La isla misteriosa (53 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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—¡Aves! —exclamó Harbert.

Eran infinitas aves marinas de blanco y lustroso plumaje. Se habían abatido por centenares de millas por el islote y la costa y desaparecieron a lo lejos, dejando a los colonos con la boca abierta, como si hubieran asistido a una mutación de decoraciones que hubiese hecho suceder el invierno al verano en alguna representación de magia. Por desgracia el cambio fue tan repentino, que ni el periodista ni el joven lograron matar una, cuya especie no pudieron reconocer.

Pocos días después, el 26 de marzo, se cumplieron dos años desde que los náufragos del aire habían sido arrojados a la isla.

19. Piensan en su futuro y antes quieren conocer la isla a fondo

¡Dos años! ¡Y en dos años los colonos no habían tenido ninguna comunicación con sus semejantes! Estaban sin noticias del mundo civilizado, perdidos en aquella isla, como si se hallasen en el más pequeño asteroide del mundo solar.

¿Qué pasaba en el país? El recuerdo de la patria continuaba vivo en su mente, de aquella patria destrozada por la guerra civil, cuando salieron de ella, y tal vez se vería aún ensangrendata por la rebelión del Sur. Este pensamiento era muy doloroso para los colonos, y muchas veces hablaban de ello, sin dudar jamás, a pesar de todo, del triunfo de la causa del Norte, como lo exigía el honor de la confederación americana.

En aquellos dos años ni un buque había pasado a la vista de la isla, al menos no habían percibido una vela. Era evidente que la isla Lincoln estaba fuera del rumbo acostumbrado de los buques y hasta era desconocida, lo cual, por otra parte, estaba demostrado por los mapas, porque, a falta de puerto, su aguada debía atraer a los barcos que tuviesen necesidad o deseo de renovar su provisión de agua. Pero el mar que la rodeaba continuaba desierto en toda la extensión a que alcanzaba la vista, y los colonos debían contar sólo con ellos para volver a la patria.

Sin embargo, había una probabilidad de salvación, y ésta fue discutida precisamente un día de la primera semana de abril por los colonos reunidos en el Palacio de granito.

Acababan de hablar de América y del país natal, el cual tan poca esperanza tenían los colonos de volver a ver.

—Decididamente —dijo Gedeón Spilett— no tendremos más que un medio, uno solo, de salir de la isla Lincoln: construir un buque bastante grande para poder hacer en él una travesía de muchos centenares de millas. Me parece que quien hace una chalupa, bien puede hacer un buque.

—Y puede ir a las islas Pomotú —añadió Harbert— el que ha llegado hasta Tabor.

—No digo que no —repuso Pencroff, que tenía siempre voto preferente en las cuestiones marítimas—; no digo que no, aunque no es lo mismo hacer una travesía corta que hacerla larga. Si nuestra chalupa se hubiera visto amenazada de algún mal golpe de viento en su viaje a Tabor, sabríamos que el puerto no estaba lejos, pero mil doscientas millas son mucha distancia. Eso hay que andar al menos para llegar a la tierra más próxima.

—Y en caso necesario, Pencroff, ¿no intentaría esa aventura? —preguntó el periodista.

—Yo soy capaz de intentar todo lo que se quiera, señor Spilett —contestó el marino—, y sabe muy bien que no me tiro para atrás.

—Ten presente también —observó Nab— que ahora contamos con otro marino.

—¿Quién? —preguntó Pencroff.

—Ayrton.

—Justo —dijo Harbert.

—¡Si consiente en venir! —observó Pencroff.

—¡Bueno! —dijo Spilett—, ¿cree que, si el yate de lord Glenarvan se hubiera presentado en la isla Tabor, cuando Ayrton la habitaba todavía, se habría negado nuestro compañero a marchar?

—Olvidan, amigos míos —dijo entonces Ciro Smith—, que Ayrton, durante los últimos años de su estancia en aquel islote, había perdido la razón. Pero la cuestión no es ésa: la cuestión es si debemos contar, entre las probabilidades que tenemos de salvación, con la vuelta del buque escocés. Ahora bien, lord Glenarvan prometió a Ayrton venir a recogerlo a la isla Tabor, cuando creyera expiados sus crímenes. Creo que vendrá.

—Sí —dijo el corresponsal—. Añadiré que vendrá pronto, porque hace doce años que Ayrton fue abandonado.

—¡Ah! —exclamó Pencroff—, estoy de acuerdo en que ese lord volverá y hasta en que volverá pronto. Pero ¿adónde arribará? ¿A la isla Tabor o a la Lincoln?

—Ahí está, sobre todo porque la isla Lincoln no está en ningún mapa —dijo Harbert.

—Por eso, amigos míos —observó el ingeniero—, debemos tomar las precauciones necesarias para poner en la isla Tabor una señal que indique nuestra existencia y la de Ayrton en Lincoln.

