Maxime, en su rincón, soñaba también con algún incordio. Estaba enojado por la aventura. Echaba la culpa al dominó de raso negro. ¡Habrase visto nunca una mujer con semejante facha! Ni siquiera se le veía el cuello. La había tomado por un muchacho, jugaba con ella, y no era culpa suya si el juego se había vuelto serio. De seguro, no la habría tocado con la yema de los dedos si ella hubiera enseñado sólo un trozo de hombro. Habría recordado que era la mujer de su padre. Después, como no le gustaban las reflexiones desagradables, se perdonó. !Mala suerte, después de todo! Trataría de no volver a hacerlo. Era una tontería.
El simón se detuvo, y Maxime bajó el primero para ayudar a Renée. Pero, en la puertecita del parque, no se atrevió a besarla. Se dieron la mano, como de costumbre. Ella se encontraba ya al otro lado de la verja cuando, por decir algo, confesando sin quererlo una preocupación que rondaba vagamente por su ensueño desde el restaurante:
—¿Qué es —preguntó ella—, ese peine del que habló el camarero?
—Ese peine —repitió Maxime, cortado—, pues no sé…
Renée comprendió repentinamente. El reservado tenía sin duda un peine que entraba en el material, con el mismo derecho que las cortinas, el cerrojo y el diván. Y sin esperar una explicación que no llegaba, se hundió en las tinieblas del parque Monceau, apretó el paso, creyendo ver a su zaga esos dientes de concha en los que Laure de Aurigny y Sylvia habían debido de dejar cabellos rubios y cabellos negros. Se sentía muy febril. Céleste tuvo que meterla en cama y velarla hasta la mañana. Maxime, en la acera del bulevar Malesherbes, se consultó un momento, para saber si se uniría a la alegre pandilla del Café Anglais; después, con la idea de que estaba castigándose, decidió que debía irse a acostar.
Al día siguiente, Renée se despertó tarde de una noche pesada y sin sueños. Mandó encender un gran fuego, dijo que pasaría el día en su habitación. Ése era su refugio, en las horas graves. Hacia mediodía, su marido, al no verla bajar para el almuerzo, le pidió permiso para conversar un instante. Ella se negaba ya, con una pizca de inquietud, cuando mudó de parecer. La víspera había entregado a Saccard una cuenta de Worms, que ascendía a ciento treinta y seis mil francos, una cifra un poco exagerada, y sin duda él deseaba permitirse la galantería de darle en persona el recibo.
Le vino la idea de los ricitos de la víspera. Miró tranquilamente en el espejo sus cabellos, que Céleste había peinado en gruesas trenzas. Luego se ovilló al amor de la lumbre, hundiéndose en los encajes de su bata. Saccard, cuyas habitaciones se encontraban igualmente en el primer piso, simétricas a las de su mujer, apareció en zapatillas, como un marido. Apenas ponía los pies una vez al mes en el dormitorio de Renée, y siempre por alguna delicada cuestión de dinero. Esa mañana, tenía los ojos enrojecidos, la tez pálida de un hombre que no ha dormido. Besó la mano de su mujer, galantemente.
—¿Está usted enferma, mi querida amiga? —dijo sentándose al otro lado de la chimenea—. Un poco de jaqueca, ¿no?… Perdóneme que le rompa los cascos con mi galimatías de hombre de negocios: pero la cosa es bastante grave… —Sacó de un bolsillo de su bata la minuta de Worms, cuyo papel glaseado reconoció Renée—. Encontré ayer esta cuenta en mi escritorio —continuó—, y estoy desolado, no puedo en absoluto pagarla en este momento. —Estudió con el rabillo del ojo el efecto producido por sus palabras. Renée parecía profundamente asombrada. El prosiguió con una sonrisa—: Ya sabe usted, mi querida amiga, que no tengo la costumbre de examinar sus gastos. No digo que ciertos detalles de esta minuta no me hayan sorprendido un poco. Así, por ejemplo, veo aquí, en la segunda página: «Traje de baile: tela, 70 fr.; hechura, 600 fr.; dinero prestado, 5.000 fr.; agua del doctor Pierre, 6 fr.», Ahí tiene un traje de setenta francos que sube mucho… Pero ya sabe que comprendo todas las debilidades. Su cuenta es de ciento treinta y seis mil francos, y usted ha sido casi prudente, relativamente, quiero decir… Sólo que, lo repito, no puedo pagar, lo siento.
