La legión del espacio (26 page)

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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—¿Quieres decir… para volar?

Jay Kalam escudriñó el rostro preocupado y pálido de su compañero. Intrigado, miró las largas y maravillosas alas, láminas de zafiro surcadas por vetas rojas.

—Sí, en la Academia de la Legión yo acostumbraba a volar en planeadores —dijo John Star—. Un año fui campeón.

—¿Te propones fabricar un planeador?

—Podría nacerse… creo que sí. Estas alas son bastante largas y resistentes. El cuerpo de la criatura era más grande que el mío. Y el viento sopla a través del río, hacia la selva y las murallas. Habrá corrientes ascendentes.

—Aquí tenemos las alas. Pero ¿y el resto…?

—No hará falta mucho más. Las alas ya están reforzadas. Necesitaremos varas para unirlas, pero podremos cortar cañas de la jungla. Y trenzaremos cuerdas de fibras para amarrarlas.

—No queda mucho tiempo.

—No, pronto hará demasiado frío para trabajar. Sólo disponemos de algunas horas. No tenemos refugio, ni armas. Nunca podríamos sobrevivir en la noche. No, Jay, ésta parece la única solución.

—¡Sí! —exclamó Jay Kalam de súbito, aprobando la idea—. Sí, lo intentaremos. Pero es una empresa desesperada, John. Tú lo entiendes. Será un aparato inseguro, si es que en verdad conseguimos construir uno que esté en condiciones de volar. Piensa en el peligro de que te descubran. En lo difícil que será subir a bordo del «Ensueño Purpúreo», y someter luego a Adam Ulnar, sin más armas que una daga de espinas. Y, aunque llegues sano y salvo hasta los mandos, indudablemente la nave negra estará montando guardia.

—Lo sé —respondió John Star con serenidad—. Pero no parece haber otra alternativa.

De modo que se empeñaron en hacer lo imposible, indiferentes a todos los obstáculos y peligros. Primero buscaron herramientas: valvas de bordes afilados, piedras que pudieron servir como cuchillos y martillos, espinas de la selva duras como el hierro.

John Star midió las largas alas, se inspiró en todos sus antiguos conocimientos para diseñar un modelo capaz de transportarle y lo dibujó con carboncillo sobre un trozo de corteza.

Luego, en medio del frío y la oscuridad crecientes, trabajó durante horas para fabricar el planeador con las alas brillantes, con travesaños y abrazaderas cuya materia prima eran las cañas de la jungla, con cuerdas de fibras trenzadas y piezas talladas sobre la madera dura de las espinas. Mientras tanto, los otros cuatro deambulaban por la playa y los bordes de la selva, buscando materiales.

No descansaron hasta que el planeador —sencillo, frágil y liviano— estuvo concluido. Consistía simplemente en las cuatro alas refulgentes, articuladas entre sí y equipadas con cabos de fibra para que se sujetaran al cuerpo de John Star. Le ataron al dispositivo, y después corrió con él algunas veces a lo largo del banco de arena, de cara al fuerte viento, para probar el equilibrio. Mientras, sus compañeros le remolcaban con una cuerda de corteza retorcida.

Entonces insertó dos dagas de espinas debajo de su cinto, y ató una larga lanza negra al armazón, junto a él. Corrió por la arena, mientras los demás tiraban de la cuerda. Se elevó y soltó la amarra.

El extraño artefacto volador ascendió torpemente, viró y se precipitó hacia la arena. John Star la enderezó con un giro desesperado del cuerpo: el único modo de controlarlo residía en los desplazamientos de su peso. Y se remontó gracias a la fuerte corriente de aire que soplaba sobre la jungla.

Lanzó una mirada hacia el pequeño grupo reunido sobre el banco de arena negra: tres hombres desarrapados y una joven exhausta cuyas esperanzas le habían hecho volar. Cuatro figuras diminutas, perdidas en la penumbra roja. Agitó una mano y sus compañeros le devolvieron el saludo.