—Evidentemente —repuso el periodista—, y nada más fácil que depositar en aquella cabaña, que fue morada del capitán Grant y de Ayrton, una nota que dé la situación de nuestra isla, noticia que lord Glenarvan o su tripulación no puede menos de encontrar.

—Es una lástima —dijo el marino— que olvidásemos esa precaución en nuestro primer viaje a la isla Tabor.

—¿Y cómo la íbamos a tomar? —repuso Harbert—. No conocíamos en aquel momento la historia de Ayrton; ignorábamos que algún día irían en su busca y, cuando hemos conocido esta historia, la estación estaba muy avanzada y no nos ha permitido volver a la isla Tabor.

—Sí —dijo Ciro Smith—, es demasiado tarde, y habrá que aplazar esa travesía para la primavera próxima.

—¿Y si entretanto viniera el yate escocés? —dijo Pencroff.

—No es probable —repuso el ingeniero—, porque lord Glenarvan no elegirá el invierno para aventurarse en estos mares lejanos. O ha venido a la isla Tabor desde que Ayrton está con nosotros, es decir, desde hace cinco meses, y se ha marchado ya, o vendrá más tarde, y habrá tiempo, cuando lleguen los primeros días buenos de octubre, de ir a la isla Tabor para dejar allí esa nota.

—Sería una verdadera desgracia —dijo Nab— que el
Duncan
se hubiese presentado en estos mares durante esos cinco meses.

—Espero que no —dijo Ciro Smith—, y que el cielo no nos haya privado de la mejor probabilidad de salvación que nos queda.

—Creo —observó Spilett— que de todos modos sabremos a qué atenernos, cuando hayamos vuelto a la isla Tabor, porque, si los escoceses han estado en ella, necesariamente habrán dejado huellas de su paso.

—Es evidente —contestó el ingeniero—. Así, pues, amigos míos, ya que tenemos esta probabilidad de volver a nuestra patria, esperemos con paciencia. Si falla, entonces veremos lo que hemos de hacer.

—En todo caso —dijo Pencroff—, quede sentado que, si salimos de la isla Lincoln de una manera o de otra, no será porque en ella nos haya ido mal.

—No, Pencroff —repuso el ingeniero—; será porque aquí estamos lejos de todo lo que más ama el hombre en el mundo: su familia, sus amigos, su país natal.

Resuelto así el asunto, no se volvió a tratar de emprender la construcción de un buque bastante grande para aventurarse a un viaje en dirección de los archipiélagos, hacia el norte, o de Nueva Zelanda, hacia el oeste. Ocupáronse únicamente los colonos en las tareas acostumbradas para prepararse a pasar el tercer invierno en el Palacio de granito.

Sin embargo, se acordó también que antes que llegara el mal tiempo se emplearía la chalupa en un viaje alrededor de la isla. No estaba terminado todavía el reconocimiento completo de las costas, era muy imperfecta la idea que tenían los colonos del litoral al oeste y al norte, desde la desembocadura del río de la Cascada hasta el cabo Mandíbula, así como de la estrecha bahía que se abría entre ellos como una quijada de tiburón.

Pencroff propuso aquella excursión. Ciro Smith la aprobó, porque quería examinar por sí mismo toda aquella parte de sus dominios.

El tiempo estaba entonces variable, pero el barómetro no oscilaba con movimientos bruscos y podía contarse con poder hacer una navegación feliz. Precisamente en la primera semana de abril, después de una baja barométrica, se señaló la subida por un fuerte viento del oeste, que duró cinco o seis días; después la aguja del instrumento volvió a quedar fija en una altura de veintinueve pulgadas y nueve décimas (759 mm., 45), y las circunstancias parecieron propicias para la exploración.

Se fijó la partida para el día 16 de abril, y se transportaron al
Buenaventura,
que estaba anclado en el puerto del Globo, las provisiones necesarias para un viaje de alguna duración.

Ciro Smith anunció a Ayrton la expedición proyectada, invitándole a tomar parte en ella, pero éste optó por establecerse en el Palacio de granito durante la ausencia de sus compañeros. Maese
Jup
debía hacerle compañía, a lo cual no opuso ninguna objeción.

El 16 de abril, por la mañana, todos los colonos, acompañados de
Top,
se embarcaron. El viento soplaba del sudoeste: era una brisa, y el
Buenaventura,
al salir del puerto del Globo, tuvo que voltejear para tomar el promontorio del Reptil.

De las noventa millas que medía el perímetro de la isla, unas veinte pertenecían a la costa del sur, desde el puerto hasta el promontorio. De aquí la necesidad de andar esas veinte millas navegando de bolina, porque el viento era absolutamente de proa.

Hubo que emplear todo el día para llegar al promontorio, porque la embarcación, al salir del puerto, no encontró más que dos horas de flujo, que le fue muy difícil de aguantar. La noche había llegado ya cuando el
Buenaventura
dobló el promontorio.

