados en los platos y en dar oficio a las cucharas, y el muchacho agradecía tanto poder llenar su estómago y permanecer sentado durante un rato que casi sentía gratitud por Castro. Pero tan pronto como volvían al trabajo y el sabor de los guisos quedaba ahogado por el ruido de las bofetadas y las risas de burla, el rencor volvía a su corazón.

Por las noches dormía en el suelo de la cocina, sobre unas mantas viejas, y soñaba con el mar y con las Indias. Fantaseaba con colarse en un barco de polizón o enrolarse como grumete, aunque fray Lorenzo le había mostrado hacía mucho que a los primeros los arrojaban del barco y los segundos no lo abandonaban en su vida. Había visto demasiados marineros embrutecidos deambulando por las calles de Sevilla para comprender que ése no era el camino. Para cruzar el mundo debía tener un oficio o fortuna, y ambas cosas podían conseguirse como aprendiz de un banquero. Le traía sin cuidado que fuera una profesión mal vista por la muy religiosa sociedad sevillana, que la consideraba una forma de usura.

Al despertar, la deprimente visión de las mesas desvencijadas y el suelo de tierra ponía un triste colofón al sueño. Al fondo de la sala había una pequeña escalera de madera que llevaba a las habitaciones del primer piso. Eran tres, unidas por un estrecho pasillo. La más cercana a la escalera la ocupaba Castro. La de en medio estaba desocupada, y ahí guardaba el tabernero algunos trastos viejos. En la del fondo vivía una de las tres personas que cambiaría la vida de Sancho para siempre.

La primera vez que vio al huésped del Gallo Rojo fue dos días después de comenzar a trabajar en la taberna. Castro no le había hablado antes de él, ni tampoco contó mucho cuando el muchacho le preguntó.

—Es un irlandés que viene huyendo de la persecución de los malditos herejes anglicanos. No sabe hablar en cristiano y paga tarde y mal, pero acogiéndole aquí me gano el cielo.

Infló el pecho, esperando una alabanza del chico a su espíritu caritativo. Pero Sancho, que tenía pruebas de la caridad del tabernero marcadas por todo el cuerpo, ignoró aquella parte.

—¿Creéis que habrá luchado contra los ingleses? —dijo asombrado.

—¿A qué diablos vienen tantas preguntas? ¡A fregar las escudillas, rapaz! —respondió Castro, lanzándole de una patada contra el barreño de agua sucia donde enjuagaban los cacharros.

A partir de aquel momento la curiosidad de Sancho se avivó y comenzó a estudiar con mayor interés al extraño huésped. Era de estatura media, joven y bien parecido, aunque el pelo empezaba a ralearle en la frente, formando una pequeña isla castaña donde otras personas llevan el flequillo. Sus ropas eran discretas y humildes, de colores parduscos, en contraste con el negro riguroso que estaba tan a la moda entre los castellanos y andaluces. Nunca llevaba espada, ni armas a la vista, pero siempre portaba velas y resmas de papel que llevaba a su habitación. Podía permanecer encerrado en ella un par de días, o no presentarse a dormir durante el mismo tiempo. Cuando aparecía saludaba con un movimiento de cabeza y se esfumaba escaleras arriba.

Todos los días, menos aquél.

Había llegado a media tarde, cuando la taberna estaba casi vacía y Castro echaba una cabezada tras el mostrador. Pero en lugar de subir, se había sentado al fondo del local. Intrigado, Sancho se había acercado a él y el extranjero le había hecho señas de que le llevara algo de beber.

Evitando hacer ruido, Sancho había clavado una espita en el mejor barril de vino de Toro. Mientras llenaba una jarra permanecía atento a los ronquidos del tabernero, pues éste le tenía prohibido tocar los tintos de calidad, y si se despertaba en mitad del proceso las consecuencias podían ser muy desagradables. Puso la jarra en una bandeja, la acompañó de un cuenco limpio y se acercó a la mesa del extranjero.