Continuó volando, con una extraña sensación dolorosa en el corazón. No podía fallarles, porque a menos que él lograse apoderarse de la nave, morirían irremisiblemente. Jay, Hal, Giles… ¡y Aladoree! No habría podido dejarlos morir aunque su salvación no hubiera sido indispensable para la supervivencia de la humanidad. Ya planeaba sobre la jungla de espinas negras. Si caía allí se produciría una catástrofe. Entonces volvió a mirar hacia el banco de arena, los cuatro se habían perdido en las sombras del borde de la jungla.

Pronto recobró su antigua pericia. Volvió a experimentar el júbilo de volar veloz, raudamente. Incluso la dificultad de manejar el traicionero aparato, incluso el desafío a la jungla negra de espinas le producían una excitación reconfortante.

Sin apartarse de las corrientes ascendentes que soplaban sobre el borde de la jungla, voló siempre río arriba, en dirección a los muros negros y portentosos, ahora oscurecidos por la penumbra rojiza cada vez más espesa. El «Ensueño Purpúreo» ya no estaba a la vista. Al principio había dudado del frágil aparato, pero se remontaba con creciente confianza, y lo único que temía era que cambiara la dirección del viento o que lo descubrieran los medusas. Hasta que apareció un peligro inesperado.

Desde la selva negra llegó planeando, una criatura idéntica a aquella que le había suministrado sus alas. Describió un círculo en torno de él, se remontó por encima de su cabeza, y se lanzó varías veces en picado con las garras y el aguijón listos, hasta que John Star comprendió que se proponía atacarlo.

Le gritó y agitó en vano los brazos. Al principio la criatura voladora pareció alarmada, pero después volvió a pasar en picado más cerca que antes.

Con los dedos entumecidos por el frío, John Star liberó la lanza negra y la apoyó firmemente delante de su cuerpo. La criatura embistió por última vez, con el fino aguijón curvado y las garras amarillas listas, ahora derecha hacia él. John Star la recibió de frente, con la lanza enfilada hacia el solitario ojo.

La punta se hundió en el blanco. Pero el cuerpo acelerado embistió el frágil aparato con una fuerza que hizo crujir la endeble estructura. Perdido el equilibrio, John Star se precipitó hacia la selva lo mismo que el cuerpo de su atacante.

Recobró el equilibrio cuando ya estaba casi sobre las espinas, y volvió a remontarse a la altura. Pero la estructura, sujeta con fibras, había quedado estropeada y deformada por el choque. Crujía de forma alarmante mientras cobraba altura, y el vuelo se tornó aún más difícil e inestable.

Llegó a la corriente más fuerte y borrascosa que se proyectaba contra las murallas de la ciudad negra. Subió más y más, temiendo que sus alas brillantes se rompieran en cualquier momento y que su cuerpo se precipitara de nuevo hacia el río amarillo.

Al fin se encontró a la altura de la torre. Vio al «Ensueño Purpúreo» que, semejante a un pequeño huso de plata, reposaba sobre la inmensa plataforma negra, parcialmente cubierto por la vasta sombra de la nave aracnoide que lo custodiaba. La ciudad de pesadilla se extendía más allá, y las máquinas montadas sobre las elevadas rampas parecían un ejército de gigantes negros, agazapados en el crepúsculo rojo.

Planeó sobre la plataforma de aterrizaje y perdió altura.

La ráfaga lo transportó a demasiada velocidad y faltó poco para que lo arrastrara sobre la muralla y al interior de la ciudad. El planeador crujió y se zarandeó. El frío penetrante le paralizaba y estremecía el cuerpo.

Pero sus pies tocaron el metal negro a la sombra del «Ensueño Purpúreo». Se liberó de las cuerdas que lo unían a las alas refulgentes, y corrió sin hacer ruido hacia la escotilla, empuñando la daga tallada sobre una espina, dispuesto a afrontar los desconocidos obstáculos que le aguardaban.

