La krakatita (37 page)

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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

BOOK: La krakatita
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—Camaradas —habló el anciano—, habéis dado la bienvenida al camarada Krakatita… con espontánea alegría…, con espontánea e intensa alegría que… que quisiera expresar también desde el cargo de la presidencia. Sé bienvenido entre nosotros, camarada Krakatita. Damos también la bienvenida a nuestro presidente Daimon… y le damos las gracias. Ruego al camarada Krakatita que tome asiento… como invitado… en el podio presidencial. Los delegados, que den su opinión acerca de si debo presidir la reunión yo… o el presidente Daimon.

—¡Daimon!

—¡Mazaud!

—¡Daimon!

—¡Mazaud! ¡Mazaud!

—Al diablo con sus formalidades, Mazaud —bramó Daimon—. Presida y punto.

—La reunión continúa —gritó el anciano—. Tiene la palabra el delegado Peters.

El hombre de barba pelirroja tomó de nuevo la palabra; por lo que parecía, atacaba al
Labour Party
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inglés, pero nadie lo escuchaba. Todos los ojos estaban fijos, de un modo casi material, en Prokop. Allí, en el rincón, los grandes ojos delirantes de un tuberculoso; la desorbitada mirada azulada de un tiparraco bigotudo; las gafas redondas y brillantes de un profesor que lo examinaba; unos ojillos peludos de erizo pestañeando desde una enorme maraña de pelos grises; ojos escrutadores, hostiles, hundidos, infantiles, benditos y abyectos. Prokop se deslizaba con la mirada por los bancos, que estaban de bote en bote, y se apartaba como si se quemara. Se topó con la mirada de la joven desgreñada; ésta se arqueó como si se dejara caer sobre un edredón, con un gesto ondulante e inconfundible. Fijó su mirada en una extraña cabeza calva, bajo la cual colgaba un abrigo estrecho: imposible saber si aquella criatura tenía veinte o cincuenta años; pero mientras resolvía el problema, la cabeza se llenó de arrugas con una amplia, entusiasta y agraciada sonrisa. Una mirada inquietaba a Prokop de forma obsesiva; la buscó entre todas las demás, pero no la encontró.

El delegado Peters finalizó su intervención entre tartamudeos y desapareció, todo ruborizado, en un banco. Todos los ojos asediaron a Prokop con una tensa e imperiosa expectación. El anciano Mazaud farfulló alguna formalidad y se inclinó hacia Daimon. Se hizo un silencio sin aliento, y Prokop se levantó sin saber lo que hacía.

—Tiene la palabra el camarada Krakatita —anunció Mazaud frotándose sus enjutas manitas.

Prokop echó un vistazo a su alrededor con ojos ebrios: «¿Qué es lo que debo hacer? ¿Hablar? ¿Por qué? ¿Quién es esta gente?…». Se topó con los ojos de ciervo del tísico, con el severo e inquisidor brillo de las gafas, con los ojos pestañeantes, con ojos curiosos y ajenos, con la mirada resplandeciente y complaciente de la hermosa muchacha. Prokop abrió su boca sacrílega, ardorosa, de la propia atención. En el primer banco el hombrecillo calvo y arrugado esperaba suspenso sus palabras con ojos extáticos. Le sonrió complacido.

—Amigos —comenzó en voz baja y como en un sueño—, la pasada noche… pagué un precio altísimo. Viví… y perdí… —Hizo acopio de todas sus fuerzas—. En ocasiones uno experimenta… un dolor tal, que… que ya no es sólo suyo. Entonces abres los ojos y comienzas a ver. El cosmos se sumió en la oscuridad y la tierra contiene el aliento atormentada. El mundo debe ser redimido. El hombre no podría soportar su dolor si lo sufriera él solo. Todos vosotros habéis pasado un infierno, todos vosotros… —Echó un vistazo a la sala; todo se fundía en una especie de vegetación submarina que brillaba con luz tenue—. ¿Dónde tenéis guardada la krakatita? —preguntó de repente irritado—. ¿Dónde la habéis metido?