Desde que comenzó a interesarse por él había imaginado un centenar de teorías distintas que explicaban por qué aquel hombre se encontraba en Sevilla. Iba planeando hablar con él, sonsacarle su historia a base de buen vino, tal vez un relato de sus batallas contra los herejes. Pero el huésped no le dio la oportunidad. Le arrebató la jarra de las manos y se la llevó a la boca directamente, ignorando el cuenco. La sostuvo en alto durante un buen rato, mientras el líquido que no lograba engullir descendía por su garganta y le teñía de escarlata la gorguera.

Sancho observó asombrado cómo la nuez del extranjero subía y bajaba hasta que la jarra estuvo vacía.

«Jamás había visto a nadie con tanta prisa por estar borracho», pensó Sancho.

El extranjero soltó un sonoro eructo y volvió a hacer señas al muchacho de que llevase más vino. Sancho reparó en que tenía el rostro desencajado y los ojos inyectados en sangre, sus ropas estaban sucias y tenía aspecto de no haber dormido en varios días.

Volvió a llevarle una jarra, temeroso de que ésta también la vaciase con la desesperación con la que había dado cuenta de la primera, pero el huésped la tomó con manos temblorosas y se sirvió el vino en el cuenco. Sancho le miraba, con la bandeja aún en la mano, esperando. Fue a decir algo, pero el extranjero le hizo gestos con la mano de que se marchase.

El primer chillido lo dio media hora después. Llevaba un rato hablando para sí mismo, en voz baja, con el tono cálido y complaciente que Sancho había escuchado en boca de tantos borrachos en sus dos semanas como mozo de taberna. Pocos, sin embargo, llegaban a gritar al resto de parroquianos y subirse a una mesa.

—¿Qué diablos ocurre? —tronó la voz de Castro.

El rostro del tabernero estaba encarnado, y sus mejillas marcadas por las vetas de la madera del mostrador sobre el que había estado dormitando. Siempre se despertaba de sus breves siestas de mal humor, y encontrarse con el extranjero cantando a voz en grito sobre una de sus mesas le había enfurecido instantáneamente.

—El irlandés ha bebido demasiado, señor.

—¡Pues voy a romperle la cabeza como no se calle! Está espantando a los clientes —dijo Castro, que ya había cogido una sartén de buen tamaño y la sopesaba en la mano.

En ese momento Sancho recordó la espita, clavada en el barril del mejor vino, y sintió como el corazón comenzaba a acelerársele. ¿Cómo había sido tan idiota como para creer que Castro no descubriría lo que había hecho? Bastaba con que se diese la vuelta para que le descubriese, y para colmo el extranjero ni siquiera le había pagado. Tampoco ayudaría nada que Castro la emprendiera a sartenazos con el irlandés, pues en ese caso el agredido dejaría la taberna y el amo le culparía a él por haberle privado de su único huésped.

Sancho supo que iba a ser difícil librarse de la furia del tabernero, pero al menos podía intentar suavizar las cosas un poco. Hacer que el irlandés se callara y pagara la cuenta.

—Permitidme hablar con él, por favor.

—¿Hablar con él? Pero si ese extranjero no entiende un carajo.

—Señor, yo sé hablar un poco de inglés. Tal vez me comprenda.

—¡Bien, pero haz que se calle rápido o le romperé la crisma!

Ignorante del peligro que corría, el huésped berreaba con toda la fuerza de sus pulmones una canción de la que Sancho apenas entendía alguna palabra suelta. Sabía que en Irlanda se hablaba una lengua propia, pero que aun así muchos de sus habitantes comprendían el idioma de los herejes.

—¡Señor! —dijo Sancho en inglés, acercándose a la mesa.

Llamó varias veces, pero el otro le ignoró y siguió cantando y meneando los brazos, aferrado a una jarra de vino ahora vacía que de vez en cuando se llevaba a los labios en vano. Finalmente Sancho se hartó de esperar, y agarrando al extranjero por el jubón, tiró de él de manera que cayó de culo sobre la mesa. La canción se interrumpió, abrupta.

—¿Cómo te atreves, mozo insolente? ¡Maldito país de bárbaros y moros con olor a ajo! —chilló el extranjero.

—Mucho cuidado con a quién llamáis moro, señor. Por mucho que seáis huésped en esta casa, el tabernero no dudaría un instante en ensartaros en el espetón.