Capítulo 26
El turno del traidor

Comprobó con gran alivio que la escotilla estaba abierta, y que la escalerilla estaba desplegada hasta la plataforma metálica. Subió los peldaños en un instante, pasó por la escotilla baja y avanzó por el largo y estrecho puente interior, donde encontró a Adam Ulnar.

Al separarse, muchos meses atrás, en el fondo del mar amarillo, Adam Ulnar parecía un hombre vencido, destrozado, aplastado al descubrir que los medusas los habían traicionado a él y a su causa, desquiciado por la certidumbre de que había vendido involuntariamente a la humanidad.

Ahora había cambiado.

Siempre alto, con una figura impresionante, estaba una vez más erguido, confiado, fríamente resuelto. Recibió a John Star con una cordial sonrisa de atónita bienvenida en su bello rostro, recién afeitado. Su larga cabellera blanca estaba bien peinada y resplandeciente, y lucía el uniforme de la Legión.

—¡Vaya, vaya, John! Me has sorprendido. Aunque esperaba…

Empezó a adelantarse, extendiendo su mano bien cuidada para saludarlo. Y John Star saltó a su encuentro, acercándole la daga a la garganta con gesto amenazador.

—¡No se mueva! —susurró con voz ronca—. ¡No haga ruido!

Sintió el contraste que existía entre ellos. John Star sabía que su aspecto era extravagante: hosco, curtido por la intemperie, demacrado por la fatiga, semidesnudo. Con la melena sucia y una barba de muchos meses se parecía más a una fiera que a un hombre. Un animal salvaje, frente a un hombre atildado, confiado, poderoso.

—Adam Ulnar —volvió a susurrar con ferocidad—. Voy a matarlo. Creo que merece morir. ¿Tiene algo que decir?

Esperó; tembloroso y aterido de frío. De pronto tuvo miedo de no poder matar a aquel hombre impasible, sonriente, cuya personalidad inspiraba una admiración instintiva y un rápido sentimiento de vanidad por el parentesco que les unía… no obstante su pérfida traición.

—¡John! —protestó su interlocutor, en tono vehemente y persuasivo—. Me has interpretado mal. Me complace de veras tu regreso. Mi infortunado sobrino me contó, hace poco, que habías estado aquí y te habías ahogado en las alcantarillas. Puesto que os conocía, a ti y a tus compañeros, no pude creer que todos vosotros hubierais muerto. Todavía esperaba poder prestarte alguna ayuda.

—¡Ayuda! —repitió John Star, colérico, sin dejar de amenazarlo con la daga—. ¡Ayuda! ¡Cuando usted es el culpable de todo!

—Lo que más anhelo es ayudarte, muchacho, precisamente porque conozco mi propia responsabilidad. Es cierto que tú y yo sostenemos ideas políticas distintas. Pero nunca quise colaborar con los medusas para que éstos pudieran colonizar nuestros planetas. Ahora no tengo otra intención que la de enmendar mis errores.

—¿Cómo es eso? —preguntó John Star, con un miedo enfermizo de que aquella voz suave, seductora, pudiera volver a conquistar su confianza para luego repetir la traición.

Adam Ulnar abarcó con un lento ademán la nave que los rodeaba.

—Ya he hecho algo. Debes admitirlo. Conseguí que izaran el crucero y lo repararan. Lo hice con la esperanza de poder transportar el ÁKKA al Sistema y evitar el desastre total.

—Pero fueron los medusas quienes lo izaron.