Ella tendió la mano, con un gesto de contenido despecho.
—Está bien —dijo secamente—, devuélvame la minuta. Pensaré algo.
—Veo que no me cree —murmuró Saccard, saboreando como un triunfo la incredulidad de su mujer sobre sus apuros de dinero—. No digo que mi posición esté amenazada, pero los negocios andan muy nerviosos en este momento… Déjeme, aunque le importune, explicarle nuestro caso; usted me ha confiado su dote, y le debo completa franqueza.
Dejó la minuta sobre la chimenea, cogió las tenazas, empezó a atizar el fuego. Esta manía de hurgar en las cenizas, mientras hablaba de negocios, era en él un cálculo que había acabado por convertirse en hábito. Cuando llegaba a una cifra, a una frase difícil de pronunciar, provocaba un derrumbamiento que reparaba a continuación laboriosamente, acercando los leños, recogiendo y amontonando astillitas de madera. Otras veces, casi desaparecía en la chimenea, para ir a buscar un trozo de brasa perdido. Su voz se ensordecía, la gente se impacientaba, se interesaba por sus sabias construcciones de carbones ardientes, ya no le escuchaba, y generalmente salía de su casa apaleada y contenta. Incluso en casa ajena se apoderaba despóticamente de las tenazas. En verano, jugaba con una pluma, una plegadera, un cortaplumas.
—Mi querida amiga —dijo dando un gran golpe que desordenó el fuego—, le pido una vez más perdón por entrar en estos detalles… Le he pasado puntualmente la renta de los fondos que usted puso en mis manos. Puedo incluso decir, sin herirla, que he considerado esa renta sólo como su dinero para alfileres, pagando sus gastos, no pidiéndole nunca su aportación de la mitad de los gastos comunes de la casa. —Enmudeció. Renée sufría, lo miraba hacer un gran hueco en la ceniza para enterrar la punta de un leño. Llegaba a una confesión delicada—. He tenido, como comprenderá, que hacer que su dinero produjera intereses considerables. Los capitales están en buenas manos, puede estar tranquila… En cuanto a las sumas procedentes de sus bienes de Sologne, han servido en parte para pagar el palacete donde vivimos; el resto está colocado en un excelente negocio, la Sociedad General de los Puertos de Marruecos… No vamos a hacer cuentas juntos, ¿verdad?, pero quiero probarle que los pobres maridos son a veces poco apreciados.
Un motivo poderoso debía de impulsarle a mentir menos que de costumbre. La verdad era que la dote de Renée no existía desde hacía tiempo; había pasado, en la caja de Saccard, al estado de valor ficticio. Aunque pagaba los intereses a más del doscientos o el trescientos por cien, no habría podido presentar el menor título ni hallar el más pequeño efectivo sólido del capital primitivo. Como confesaba a medias, por otra parte, los quinientos mil francos de los bienes de Sologne habían servido para dar una primera entrega a cuenta del palacete y del mobiliario, que costaban juntos cerca de dos millones. Debía aún un millón al tapicero y al contratista.
—No le reclamo nada —dijo por fin Renée—, ya sé que estoy muy endeudada con usted.
—¡Oh, mi querida amiga! —exclamó Saccard, cogiendo la mano de su mujer, sin abandonar las tenazas—. ¡Qué desagradable idea se le ocurre!… En dos palabras, vaya, he tenido mala suerte en la Bolsa, Toutin-Laroche ha hecho tonterías, los Mignon y Charrier son unos cernícalos que me la dan con queso. Por eso no puedo pagar su cuenta. Me perdona, ¿verdad?
