La isla de los perros (31 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
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—Gérmenes —murmuró Macovich mientras fuma… ba un cigarrillo, apoyado en el exterior de la cabina de Hooter, y charlaba con ella desde el otro lado de la ven… tanilla a la espera del siguiente coche—. Todo está lleno de gérmenes. ¡Uf…! Recuerdo cuando hice las prácticas del cursillo de primeros auxilios con esos muñecos de goma de tamaño natural; allí tenías suerte si alguien lim… piaba la boca del muñeco de goma antes de que te toca… ra a ti taparle la nariz con los dedos y aplicar tus labios sobre sus labios de goma y soplar. También es un asco cuando llegas al lugar de un accidente y encuentras a al… guien inconsciente y desangrándose y tienes que ponerte guantes dobles y cubrirle el rostro con una máscara de plástico con un agujero en el centro, parecida a esas fundas de papel higiénico desechables que uno encuentra en los lavabos de los aviones. En esa situación, uno sólo espera que el accidentado no le estornude o le vomite encima, o que empiece a moverse, y reza para que no tenga el sida.

—Pero una puede contagiarse de sida tocando dinero —replicó Hooter, y acompañó su aseveración con un gesto de cabeza—. ¿Y cómo sabes que un «homosen… sual» no se encuentra con otro «homosensual» y hacen el amor en el parque y luego, sin haberse lavado las manos, se compra un bocadillo y lo paga con un billete de cinco dólares? Y, a continuación, ese billete se guarda en una cajita de caudales junto a otros cientos de billetes igualmente antihigiénicos y termina en el banco, y allí se lo dan a otro hombre que tiene sida avanzado cuando és… te acude a hacer efectivo un cheque. Y, más tarde, el bi… llete de cinco dólares termina en la barra de un bar de mala muerte donde el camarero se lo echa al sucio bolsi… llo y decide bajar al centro de la ciudad y pasa por mi cabina.

—Eso será lo siguiente —pensó Macovich en voz alta. La conversación le hacía sentirse incómodo y lo lle… vaba a dudar de que volviese a tocar dinero en su vida—. Para pagar cualquier cosa, tendremos que llevar guantes mañana, tarde y noche. Gracias a Dios que cuando po… nemos multas no hemos de tocar dinero…

—Sí, los policías sois afortunados en este aspecto.

Macovich se colocó en mitad del carril y apuntó la linterna al Pontiac Grand Prix que se acercaba. Era un modelo antiguo, con abolladuras, y al agente se le aceleró el pulso al reconocer la matrícula de Nueva York y un sello de inspección caducado. Se acercó a la portezuela del conductor con la mano convenientemente posada sobre el cierre de la pistolera.

—Permiso de conducir y documentos del coche —dijo cuando se abrió la ventanilla. Iluminó con la linterna el rostro asustado de un chico mexicano que no parecía tener la edad reglamentaria para conducir y que, sin duda, era un inmigrante ilegal—. ¿Hablas inglés?

—Sí —respondió el muchacho en español, sin hacer el ademán de mostrar los papeles.

—¿Por qué no le preguntas mejor si lo entiende? —sugirió Hooter en voz alta desde su cabina, donde no tenía nada más que un taburete, un extintor de incendios y su libro de bolsillo.

Macovich repitió lo que sugería Hooter mientras el mexicano se cubría la vista del cegador haz de luz de la linterna.

—No —respondió el muchacho, cada vez más asustado.

—¿No? —Macovich frunció el entrecejo—. ¡Vaya! Pues si no entiendes inglés, ya me dirás cómo has entendido lo suficiente para saber que estaba preguntándote si entendías.

—Creo que no —dijo el mexicano al azar, en su idioma.

—¿Qué dice? —Macovich se volvió hacia Hooter, que se había incorporado en el taburete.

—Supongo que puedo salir; el carril está bloqueado de todos modos —dijo Hooter al agente. Abrió la puerta y abandonó la cabina.

