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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

La isla de los perros (52 page)

BOOK: La isla de los perros
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—En cualquier caso, no tendrías que haber estado en la cárcel. —Regina se vio sorprendida por su propia amabilidad—. Yo nunca te he visto hacer nada malo ni he tenido miedo de ti.

—Oh, gracias, señorita Regina. —Pony sonrió, confundido. No estaba acostumbrado a que Regina opinase sobre su situación o a que advirtiera siquiera que tenía vida propia—. Se lo agradezco, y creo que puedo ayudarla con Trip. Me parece que sólo responde a órdenes de una o dos palabras. Si uno intenta conversar con él, se confunde y no atiende.

Regina se animó un poco.

—Si le escribo una lista de órdenes, esta noche tal vez pueda ayudarnos con él en la carrera —sugirió Pony—. He leído algunos de los papeles que dejó el adiestrador, y ese tipejo es todo un experto. Lo único que tendrá que hacer es ponerle un pañal y meterlo en la limusina o en el helicóptero. Mi mujer está ahora en el cuarto de la colada preparando una manta con el emblema de la Commonwealth de Virginia para que se la coloque debajo del arnés.

El humor de Regina siguió mejorando, como si la depresión y el mal talante hubiesen sido una pared inmóvil durante toda su vida y de repente el sólido y opresivo muro de infelicidad comenzara a resquebrajarse. Pensó en Andy, en cómo le había enseñado a demostrar compasión y repitió mentalmente un par de frases simpáticas mientras Pony seguía hablándole de Trip, de cómo había aprendido a hacer sus necesidades en un sitio concreto, de cómo ponerle las zapatillas de tenis y de cómo le gustaban las caricias cuando no estaba trabajando.

—Me alegro de que papá te haya arreglado el tema de los papeles —Regina repitió lo que había ensayado mentalmente varias veces—, pero espero que sigas trabajando para nosotros aun cuando ya no lo necesites.

Pony estaba asombrado y se preguntó si Regina no tendría fiebre. Estaba algo pálida. Aquella mañana no había probado un bocado y ser amable no era propio de ella.

—Me gustaría mucho que me escribieras esa lista de órdenes —Regina siguió desconcertando a Pony con su simpatía—. Papá necesitará algo de ayuda con Trip en la carrera y quiero asegurarme de saber todo lo que hay que saber. Me alegro de que papá tenga un caballito lazarillo. Tal vez ahora ya no necesite más todas esas lupas.

Regina se levantó de la mesa y dobló su servilleta. Para Pony, la chica se había convertido por arte de magia en otra persona.

—Muchas gracias, señorita Regina —dijo el mayordomo—. Le haré esa lista y, si quiere, también puedo enseñarle unas cuantas cosas.

—Gracias a ti, Pony —dijo Regina mientras subía las escaleras para dirigirse a los aposentos de sus padres.

La primera dama estaba sentada ante su escritorio chino labrado y leía algo en Internet que la mantenía absorta.

—¿Dónde está papá? —preguntó Regina al tiempo que acercaba una silla para ver qué miraba su madre con tanto interés.

—Creo que está en el jardín con el pony —respondió la señora Crimm mientras pulsaba la tecla de la flecha descendente.

—A Trip no tendríamos que llamarlo «pony» —replicó Regina en un tono de voz insólitamente prudente—. Es un mini caballo, no un pony, y cuando papá dice «pony esto, pony lo otro», Pony cree que le habla a él y se confunde. Y además, probablemente hiere sus sentimientos.

—Sí, supongo que tienes razón. —La primera dama miró a Regina con perplejidad—. Qué amable estás esta mañana. Nunca te había visto así. ¿Te encuentras bien?