El anciano Mazaud levantó con cautela la reliquia de porcelana y se la puso a Prokop en las manos. Era la misma caja que había dejado hace ya tiempo en su laboratorio de Hybšmonka. Abrió la tapa y escarbó con los dedos en el polvillo granulado, lo frotó, lo desmenuzó, lo olfateó, se puso una pizca en la lengua; reconoció su amargor astringente, intenso, y lo mordisqueó con placer.

—Está bien —dijo en voz muy baja, y apretó la valiosísima sustancia entre las palmas de sus manos, como si se estuviera calentando con ella las manos ateridas—. Eres tú —murmuró a media voz—. Te conozco: eres un elemento explosivo. Llegará tu momento, y lo liberarás todo. Está bien. —Levantó los ojos de debajo de sus cejas, vacilante—. ¿Qué queréis saber? Yo entiendo sólo de dos cosas: de las estrellas y de química. Son hermosas… la extensión infinita del tiempo, el orden y la estabilidad eternos, la aritmética divina del universo. Os digo que… no hay nada más hermoso. ¿Pero qué son las leyes vigentes de la eternidad? Llegará tu momento, y explotarás; liberarás amor, dolor, pensamiento, no sé. Tu mayor grandeza y tu mayor fuerza serán tan sólo un instante. Tú, tú no estás comprendido en el orden infinito ni incluido en un millón de años luz, y por eso… ¡por eso tu nada merece la pena! Explota con una llama sublime. ¿Te sientes encerrada? Entonces haz pedazos tu mortero y destruye la roca. Haz sitio para tu único instante. Está bien. —Él mismo no alcanzaba a comprender con claridad lo que estaba diciendo; pero lo espoleaba el oscuro impulso de expresar algo que inmediatamente se le escapó de nuevo—. Yo… sólo hago química. Conozco la materia y… me entiendo con ella; eso es todo. La materia se desmigaja en el aire y en el agua: se desintegra, fermenta, se pudre, arde, absorbe oxígeno o se descompone, pero nunca, escuchadme bien, nunca libera en el proceso todo lo que contiene. Incluso si recorriera todo el ciclo, si un polvillo de tierra se encarnara en una planta y en carne viva y se convirtiera en una célula pensante del cerebro de Newton, y muriera con él y se descompusiera de nuevo, incluso entonces, no habría liberado todo. Pero obligadla,… a la fuerza, a saltar en pedazos y desatarse: mirad, ha explotado en una milésima de segundo; ahora, ahora, por primera vez, ha hecho uso de toda su capacidad. Quizás ni siquiera estaba durmiendo; únicamente estaba aprisionada y se asfixiaba, luchaba en la oscuridad y esperaba a que llegara su momento. ¡De liberar todo! Es su derecho. Yo, yo también he de liberar todo. ¿Es que sólo puedo desintegrarme y esperar… fermentar impuro… y hacerme migajas sin liberar nunca… de repente… a un hombre completo? Prefiero… para eso prefiero, en un único momento cumbre…, y a pesar de todo… Porque yo creo que está bien liberarlo todo. Sea bueno o malo. Todo está entremezclado en mi interior: lo bueno, y lo malo, y lo sublime. Todo aquél que está vivo hace el bien y el mal, como si se desmenuzara. Yo he hecho lo uno y lo otro; pero ahora… debo liberar lo sublime. Ésa es la redención del hombre. No se encuentra en ninguna de las cosas que he hecho; está enmarañado en mi interior… como en el interior de una piedra. De modo que debo hacerme pedazos… mediante el poder… del mismo modo que se hace pedazos un cartucho. Y no voy a preguntar qué es lo que hago saltar por los aires en el proceso. Porque existía la necesidad… yo tenía la necesidad de liberar lo sublime.