—Qué ha dicho el chico? —Macovich estaba desconcertado—. ¿Ha dicho que va a salir del coche? Porque no me parece que tenga intención de hacerlo ni de colaborar en absoluto.

Hooter sólo captó fragmentos de lo que Macovich decía mientras ella se abrochaba la chaqueta y sacaba del bolsillo una barra de labios. Luego anduvo contoneándose por el asfalto con sus botas de piel sintética de tacones de veinte centímetros. Una de las características del empleo de cobradora era estar constantemente cara al público. Hooter era muy exigente en cuanto a la ropa y al maquillaje y se aseguró de que cada trenza estuviera en su sitio, rematada con la correspondiente cuenta de brillantes colores.

—Eso de no cooperar no está bien, cielo. —Hooter se asomó a la ventanilla abierta del mexicano—. Será mejor que colabores con ese agente grandullón. Nadie quiere problemas, porque ahora mismo están buscando a un sospechoso que bien podrías ser tú. Así que es mejor que colabores, si no quieres empeorar las cosas.

—Hooter, no le cuentes todo eso —le susurró Macovich al oído. El perfume de la cobradora penetró en sus fosas nasales y le envolvió el cerebro—. ¿Qué aroma es ése?

—Poison. —A Hooter le encantó que se hubiera dado cuenta—. Lo compré en Target.

—¿Cómo sabes que buscamos a un sospechoso? —cuchicheó él, sin apartarse del perfume.

—¿Por qué, si no, ibais a cerrar todos los carriles menos el de cambio exacto? —respondió ella—. ¿Acaso crees que me chupo el dedo? Pues ya he corrido mucho, para que te enteres, y soy la cobradora más veterana de este peaje.

—Vale, no lo he dicho con ninguna intención, doña Veterana —Macovich se burló de ella.

—¡No me vengas con ironías!

—No soy irónico con nadie y menos con una mujer bonita como tú. ¿Qué te parece si quedamos para tomar algo cuando acabemos el turno? —Macovich pensó en el crujiente billete de cien dólares que Cat le había dado tras su breve lección de vuelo.

El mexicanito permanecía rígido en su asiento, con los ojos como platos y una mano por visera. Temblaba y se agarraba al volante con tal fuerza que tenía blancos los nudillos.

—¡Por favor! No buena armonía —dijo y miró a Macovich y a Hooter.

Cruz Morales entendía vagamente el inglés y se había acostumbrado a usar las sencillas frases en español que la mayoría de neoyorquinos entendía de inmediato. Sin embargo había un mar de incomprensión entre él y el policía y la mujer de la cabina, y Cruz no podía permitirse más investigaciones. Tenía doce años, un carné falso y había viajado a Richmond a recoger un paquete para sus hermanos mayores. Aunque no sabía qué contenía el paquete envuelto a conciencia que llevaba oculto en el hueco de la rueda de recambio, por el peso podía imaginar que, probablemente, transportaba armas otra vez.

—Me parece que dice que necesita un favor y no sé qué de una armónica —tradujo Hooter—. El chico es demasiado joven y menudo como para hacer daño a nadie. —El instinto maternal se difundió en una nube de aroma—. Quizá necesita un refresco o un café. Todos los mexicanos empiezan a beber café desde que son bien pequeños.

En aquel momento el diente delantero de oro de la mujer parecía el único punto brillante en la existencia de Cruz Morales. Cruzó la mirada con ella y sonrió un poco, con un castañeteo de dientes.

—¿Ves? —Hooter dio un ligero codazo a Macovich y topó con su pistola—. Ya está relajándose. Ahora empezaremos a entendernos con él.

Echó una ojeada a la larga hilera de vehículos que estaban detenidos en su carril. La fila de faros impacientes era interminable, y celebró en su interior que todos acudieran a verla. Por un momento se sintió como una estrella de cine y le abrumó la compasión por el mexicanito, a quien se veía muy asustado y lejos de casa; además, era probable que tuviera frío y estuviera cansado y hambriento.