Pencroff propuso entonces al ingeniero continuar el viaje lentamente con dos rizos de la vela, pero Ciro Smith prefirió fondear a pocos cables de tierra, a fin de examinar aquella parte de la costa cuando llegara el día. Se acordó también que, puesto que se trataba de una exploración minuciosa del litoral, no se navegaría durante la noche y que, al atardecer, se anclaría cerca de tierra, mientras el tiempo lo permitiese.

Pasaron la noche al abrigo del promontorio y, habiendo caído el viento con la bruma, no se turbó el silencio de las horas nocturnas. Los pasajeros, a excepción del marino, durmieron quizá algo peor a bordo del
Buenaventura,
de lo que habrían dormido en sus habitaciones del Palacio de granito, pero durmieron.

Al día siguiente, 17 de abril, al amanecer, aparejó Pencroff, y con viento largo y amuras a babor, pudo abarloarse a la costa occidental.

Los colonos conocían aquella costa frondosa, puesto que habían recorrido a pie sus orillas; sin embargo, excitó de nuevo toda su admiración. Iban costeando lo más cerca posible de tierra, moderando la velocidad del buque para poder observarlo todo y teniendo solamente cuidado de no chocar con algunos troncos de árboles que flotaban acá y allá. Muchas veces echaron el ancla para que Gedeón Spilett tomara varias vistas fotográficas de aquel magnífico litoral.

Hacia las doce de la mañana el
Buenaventura
llegó a la desembocadura del río de la Cascada. Al otro lado, en su orilla derecha, volvían a presentarse los árboles, pero más esparcidos, y tres millas más lejos no formaban más que pequeños grupos aislados, entre los contrafuertes occidentales del monte, cuya árida ladera se prolongaba hasta el litoral.

¡Qué contraste entre la parte sur y la parte norte de aquella costa!

Tan frondosa y verde como era aquélla, era ésta áspera y escarpada.

Parecía como una de esas
costas de hierro,
como las llaman en ciertos países, y su violenta contextura indicaba que se había producido una verdadera cristalización en el basalto, aún hirviente, de las épocas geológicas: amontonamiento de aspecto terrible, que hubiera espantado a los colonos si la casualidad les hubiese arrojado sobre aquella parte de la isla. Cuando estaban en la cima del monte Franklin, no habían podido reconocer el aspecto profundamente siniestro de aquella playa, porque la dominaban desde un punto demasiado alto; pero visto desde el mar, se presentaba aquel litoral con un carácter tan extraño, que no era fácil encontrar otro equivalente en ningún rincón del mundo.

El
Buenaventura
pasó por delante de aquella costa, siguiéndola por espacio de media milla, y entonces fue fácil ver que se componía de bloques de todas dimensiones, desde veinte hasta trescientos pies de altura y de todas formas, cilíndricos como torres, prismáticos como campanarios, piramidales como obeliscos, cónicos como chimeneas de fábrica. Un ventisquero de los mares glaciales no se hubiera dibujado más caprichosamente en su sublime horror. Aquí puentes arrojados de una roca a otra; allá arcos dispuestos como los de una nave, cuya profundidad no podía descubrir la mirada; en un sitio grandes excavaciones, cuyas bóvedas presentaban un aspecto monumental; en otros un verdadero caos de puntas, de pirámides pequeñas y de flechas, como jamás ha contado ninguna catedral gótica. Todos los más variados caprichos de la naturaleza contribuían a formar aquel litoral grandioso que se prolongaba en una longitud de ocho a nueve millas.

Ciro Smith y sus compañeros le miraban con una sorpresa que rayaba en la estupefacción; pero si permanecían mudos,
Top,
por su parte, no dejaba de lanzar ladridos, que eran repetidos por los mil ecos de la muralla basáltica. El ingeniero llegó a observar que aquellos ladridos tenían algo raro, como los que el perro lanzaba a la boca del pozo del Palacio de granito.

—¡Atraquemos! —dijo.

Y el
Buenaventura
vino a pasar rasando todo lo posible las rocas del litoral. ¿Existiría alguna gruta que conviniese explorar?... Ciro Smith no vio nada, ni una caverna, ni una anfractuosidad, que pudieran servir de retiro a un ser cualquiera, porque el pie de las rocas se bañaba en la resaca misma de las aguas. Pronto cesaron los ladridos de
Top
y la embarcación recobró la distancia que antes llevaba a pocos cables del litoral.

En la parte noroeste de la isla la playa volvió a presentarse llana y arenosa. Algunos árboles raros se levantaban sobre una tierra baja y pantanosa, que los colonos habían entrevisto ya; y contrastando violentamente con la otra costa tan desierta, la vida se manifestaba allí por la presencia de miríadas de aves acuáticas.

Por la tarde el
Buenaventura
fondeó en una pequeña ensenada del litoral, al norte de la isla y bastante cerca de tierra, pues las aguas eran muy profundas en aquel sitio. La noche transcurrió pacíficamente, porque la brisa se extinguió, por decirlo así, con los últimos resplandores del día y no volvió a presentarse hasta las primeras claridades del alba.

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