—No sé qué ocurre —dijo Regina, mirando por encima del hombro de su madre lo que parecía ser un nuevo artículo del Agente Verdad—, pero he vuelto a soñar con ruedas, mamá, y eso me ha hecho pensar en lo que Andy me dijo camino del depósito. Luego también he pensado en el depósito y me he preguntado si habría terminado allí de haber comido más galletas de esas con las que Major Trader quería envenenar a papá. Y de repente, he empezado a sentir un poco de esperanza. Yo pensaba que la esperanza no existía, ¿sabes?

—Pues claro que existe, querida —dijo la señora Crimm con aire ausente mientras se preguntaba si esos pescadores de la isla encontrarían el tesoro Tory, en el que seguramente habría trébedes procedentes de plantaciones saqueadas. No sabía si los piratas utilizaban trébedes, pero tal vez sí. Lo cierto era que cocinaban a bordo y habría sido muy sensato tener un trébede donde poner la cacerola para evitar que se quemara la madera del barco.

—Cuánto tiempo crees que puede estar un trébede sin oxidarse en el fondo de la bahía? —preguntó la mujer en voz alta mirando a través de unas gafas de montura antigua que llevaba sujetas con una cadena de oro. Tienes que leer esto. Es muy interesante y trata de un antiguo trozo de hierro que seguramente llevará a encontrar el tesoro Tory; y supongo que si un pedazo de hierro se mantiene bien tantos cientos de años bajo el agua, a los trébedes les tiene que ocurrir lo mismo. Muchos de ellos son de hierro.

»Pero debo decirte que no creo que a tu padre le guste mucho esto cuando se lo lea. Estoy segura de que dirá que el tesoro, legalmente, pertenece a la Commonwealth de Virginia. No importa a quién se lo robara Wheeling Bone. ¿Qué derecho tiene Carolina del Norte de apropiarse de algo que se ha encontrado en la bahía de Chesapeake? Lo que importa es que el tesoro está aquí, en Virginia, y por lo tanto pertenece a Virginia, de modo que todos los trébedes que se encuentren deben entregarse a la mansión.

Regina se puso en pie para observar más de cerca lo que su madre estaba leyendo. Aunque ella siempre había defendido que las cosas son de quienes las encuentran, en esta ocasión no estaba tan segura de ello. Si los isleños encontraban el tesoro y hacían con él lo que les diera la gana, el resto del mundo no podría disfrutar del placer de admirar los cañones viejos, las monedas y las joyas en el museo de Virginia.

—Tendrían que compartirse —dijo Regina al tiempo que oía dos pares de zapatillas deportivas acompañadas de unos pies pesados que avanzaban en su dirección.

—Qué ocurre? —Al oír el final de la conversación entre Regina y la señora Grimm, el gobernador hizo su pregunta habitual—. Adelante y sigue caminando —le dijo a Trip, que ya lo hacía y no necesitaba que se lo dijeran.

—Papá, creo que si utilizas menos palabras te entiende mejor —intentó ayudarlo Regina.

—Bien —dijo el gobernador. La palabra «bien» anuló todas las órdenes que Trip había recibido, y el animal se detuvo cerca del escritorio lacado de madreperla donde despachaba sus asuntos la primera dama—. No te he dicho que pares, pero era justo eso lo que quería —le dijo el gobernador al mini caballo al tiempo que le frotaba el hocico—. Creo que entiende mucho más de lo que imaginamos, Regina.

—Es posible —replicó ella—, pero lo que él entiende y lo que tú quieres que haga tal vez sean cosas distintas.

—Comprendo. ¿Qué es eso de los cañones y las joyas que deberían compartirse? —inquirió el gobernador mientras hurgaba en el bolsillo de su bata en busca de la lupa. Por más ayuda que le prestara el caballo, para leer necesitaba la lupa.

Regina parafraseó el ensayo del Agente Verdad y expresó de nuevo su opinión de que el tesoro no tenía que quedárselo quien lo encontrara, sino que debía compartirse con el público.

—Siempre y cuando ciertas piezas vengan a la mansión —se apresuró a añadir la primera dama.