Luchaba con las palabras, se esforzaba por abarcar algo inefable; lo perdía al pronunciar cada palabra. Fruncía el ceño e intentaba deducir de la cara de sus oyentes si por casualidad habían captado el sentido de aquello que era imposible expresar de otro modo. Encontró una simpatía deslumbrante en los limpios ojos del tuberculoso y un esfuerzo de concentración en los abismados ojos azules del gigante barbudo de atrás; el arrugado personajillo bebía sus palabras con la entrega sin límites del creyente y la hermosa muchacha las recibía, medio tumbada, con eróticas sacudidas de su cuerpo. En cambio el resto de los rostros lo miraban ausentes, ajenos, con curiosidad o con creciente indiferencia. «¿Para qué demonios estoy hablando?».

—He vivido —continuó vacilante y hasta cierto punto ya enardecido—, he vivido todo… lo que un hombre puede vivir. ¿Por qué os lo digo? Porque eso no es suficiente para mí. Porque… aún no me he redimido; lo sublime no estaba allí. Está… hundido en el interior del hombre igual que la fuerza en la materia. Debes alterar la materia para que libere su fuerza. Uno debe desencadenarse, y alterar, y hacer pedazos, para liberar la llama más sublime. Aah, eso sería… eso sería demasiado, si ni siquiera entonces encontrara que… que había alcanzado… que… que…

Se atascó, se malhumoró, tiró la caja de krakatita a la tarima y se sentó.

XLIX

Durante un instante se hizo un silencio embarazoso.

—¿Eso es todo? —se alzó de en medio de los bancos una voz burlona.

—Eso es todo —gruñó Prokop disgustado.

—No lo es —dijo Daimon mientras se ponía en pie—. El camarada Krakatita suponía que los delegados tenían la buena voluntad de comprender…

—¡Oho! —se escuchó un refunfuño en medio del gentío.

—Sí. El delegado Mezierski debe tener paciencia hasta que acabe de hablar. El camarada Krakatita nos ha contado, de forma metafórica, que es necesario —y en ese momento la voz de Daimon sonó de nuevo como el graznido de un pájaro—, que es necesario iniciar la revolución sin tener en cuenta la teoría de las etapas; una revolución destructiva y explosiva en la que la humanidad liberará lo más sublime que se esconde en su interior. El hombre debe saltar en pedazos para liberarlo todo. La sociedad debe saltar en pedazos para encontrar en su interior el bien más alto. Vosotros habéis estado aquí discutiendo acerca del bien más alto para la humanidad durante años. El camarada Krakatita nos ha enseñado que basta con inducir una explosión en la humanidad para que se alce a mucha mayor altura de lo que pretendían prescribir vuestros debates; sin mirar atrás, a lo que se ha destruido en el proceso. Y yo digo que el camarada Krakatita tiene razón.

—¡Sí, la tiene, la tiene! —De repente se desataron los gritos y los aplausos—. ¡Krakatita! ¡Krakatita!

—¡Silencio! —los acalló Daimon—. Y sus palabras tienen un peso aún mayor en tanto que son respaldadas por el poder efectivo de producir esa explosión. El camarada Krakatita no es un hombre de palabras, sino de hechos. Ha venido para encomendarnos la acción directa. Yo os digo que será algo más espantoso que cualquier cosa que nadie haya osado soñar. Y estallará hoy, mañana, dentro de una semana…

Sus palabras fueron eclipsadas por una barahúnda indescriptible. Una oleada de gente se arrastró de los bancos al podio y rodeó a Prokop. Lo abrazaban, le tiraban de los brazos sin parar de gritar: «¡Krakatita! ¡Krakatita!». La hermosa muchacha de pelo suelto luchaba salvajemente para abrirse paso a través de la maraña de gente. Lanzada hacia delante por los empujones, pegó su pecho a Prokop. Éste intentó apartarla, pero ella lo abrazó y susurró unas palabras febriles en una lengua extranjera. Mientras tanto, en el borde del podio, el hombre de gafas explicaba despacio y en voz baja a los asientos vacíos que teóricamente no era admisible hacer deducciones sociológicas a partir de la naturaleza inorgánica. «¡Krakatita! ¡Krakatita!», rugía la multitud. Todos estaban de pie; Mazaud agitaba la campana como si fuera el pregonero; y de repente se encaramó a la tarima un joven de pelo negro que, muy alto, por encima de todos, empezó a agitar en sus manos, levantadas, la caja de krakatita.