Parecía realmente emocionado. Hundió las tenazas entre los leños, encendió cohetes de chispas. Renée recordó el aspecto inquieto que tenía desde hacía algún tiempo. Pero no pudo adentrarse en la asombrosa verdad. Saccard había llegado a una proeza cotidiana. Habitaba en un palacete de dos millones, vivía como un príncipe, y ciertas mañanas no tenía mil francos en su caja. Sus gastos no parecían disminuir. Vivía de deudas, entre un pueblo de acreedores que engullían día tras día los beneficios escandalosos que obtenía en ciertos negocios. En aquel tiempo, en ese mismo momento, las sociedades se derrumbaban debajo de él, se excavaban nuevos hoyos más profundos, por encima de los cuales saltaba, al no poder colmarlos. Marchaba así sobre un terreno minado, en una crisis continua, liquidando facturas de cincuenta mil francos y sin pagar el sueldo de su cochero, marchando siempre con un aplomo cada vez más regio, vaciando con más rabia sobre París su caja vacía, de donde continuaba saliendo el río de oro de legendarias fuentes.
La especulación atravesaba entonces por una mala hora. Saccard era un digno hijo del ayuntamiento. Había tenido la rapidez de transformación, la fiebre de placeres, la ceguera de gastos que agitaba París. En ese momento, como la Villa, se encontraba frente a un formidable déficit que había que llenar secretamente; pues no quería oír hablar de cordura, de economía, de existencia tranquila y burguesa. Prefería conservar el lujo inútil y la miseria real de aquellas vías nuevas, de las que había sacado su colosal fortuna de cada mañana agotada cada noche. De aventura en aventura, ya no tenía sino la fachada dorada de un capital ausente. En esa hora de cálida locura, el propio París comprometía su futuro con más arrebato y se encaminaba en derechura a todas las tonterías y a todos los timos financieros. La liquidación amenazaba con ser terrible.
Las más hermosas especulaciones se estropeaban entre las manos de Saccard. Acababa de sufrir, como decía, considerables pérdidas en la Bolsa. El señor Toutin-Laroche había estado a punto de hundir el Crédito Vitícola en un juego al alza que se había vuelto repentinamente contra él; afortunadamente el gobierno, interviniendo bajo cuerda, había puesto en pie la famosa máquina del préstamo hipotecario a los cultivadores. Saccard, quebrantado por esta doble sacudida, muy maltratado por su hermano el ministro, a raíz del riesgo que acababa de correr la solidez de los bonos de delegación de la Villa, comprometida con la del Crédito Vitícola, andaba aún menos afortunado en su especulación con los inmuebles. Los Mignon y Charrier habían roto totalmente con él. Si los acusaba, era por una rabia sorda de haberse equivocado, mandando edificar sobre su parte de terrenos, mientras ellos vendían prudentemente la suya. En tanto que ellos conseguían una fortuna, él se quedaba con sus casas a cuestas, y a menudo sólo se desembarazaba de ellas con pérdidas. Entre otras, vendió en trescientos mil francos, en la calle de Marignan, un hotel por el cual debía aún trescientos ochenta mil. Había inventado una jugada de su estilo, que consistía en exigir diez mil francos por un piso que valía a lo sumo ocho mil; el asustado inquilino sólo firmaba el arriendo cuando el propietario accedía a regalarle los dos primeros años de alquiler; el piso quedaba reducido de esta forma a su precio real, pero el arrendamiento llevaba la cifra de diez mil francos al año, y, cuando Saccard encontraba un comprador y capitalizaba los ingresos del inmueble, llegaba a una auténtica fantasmagoría en el cálculo. No pudo aplicar este timo a lo grande; sus casas no se alquilaban; las había edificado demasiado pronto; perdidas en medio de desmontes, en pleno fango, en invierno, su situación las perjudicaba considerablemente. El asunto que más le afectó fue la gran pillería de Mignon y Charrier, que le compraron el hotel cuya construcción había tenido que abandonar, en el bulevar Malesherbes. A los contratistas les habían entrado por fin las ganas de habitar en «su bulevar». Como habían vendido su parte de solares de plusvalía, y olfateaban los apuros de su ex socio, se ofrecieron a desembarazarlo del cercado en cuyo centro se alzaba el hotel hasta el suelo del primer piso, con la armazón de hierro parcialmente colocada. Sólo que motejaron de inútiles cascotes aquellos sólidos cimientos de piedra de sillería, diciendo que habrían preferido el suelo desnudo, para construir a su gusto. Saccard tuvo que vender, sin tener en cuenta los ciento y pico mil francos que ya había gastado. Y lo que le exasperó aún más fue que los contratistas nunca quisieron recobrar el terreno a doscientos cincuenta francos el metro, cifra pagada cuando la partición. Le rebajaron veinticinco francos por metro, como esas prenderas que no dan más de cuatro francos por un objeto que han vendido en cinco la víspera. Dos días después, Saccard tuvo el dolor de ver un ejército de albañiles que invadían el cercado de tablas y continuaban edificando sobre los «cascotes inútiles».
