La isla misteriosa (64 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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7. Buscan a Ayrton y hieren a Harbert

Al grito de Harbert, Pencroff, dejando caer el arma, se lanzó hacia él:

—¡Lo han matado! ¡Hijo mío! ¡Harbert! ¡Lo han matado!

Ciro Smith y Gedeón Spilett se precipitaron también a donde estaba Harbert y el periodista examinó si el corazón del pobre joven latía aún.

—¡Vive! —dijo—, pero hay que trasladarlo.

—¿Al Palacio de granito? ¡Es imposible! —contestó el ingeniero.

—A la dehesa, entonces —exclamó Pencroff.

—Un instante —dijo Ciro Smith.

Y se lanzó hacia la izquierda, dando vuelta al recinto. Se vio ante un bandido, que, apuntándole, disparó y le atravesó el sombrero con una bala. Pocos segundos después, antes de que tuviera tiempo de disparar el segundo tiro, caía aquel pirata herido en el corazón por el puñal de Ciro Smith, más seguro todavía que su fusil.

Entretanto, Gedeón Spilett y el marino se levantaron sobre las estacas de la empalizada, saltaron el recinto, derribando los puntales que mantenían la puerta interiormente, se precipitaron en la casa vacía y poco después el pobre Harbert reposaba en la cama de Ayrton.

Ciro Smith no tardó en llegar.

Al ver a Harbert desmayado, el dolor del marino fue terrible.

Sollozaba, lloraba y quería romperse la cabeza contra la pared. Ni el ingeniero ni el periodista lograban calmarlo: la emoción los sofocaba también y no podían hablar.

Sin embargo, hicieron cuanto estaba en su mano para disputar a la muerte al pobre joven que agonizaba a su vista. Gedeón Spilett, cuya vida estaba llena de tantas aventuras, poseía algunos conocimientos prácticos de medicina general. Sabía un poco de todo y en muchas circunstancias había tenido necesidad de curar heridas producidas por arma blanca o por arma de fuego. Procedió, ayudado de Ciro Smith, a dar a Harbert el socorro que reclamaba su estado.

Lo primero que sorprendió al periodista fue el sopor general que consumía las fuerzas de Harbert, sopor debido, sin duda, bien a la hemorragia, bien a la conmoción, si la bala había dado en algún hueso con bastante fuerza para determinar una violenta sacudida.

Harbert estaba muy pálido y su pulso era tan débil, que Gedeón Spilett lo sentía a largos intervalos, como si hubiera estado a punto de detenerse. Al mismo tiempo, había una insensibilidad casi completa y un desmayo absoluto: síntomas todos muy graves.

Desnudaron el pecho de Harbert y, habiéndose detenido la hemorragia con los pañuelos, lo lavaron con agua fresca.

Entonces apareció la contusión o, mejor dicho, la herida contusa.

Vieron un agujero oval en el pecho entre la tercera y cuarta costillas. Por allí había entrado la bala.

Ciro Smith y Gedeón Spilett volvieron al pobre joven, que lanzó un gemido tan débil, que hubiera podido creerse que era su último suspiro.

Otra herida contusa ensangrentaba la espalda de Harbert, de la cual se escapó inmediatamente la bala que le había herido.

—¡Dios sea loado! —dijo el periodista—. La bala no ha quedado en el cuerpo y no tendremos necesidad, por lo tanto, de extraerla.

—Pero... ¿y el corazón? —preguntó Ciro Smith.

—El corazón no ha sido tocado, porque de lo contrario el pobre Harbert habría muerto.

—¡Muerto! —exclamó Pencroff, dando un grito.

El marino no había oído más que las últimas palabras del periodista.

—No, Pencroff —dijo Ciro Smith—, no. No está muerto. Su pulso late todavía y ha lanzado un gemido, pero por el interés mismo de nuestro hijo cállese. Necesitamos serenidad, no nos la haga perder, amigo.

Pencroff guardó silencio, pero reaccionó y su rostro se inundó de lágrimas.

Entretanto, Gedeón Spilett trataba de reunir sus recuerdos médicos para proceder con método. Según lo que había observado, no era dudoso para él que la bala había entrado por el pecho y salido por la espalda.

Pero ¿qué estragos había causado a su paso? ¿Qué órganos vitales había tocado? Habría costado trabajo a un cirujano de profesión decirlo en aquel momento, con mayor razón al periodista.

Este, sin embargo, sabía una cosa: que se necesitaba, ante todo, evitar la estrangulación inflamatoria de las partes lesionadas, para combatir después la inflamación local y fiebre, que resultarían de la herida, herida mortal tal vez. Ahora bien, ¿qué tópicos, qué antiflogísticos debían emplearse? ¿Por qué medios evitar la inflamación?

En todo caso, lo que importaba era hacer la cura de las dos heridas sin tardar. No creyó necesario Gedeón Spilett excitar la salida de la sangre, lavándolas con agua tibia y comprimiendo los labios: la hemorragia había sido muy abundante y Harbert estaba demasiado debilitado por la pérdida de sangre.