—¡Silencio! —gritó— ¡Y todos abajo! ¡O la arrojaré a vuestros pies!

De golpe se hizo el silencio; el tropel se bajó del podio deslizándose y comenzó a retroceder. En lo alto permanecieron tan sólo Mazaud, con la campana en la mano, confuso e indeciso, Daimon, apoyado contra la pizarra, y Prokop, del que colgaba todavía aquella ménade de cabello oscuro.

—Rosso —se oyeron algunas voces—. ¡Abatidlo! ¡Rosso, abajo!

El joven en lo alto de la tarima los recorrió con una mirada que llameaba salvaje.

—¡Que nadie se mueva! Mezierski quiere dispararme. La voy a lanzar —bramó, y empezó a dar vueltas a la caja.

La multitud retrocedía gruñendo como fieras irritadas. Dos o tres personas levantaron los brazos, otros siguieron su ejemplo. Hubo un momento de silencio opresivo.

—Baja de ahí —rompió a gritar el anciano Mazaud—. ¿Quién te ha cedido la palabra?

—Voy a lanzarla —amenazó Rosso, tenso como un arco.

—Esto va contra el reglamento —se enfureció Mazaud—. Protesto y… renuncio al cargo de presidente.— Arrojó la campana al suelo y descendió del podio.

—Bravo, Mazaud —se oyó una voz irónica.

—Tú has colaborado a ello.

—¡Silencio! —gritó Rosso mientras se apartaba el pelo de la frente—. Tengo la palabra. El camarada Krakatita nos ha dicho: «Llegará tu momento, y explotarás; haz sitio para tu único momento…». Bien, yo me he tomado esas palabras a pecho.

—¡No quería decir eso!

—¡Viva la krakatita!

Alguien empezó a silbar. Daimon agarró a Prokop del codo y lo arrastró hacia una puertecilla que había tras la pizarra.

—Podéis silbar —continuó Rosso en tono sardónico—. Ninguno de vosotros gritó cuando se plantó ante vosotros ese señor extranjero y… e hizo sitio para su momento. ¿Por qué no debería probarlo otra persona?

—Eso es cierto —dijo una voz serena.

La hermosa joven se puso delante de Prokop para cubrirlo con su cuerpo. Él intentó apartarla.

—¡No es cierto! —dijo la muchacha con los ojos incendiados en llamas—. Él… él es…

—Cállate —siseó Daimon.

—Dar órdenes puede hacerlo cualquiera —dijo Rosso de un modo escalofriante—. Mientras yo tenga esto en mis manos, las órdenes las daré yo. Me da igual si salgo de aquí o no. ¡Nadie puede salir de aquí! ¡Galeasso, vigila la puerta! Así, ahora vamos a charlar un rato.

—Sí, ahora vamos a charlar un rato —se oyó decir a Daimon con acritud.

Rosso se volvió hacia él a la velocidad del rayo, pero en aquel instante se abalanzó sobre él desde los bancos el gigante de ojos azules, con la cabeza inclinada como un carnero; y antes de que Rosso pudiera darse la vuelta, lo agarró de las piernas y lo hizo caer. Rosso cayó volando cabeza abajo de la cátedra. En medio de un silencio espeluznante se pudo oír el golpe y el crujido de la cabeza al caer sobre el entarimado. La tapa de la caja de porcelana cayó rodando del podio y se coló bajo los bancos.

Prokop se precipitó sobre aquel cuerpo sin vida; en el pecho de Rosso, en su rostro, por el suelo, en los charcos de sangre, por todas partes estaba esparcido el polvillo blanco de la krakatita. Daimon lo retuvo. Entonces se desató un griterío y unas cuantas personas corrieron hasta el podio.

—¡No pisen la krakatita, explotará! —ordenó un hombre desgañitado; pero aquellas personas ya se habían arrojado al suelo y recogían el polvo blanco en cajas de cerillas, se peleaban, se revolvían en una amalgama sobre el suelo.

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