—Que se atreva, si quiere. Los súbditos de la reina Isabel no nos amilanamos con facilidad —musitó el otro, lanzando una mirada desafiante hacia Castro.

Incluso a través de la nube alcohólica que le embotaba el juicio, el extranjero cobró conciencia de pronto de lo que acababa de decir, y de que quien estaba frente a él le comprendía. Pálido, giró lentamente de nuevo el rostro hacia Sancho.

—¡Sois inglés! —dijo el muchacho alzando la voz.

—Chist, calla, mozo —dijo el otro, llevándose el dedo a los labios. Aún luchaba con el vino, porque a pesar del miedo se quedó mirando su propio dedo, acalló una risita y luego se volvió a poner serio—. Soy un pobre exiliado de la persecución religiosa. ¡Un mártir!

—¿Venís huyendo de los herejes, señor?

—¿Herejes? Oh, sí. Herejes, herejes malditos. Quieren colgarnos, a todos los buenos papistas como yo.

—Nosotros no nos llamamos papistas, señor —dijo Sancho, confundido ante la verborrea y la sonrisa deslumbrante del extranjero.

—¿Ah, no? ¿Y cómo nos llamamos, si puede saberse?

—Buenos cristianos, señor. Los únicos que nos llaman papistas son los cochinos herejes. Son ellos los que necesitan distinguirnos, señor.

Con la sonrisa helada, el otro se aproximó a Sancho y bajó la voz.

—Entonces no deberíamos usar esa palabra nunca más, ¿no te parece?

Sancho meneó la cabeza, muy serio.

—Tal vez no, señor, porque en ese caso seríais un enemigo de mi rey y mi Dios.

El extranjero tragó saliva. España e Inglaterra llevaban ya tres años en guerra. Tan sólo unos meses atrás había zarpado la poderosa Armada, creada por Felipe II para borrar a los herejes de la faz de la tierra y echar de su trono a la perra isabelina. Sin embargo, la fuerza combinada de los elementos y la astucia del pirata Drake habían acabado con miles de muertos y la humillación de España. El clima cada vez estaba más tenso. Los comisarios de abastos recorrían los campos, arrebatando al pueblo hambriento provisiones para abastecer nuevos galeones y justificando los saqueos en la malicia del enemigo. Los pregoneros en sus esquinas y los curas en sus púlpitos azuzaban al populacho, multiplicando aún más el odio ancestral que los españoles sentían por los ingleses. Bastaría que Sancho le apuntase con el dedo para que los honrados ciudadanos de Sevilla hicieran cola para coserle a puñaladas.

—Vos sois joven, amigo mío, y os queda mucho mundo por ver. No os dejéis llevar por una falsa impresión.

El muchacho estudió al borracho con cautela. Aquel hombre era un impostor, y a buen seguro estaba huyendo de algo, pero parecía un loco inofensivo. Ningún espía adoptaría un camuflaje tan pobre. La curiosidad de Sancho no hizo sino incrementarse ante el misterio que rodeaba la figura de aquel hombre. No iba a poner a alguien tan fascinante en manos de la justicia ni del populacho exaltado.

—Lo más probable es que seáis un buen irlandés perseguido por los herejes —dijo el joven, fingiendo dudar aún—. Juradme que no sois un espía.

—Lo juro por la Virgen Santísima —aseguró el otro, santiguándose repetidas veces. Estaba tan borracho que ni una sola de las cruces salió derecha.

—En ese caso, como buen irlandés, deberíais retiraros a vuestro cuarto.

El extranjero asintió y se apoyó en Sancho para subir la escalera. Al llegar al pasillo se tambaleó, arrastrando al suelo al muchacho. Sancho tuvo que hacer un gran esfuerzo para enderezarlo y llevarlo hasta su habitación. Ya se marchaba cuando la voz del huésped le detuvo en la puerta.

—Espera, mozo, no me has dicho tu nombre.

—Soy Sancho, señor.


Sanso
—repitió el otro, con lengua pastosa.

—Sancho, señor.

—Eso he dicho,
Sanso
. —El inglés se desplomó en la cama. A pesar de estar tumbado, hizo con la mano el gesto de descubrirse antes de presentarse a su vez.

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