—Tal vez un cañón o dos en el jardín y uno en la parte delantera de la casa —apuntó el gobernador, malhumorado al pensar en ese maldito estado de Carolina del Norte—. Por terrible que fuera ese pirata Wheland, forma parte de la historia de Virginia, y si esos pescadores encuentran primero el tesoro y lo venden a un anticuario, o peor aún, a Carolina del Norte, será mi perdición.

—Oh, Bedford —suplicó la señora Crimm—, tienes que hacer algo antes de que sea demasiado tarde. ¿No podrías enviar un portaaviones o algo para que esos isleños no se lleven el tesoro? ¡No tienen ningún derecho a hacerlo!

—No, no lo tienen —convino Regina, y era la primera vez que no estaba de acuerdo con lo que decía el Agente Verdad—. ¡Qué extraño! —añadió—. ¿A favor de quién está el Agente Verdad? Hasta ahora siempre había dicho cosas muy sensatas, a favor de la verdad y la justicia.

—Tal vez se haya confabulado con los isleños e intente influirme para que les permita quedarse el tesoro —observó el gobernador, que había empezado a ver las cosas cada vez más claras desde que no escuchaba los consejos de Trader ni comía sus galletas—. Voy a emitir un comunicado para avisar a todos los cazadores de tesoros de que no se acerquen a esa nasa de cangrejos con la boya amarilla. Pobres de esos pescadores si se acercan al barco hundido, ¿verdad, compañero? —Dio una palmada a Trip en el lomo.

Tip se apartó de su amo, fue hacia el ascensor y luego dobló a la derecha.

—¡Muy bien! —dijo Regina, admirada de la fuerza y capacidad de decisión de su padre, mientras Trip doblaba de nuevo a la derecha v se detenía ante el reflejo que le devolvía un espejo dorado chippendale.

—Crees que está muy abajo? —preguntó la primera dama mientras imaginaba cofres de oro, vajillas de plata y joyas dignas de una reina.

—¿Abajo? —preguntó Regina en tanto Trip se tumbaba ante el espejo y seguía mirándose, un poco intrigado.

—Si nos basamos en los escritos del Agente Verdad —respondió el gobernador—, debe de estar bastante abajo porque se encuentra en el santuario de cangrejos, que está en una de las zonas más profundas de la bahía, si no me equivoco.

—Menos mal —suspiró la primera dama, aliviada—. Cuanto más hondo, mejor, porque de ese modo les será más difícil encontrarlo. Dudo que esos isleños tengan el equipamiento necesario para bucear tan hondo y subir un cañón grande a la superficie. ¡Si hasta hundiría una de sus barquitas!

Al cabo de una hora, las noticias del tesoro Tory habían corrido como un reguero de pólvora por Internet y las cadenas de radio y televisión, sobre todo en el estado de Carolina del Norte. Los comentaristas preveían una oleada de disturbios cuando los isleños supieran que el gobernador había decretado la orden de que la Guardia Costera arrestara a cualquier pescador que se acercase a menos de cinco millas de la boya amarilla. La Guardia Costera había corrido a patrullar esa zona de la bahía. Los cazadores de tesoros sabían que no les permitirían pasar con sus barcos, que el espacio aéreo entre la costa de Virginia y Tangier estaba cerrado para todo el mundo excepto aviones autorizados y que los barcos de la Armada se disponían a cercar la isla.

El doctor Faux y Fonny Boy se enteraron de la noticia por la radio del coche, después de enviar la fianza por correo y salir de Richmond lo más deprisa posible. Se dirigían a Reedville a toda velocidad, donde el dentista quería detener el barco correo y sobornar al capitán para que los ayudara a buscar la nasa de cangrejos que Fonny Boy había tirado al agua.

—La Guardia Costera no sospechará del barco correo —razonó el dentista mientras Fonny Boy, nervioso, miraba los postes de teléfono que se sucedían a través de la ventanilla.