—Claro que sí. Ellos me habían engañado. Entonces me llegó el turno… si podía hacerlo. Volví a ponerme en comunicación con ellos y les dije que quería sumarme a sus fuerzas. Acepté ayudarlos con mi pericia, militar en la conquista del Sistema. Y les pedí que izaran el «Ensueño Purpúreo» y lo pusieran en condiciones para mi subsistencia. Levantaron la nave y la repararon, en efecto, pero temo que no tengan muy buena opinión acerca del género humano. No parecen confiar en mí tanto como nosotros confiamos antaño en ellos. La nave negra que ves fuera monta guardia sobre mí, día y noche. Ya sabes con qué tipo de armamento cuenta: esos cañones que disparan soles atómicos.

—¿Ha visto a Eric? —preguntó John Star, con recelo—. ¿Él está con usted?

—No, John. No está conmigo. Me contó cómo los medusas le exigieron que tratara de arrancarle el secreto a la muchacha. Me lo dijo todo acerca de vuestra llegada y vuestra fuga, y de cómo corrió a alertar a los medusas. No creía que vosotros tuvierais alguna posibilidad de escapar, y él esperaba poder reconquistar el favor de los medusas.

—¡Bestia cobarde! —murmuró John Star—. ¿Dónde está? Adam Ulnar inclinó la cabeza, y una sombra de tristeza pasó sobre sus hermosas facciones.

—Eso es lo que era, John. Un cobarde. A pesar de que su apellido era Ulnar. Un pobre cobarde. Él concertó la primera y estúpida alianza con los medusas porque era un cobarde, porque temía confiar en mis propios planes para la revolución. Entonces comprendí, John, que había cometido un error. Comprendí que era a ti, y no a Eric, a quien debería haber coronado emperador. Incluso entonces, tal vez no habría sido demasiado tarde… Si tú hubieras estado dispuesto a aceptar el cargo.

—Pero no lo estuve.

—En efecto. Y quizá procediste correctamente. He empezado a perder la fe en la aristocracia. Nuestra familia es antigua. John. Nuestra sangre es la más linajuda del Sistema. Y, sin embargo, Eric fue un idiota rematado. Y los tres hombres que te acompañaban, tres simples soldados de la Legión, demostraron ser personas de un gran temple. No me ha resultado fácil cambiar, John, pero tuve tiempo para reflexionar en el fondo del mar amarillo. Y he cambiado. Desde ahora apoyaré al Palacio Verde.

—¿De veras? —El tono de John Star estaba endurecido por el escepticismo—. Pero antes, conteste a mi pregunta. ¿Dónde está Eric? Ustedes dos…

—Eric nunca volverá a traicionar a la humanidad, John. —La voz de Adam Ulnar estaba quebrada por la tristeza—. Cuando descubrí que había enviado a los medusas tras vosotros, mientras escapabais, lo maté. —Hizo una mueca de dolor—. Aunque era de mi propia sangre, lo maté. Le rompí el cuello con mis propias manos.

—¿Mató a Eric?

John Star murmuró esas palabras muy lentamente, escudriñando ansiosamente, con sus ojos exhaustos, el rostro de Adam Ulnar, que en ese momento estaba crispado por la consternación.

—Sí, John. Y junto con él maté a una parte de mí mismo, porque lo quería. ¡Lo quería! Ahora tú eres el heredero del Palacio Purpúreo, John.

—¡Espere! —rugió John Star con brutalidad, acercando aún más la daga al cuello de su prisionero, mientras estudiaba las facciones finas y bellas, ensombrecidas por el dolor.

—Muy bien, John.

Adam Ulnar cruzó los brazos, con una extraña sonrisa, y se apoyó contra la pared, mirándolo.

—No confías en mí, John. No podrías hacerlo, después de lo que ha sucedido. Adelante, entonces. Clava tu arma si crees que es tu deber. No me defenderé. Y moriré orgulloso de que tu nombre sea Ulnar.

John Star avanzó hacia él, con la tosca arma levantada. Miró los ojos delicados, trasparentes. No los vio vacilar. Parecían sinceros. ¡No podía matar a aquel hombre! Aunque la duda seguía agazapada en su corazón, bajó la daga negra.

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