Creyó, pues, que debía contentarse con lavar las dos heridas con agua fría.

Harbert estaba echado sobre el lado izquierdo y en esta posición fue mantenido.

—Es preciso que no se mueva —dijo Gedeón Spilett—. Está en la posición más favorable para que las heridas de la espalda y del pecho puedan supurar con facilidad. Necesita un reposo absoluto.

—¡Qué! ¿No podremos trasladarlo al Palacio de granito? —preguntó el marino.

—No, Pencroff —contestó el periodista.

—¡Maldición! —exclamó el marino, levantando los puños hacia el cielo.

—¡Pencroff! —dijo Ciro Smith.

Gedeón Spilett volvió a examinar al joven herido con atención.

Harbert continuaba tan espantosamente pálido, que el periodista se turbó.

—Ciro —dijo—, yo no soy médico..., me encuentro en una perplejidad terrible. Debe ayudarme con sus consejos y su experiencia.

—Cálmese, amigo —dijo el ingeniero estrechándole la mano—. Juzgue con serenidad..., piense sólo que debemos salvar a Harbert.

Estas palabras devolvieron a Gedeón Spilett el dominio sobre sí mismo, que había perdido en un instante de desaliento, al considerarla responsabilidad que pesaba sobre él. Se sentó junto a la cama mientras Ciro Smith permaneció de pie junto a él. Pencroff había desgarrado su camisa y maquinalmente hacía hilas.

Gedeón Spilett explicó a Ciro Smith que ante todo creía deber detener la hemorragia, pero no cerrar las dos heridas, ni provocar su cicatrización inmediata, porque había habido perforación interior y era necesario no dejar que la supuración se acumulase en el pecho.

Ciro Smith aprobó este parecer y decidió que se hiciera la cura de las dos heridas sin tratar de cerrarlas por una coaptación inmediata. Por fortuna las heridas no presentaban un aspecto que requiriese operación para mantener los labios separados.

Y ahora, ¿poseían los colonos un agente eficaz para obrar contra la inflamación que iba a sobrevenir? Sí, tenían uno, porque la naturaleza lo ha prodigado generosamente. Tenían el agua fría, es decir, el sedativo más poderoso que puede usarse contra la inflamación de las heridas, el agente terapéutico más eficaz en los casos graves y que está adoptado por todos los médicos. El agua fría tiene también la ventaja de proporcionar a la herida un reposo absoluto y de evitar una curación prematura, ventaja considerable, porque la experiencia ha demostrado que el contacto del aire es funesto durante los primeros días.

Ciro Smith y Gedeón Spilett razonaban así con su simple buen sentido y obraron como lo habría hecho el mejor cirujano. Se aplicaron compresas de tela sobre las dos heridas del pobre Harbert y se tuvo cuidado de tenerlas constantemente empapadas en agua fría.

El marino había encendido fuego en la chimenea de la habitación, que no carecía de las cosas más necesarias para la vida. Había azúcar de arce y plantas medicinales, las mismas que el joven había recogido a orillas del lago Grant, que permitieron hacer algunas tisanas refrigerantes, que Harbert tomó sin darse cuenta de nada. Su fiebre era muy alta y todo el día y toda la noche pasaron así, sin que recobrara el conocimiento. La vida de Harbert estaba pendiente de un hilo y aquel hilo podía romperse en un instante.

A la mañana siguiente, 12 de noviembre, Ciro Smith y sus compañeros recobraron alguna esperanza. Harbert había vuelto de su largo sopor: abrió los ojos, conoció a Ciro Smith, al periodista y a Pencroff y pronunció dos o tres palabras. No sabía lo que había pasado: se lo dijeron, y Gedeón Spilett le suplicó que guardara reposo absoluto, diciéndole que su vida no corría peligro y que sus heridas cicatrizarían en pocos días. Por lo demás, Harbert casi no sentía dolor y el agua fría con que las bañaban incesantemente impedía la inflamación de las heridas. La supuración se establecía de un modo regular, la fiebre no tendía a aumentarse y se podía esperar que la cobarde agresión no tendría consecuencias funestas. Pencroff sintió ensancharse su corazón poco a poco: era una hermana de la caridad, una madre junto al lecho de su hijo.

Harbert se aletargó de nuevo, pero esta vez el sueño parecía mejor.

—Repítame que tiene esperanzas, señor Spilett —dijo Pencroff—, repítame que salvará a Harbert.

—Sí, lo salvaremos —dijo el periodista—. La herida es grave y quizá la bala ha atravesado el pulmón, pero la perforación de este órgano no es mortal.

—¡Dios le oiga! —exclamó Pencroff.

Como es de suponer, en el espacio de veinticuatro horas que hacía que estaban los colonos en la dehesa, no habían tenido más pensamiento que el de cuidar a Harbert. No habían pensado en el peligro que podía amenazarlos, si volvían los presidiarios, ni en las precauciones que deberían tomarse para el futuro.

Pero aquel día, mientras Pencroff velaba junto al lecho del enfermo, Ciro Smith y el periodista hablaron de lo que convenía hacer.