—¡Esto no es legal! ¡El tesoro es mío! —gritaba Fonny Boy cada dos minutos.

—Iremos a medias —le recordó el doctor Faux—. Me debes lo de la fianza y lo que tenga que pagarle al capitán del barco correo. También necesitaremos equipamiento y eso es caro. Hay un almacén de material cerca de donde atraca el barco correo, pero deberemos darnos prisa y, por el amor de Dios, Fonny Boy, no hagas nada que pueda traernos problemas. Si la policía descubre que hemos estado en Richmond, nos arrestarán de nuevo por quebrantamiento de la libertad condicional y entonces el juez sí que nos encerrará.

—No nos hará nada. —La manera de hablar al revés de Fonny Boy significaba que, si los pescaban mientras sacaban el tesoro, se verían metidos en un buen aprieto.

—Y si aprehenden el barco correo, ¿a nosotros qué nos importa? —replicó el doctor Faux—. No es nuestro. Además, si nos interrogan echaremos la culpa al capitán y diremos que habíamos embarcado para franquear unas cartas y que, cuando nos dimos cuenta, el barco corría hacia el tesoro sin que pudiéramos apearnos de él.

—¡No! —Excitado, Fonny Boy quiso decir lo contrario.

Major Trader y sus compañeros de celda también se enteraron de las noticias porque uno de los guardianes tenía la costumbre de llevar un walkman con el volumen tan alto que los prisioneros oían todas las noticias, anuncios y canciones que se filtraban por sus auriculares.

—Escuchadme —dijo Trader—, en vez de perder el tiempo intentando ahogarme en el retrete, deberíamos aliarnos. Si encontramos la manera de salir de aquí, daremos con el tesoro.

—¿Estás seguro? —preguntó Slim Jim, vacilante—. Aun en el caso de que logremos salir de aquí, ¿cómo encontraremos esa boya y sacaremos todo el tesoro del fondo de la bahía?

—Yo no sé nadar —añadió Snitch.

—Uf, yo tampoco —confesó Stick.

—¡No tendréis que nadar, idiotas! —replicó Trader con impaciencia.

Había cambiado de cama con el chico mexicano, porque si Trader sabía de algo, era de psicología de salón. Su máxima era muy simple: si quieres fingir amistad y simpatía, sienta a la persona a la que deseas manipular en una confortable estancia sin otra cosa entre ella y tú que una mesa de café. Si el objetivo era intimidar, tenías que sentarte tras su mesa, que se convertía en una barrera infranqueable para la persona a la que deseabas aterrorizar. Si lo que buscabas era confundir y humillar, que siempre había sido la táctica preferida por Trader con el gobernador, envenenabas a la persona con laxante y luego insistías en discutir con ella cuestiones importantes.

Al llegar la mañana, vio que la cama de acero del mexicano estaba en el centro de la celda. Si se la quitaba mientras se encontraba en el baño, habría recuperado el papel de líder que tanto deseaba, aunque los otros reclusos no supieran por qué, de repente habían empezado a tratarlo con algo más de respeto. Tras explicar lo terribles que eran los ataques gastrointestinales, Trader ordenó que cuando el vigilante pasara ante la celda el reverendo Justice se doblase de dolor, gimiera y gritase mientras los otros internos lo rodeaban, asustados, y pedían ayuda.

—El guardia entrará en la celda para socorrerlo —explicó Trader—. Cuando lo haga —dijo, dirigiéndose a Stick—, le metes los dedos en los ojos. Y tú, Cat, le quitas la radio. Y tú. Slim Jim, le robas las llaves y tú —señaló al chico mexicano—, metes el dedo en el bolsillo y finges que vas a empezar a disparar porque aquí nadie entiende español. Tú —le dijo por último a Snitch—, tú te quedarás aquí y cuando te interroguen dirás que nuestra fuga estaba bien planeada, que habías oído decir que nos esperaba un coche para llevarnos a Charlotte.

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