Representaba, pues, tanto mejor sus apuros ante su mujer, cuanto que sus asuntos se enredaban cada vez más. No era un hombre como para confesarse por amor a la verdad.
—Pero, señor mío —dijo Renée con aire de duda—, si usted se encontraba en aprietos, ¿por qué haberme comprado ese tembleque y ese collar que le han costado, creo, sesenta y cinco mil francos?… No sé qué hacer con esas joyas; voy a verme obligada a pedirle permiso para deshacerme de ellas para darle algo a cuenta a Worms.
—¡Se guardará usted mucho! —exclamó él con inquietud—. Si mañana no le ven esas joyas en el baile del Ministerio, empezarán los cotilleos sobre mi situación… —Estaba bonachón, esa mañana. Acabó por sonreír y por murmurar guiñando los ojos—: Mi querida amiga, nosotros, los especuladores, somos como las mujeres bonitas, tenemos nuestras marrullerías… Le ruego que conserve su tembleque y su collar, por amor a mí.
No podía contar la historia, que era de lo más bonita, aunque un poco atrevida. Al final de una cena Saccard y Laure cerraron un tratado de alianza. Laure estaba acribillada a deudas y sólo pensaba en encontrar un buen jovencito que quisiera raptarla y conducirla a Londres. Saccard, por su parte, sentía el suelo abrirse bajo sus pies; su imaginación acorralada buscaba un expediente que lo mostrara ante el público tendido en un lecho de oro y billetes de banco. La mujer de vida alegre y el especulador, en las semiembriaguez de los postres, se entendieron. A él se le ocurrió la idea de aquella venta de diamantes que congregó a todo París y en la cual él compró, dando mucho que hablar, joyas para su mujer. Después, con el producto de la venta, alrededor de cuatrocientos mil francos, logró satisfacer a los acreedores de Laure, a quienes ésta debía más o menos el doble. E incluso ha de creerse que retiró del juego parte de sus setenta y cinco mil francos. Cuando se le vio liquidar la situación de la De Aurigny, pasó por su amante, se creyó que pagaba la totalidad de sus deudas, que hacía locuras por ella. Todas las manos se tendieron hacia él, el crédito volvió, formidable. Y en la Bolsa se bromeaba sobre su pasión con sonrisas y alusiones que le encantaban. Durante ese tiempo, Laure de Aurigny, puesta en primer plano por todo aquel jaleo, y en casa de la cual él no pasó ni una sola noche, fingía engañarlo con ocho o diez imbéciles seducidos por la idea de robar a un hombre tan colosalmente rico. En un mes, tuvo dos mobiliarios y más diamantes de los que había vendido. Saccard había adquirido la costumbre de ir a fumar un puro a su casa, por la tarde, al salir de la Bolsa; a menudo vislumbraba faldones de levita que huían, alarmados, entre las puertas. Cuando estaban solos, no podían mirarse sin reír. Él la besaba en la frente, como a una perversa cuya tunantería le entusiasmaba. No le daba un céntimo, e incluso una vez ella le prestó dinero, para una deuda de juego.