Comenzaron por recorrer la dehesa y no encontraron vestigios de Ayrton. ¿Se habían apoderado de este desgraciado sus antiguos cómplices? ¿Le habían sorprendido en la dehesa? ¿Había luchado y sucumbido en la lucha? Esta última hipótesis era la más probable.

Gedeón Spilett, en el momento en que trepaba por la empalizada, había visto a uno de los bandidos huir por el contrafuerte sur del monte Franklin y hacia el cual
Top
se había precipitado. Era uno de los que iban en la canoa que se había estrellado contra las rocas en la desembocadura de la Merced. Además, el otro, a quien Ciro Smith había matado y cuyo cadáver fue encontrado fuera del recinto, pertenecía también a la partida de Bob Harvey.

En cuanto a la dehesa, no había sufrido ninguna devastación. Las puertas estaban cerradas y los animales domésticos no habían podido dispersarse por el bosque. No se veía tampoco señal alguna de lucha ni deterioro en la habitación ni en la empalizada, solamente habían desaparecido con Ayrton las municiones que tenía.

—El desgraciado habrá sido sorprendido —dijo Ciro Smith— y, como no era hombre de entregarse sin lucha, habrá sucumbido.

—Sí, es probable —añadió el periodista—. Después los presidiarios se instalaron en la dehesa, donde tenían comestibles en abundancia, y han huido cuando nos han visto llegar. Es evidente también que en aquel momento, Ayrton, muerto o vivo, no estaba aquí.

—Habrá que registrar el bosque —dijo el ingeniero— y purgar la isla de esos miserables. Los presentimientos de Pencroff no lo engañaban, cuando quería que les diéramos caza como fieras. Si lo hubiéramos hecho, nos habríamos ahorrado muchas desgracias.

—Sí —dijo el periodista—, pero ahora tenemos el derecho de exterminarlos sin piedad.

—En todo caso —dijo el ingeniero—, necesitamos esperar y permanecer en la dehesa hasta que Harbert pueda ser trasladado sin peligro al Palacio de granito.

—¿Y Nab? —preguntó el corresponsal.

—Nab está seguro.

—¿Y si, alarmado por nuestra ausencia, se aventurase a venir?

—Es preciso que no venga —contestó Ciro Smith—. Sería asesinado en el camino. —Sin embargo, lo más probable es que trate de reunirse con nosotros.

—¡Ah! Si funcionase el telégrafo, le podríamos avisar, pero es imposible. En cuanto a dejar solos aquí a Pencroff y Harbert no hay que pensar en ello... Pues bien, yo iré solo al Palacio de granito.

—No, no, Ciro —intervino el periodista—. No se exponga así, porque de nada le serviría su valor. Esos miserables, evidentemente, vigilan la dehesa y están emboscados entre la espesura que la rodea. Si fuese solo, tendríamos que sentir dos desgracias en vez de una.

—Pero ¿y Nab? —repitió el ingeniero—. Ya hace veinticuatro horas que está sin noticias nuestras. Querrá venir.

—Y como estará aún menos prevenido que nosotros para evitar una sorpresa —añadió Gedeón Spilett—, será indudablemente atacado.

—¿No hay medio de avisarlo?

Mientras el ingeniero reflexionaba, se fijaron sus miradas en
Top,
que iba y venía de un lado a otro, y parecía decir: “¿No estoy yo aquí para eso? “


¡Top!
—exclamó Ciro Smith.

El animal llegó de un salto junto a su amo.

—Sí,
Top
irá —dijo el periodista, que había comprendido la intención del ingeniero
Top—
pasará por donde nosotros no podríamos pasar, llevará al Palacio de granito noticias de la dehesa y nos traerá razón de Nab.

—¡Pronto! —respondió Ciro Smith—¡Pronto!

Gedeón Spilett arrancó rápidamente una hoja de su cuaderno y escribió las siguientes líneas:

Harbert, herido. Estamos en la dehesa. Ten mucho cuidado. No salgas del Palacio de granito. ¿Se han presentado los piratas por ahí? Respuesta por Top.

Este billete lacónico contenía todo lo que Nab debía saber y le preguntaba todo lo que los colonos tenían interés en conocer. Gedeón Spilett lo dobló y ató al cuello de
Top,
de manera que estuviese visible.


¡Top!
—dijo entonces el ingeniero acariciando al animal—. ¡Nab,
Top!

¡Nab,
Top,
anda, anda!

Top
empezó a dar saltos, adivinando sin duda lo que se exigía de él. El camino del Palacio de granito le era familiar. En menos de media hora podía atravesar la distancia que le separaba. Donde Ciro Smith y el periodista no hubieran podido aventurarse sin peligro,
Top,
corriendo entre las hierbas o por la linde del bosque, pasaría sin ser visto.

El ingeniero llegó hasta la puerta de la dehesa y, abriendo una de sus hojas, repitió:

—¡Nab,
Top!
¡Nab,
Top!
—tendiendo la mano en dirección al Palacio de granito.

El perro se lanzó fuera del recinto y desapareció a los pocos momentos.

—¿Llegará? —dijo el periodista.

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