Hooter se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, buscó entre barras de labios y sacó el pañuelo que le regalara un apuesto agente blanco el año anterior, cuando aquel tipo con la bolsa de papel en la cabeza intentó robar en el peaje y se acabó estrellando contra él. Hooter sacó un bolígrafo, quitó el capuchón y anotó el número de teléfono de su casa en el pañuelo, entregándoselo luego al muchacho del coche.

—Cielo, puedes llamarme siempre que necesites algo —declaró magnánima—. Sé muy bien lo que supone pertenecer a una minoría y que la gente siempre piense lo peor cuando no has hecho otra cosa que coger su dinero lleno de gérmenes o conducir a alguna parte sin reparar, probablemente, en que se te ha pasado la fecha de la revisión.

—¡Fuera del coche! —ordenó Macovich de repente al inmigrante ilegal—. ¡Sal despacio y con las manos siempre a la vista!

Cruz Morales apretó el acelerador a fondo y salió quemando llanta, lanzado a través del paso de peaje, al tiempo que se disparaban las luces y la alarma porque no le dio tiempo a echar las tres monedas de cuarto de dólar en la cesta.

—¡Mierda! —exclamó Macovich y a continuación se palpó el cinturón en busca de las llaves, corrió a su coche sin distintivo y saltó al asiento.

Conectó las luces y las sirenas y salió a toda velocidad. A Hooter le dio la impresión de un árbol de Navidad iluminado y vocinglero, volvió a su cabina de aluminio, hecha a medida del cliente con su cesta para las monedas de acero inoxidable y resistente a vandalismos, y cerró la puerta. El río interminable de faros empezó a avanzar perezosamente hacia ella y la cobradora pensó que ojalá los conductores no estuvieran muy gruñones, después del retraso.

—Qué diablos sucede? —preguntó el primero desde el asiento elevado de su camión remolque—. Si me quedo aquí sentado un minuto más, me convertiré en un esqueleto.

—Entonces, a esa amiguita apetitosa que estoy segura anda esperándote no le quedará gran cosa de ti para darle placer —replicó Hooter, irónica, con un destello de sonrisa—. Oye, me encanta ese adhesivo del arco iris que llevas ahí. —Con un gesto de cabeza, señaló el parabrisas—. Ultimamente los veo cada vez más a menudo, ¿sabes?, como si la gente quisiera ver el lado bueno de las cosas y sentirse esperanzada. Me gustaría tener uno de esos para pegarlo en la cabina.

El conductor se inclinó hacia delante y abrió la guantera.

—Toma —le ofreció un puñado de adhesivos—. Sírvete, colega.

—¿Lo ve? —comentó Hooter al siguiente conductor, que era una mujer, cuando el camión del arco iris continuó la marcha—. Si una es agradable con la gente, el buen rollo se contagia como los gérmenes. Sólo que ser agradable no te pone enferma. —Alargó la mano en-guantada y cogió el billete de un dólar que le tendía Barbie Fogg.

—Yo sé por qué están parados todos esos coches —declaró Barbie—. ¿Ha oído usted lo de ese hombre que han matado ahí, junto al río? Lo cuentan por la radio.

—¡Oh, vaya! —Hooter le devolvió un cuarto de dólar y depositó los setenta y cinco centavos en la cesta del peaje—. Aquí no tengo radio porque no hay tiempo de escucharla. ¿Qué dice que ha pasado, cielo?

Los coches empezaron a accionar las bocinas y convirtieron la interestatal en una bandada inacabable de gansos canadienses en plena emigración.

—La policía no ha querido decírmelo. Pero mañana vendrá todo en el periódico —respondió Barbie—. El problema es que a mí no me llega, de modo que no me enteraré de mucho más.

—Pase por aquí mañana —le dijo Hooter, dándose importancia—. Yo siempre leo el periódico antes de entrar al trabajo. Se lo contaré todo. ¿Cómo se llama, encanto?

Se intercambiaron los nombres y Hooter le dio uno de los adhesivos.

—Póngalo en su vehículo y llevará sonrisas y esperanza a todo el que se cruce con usted —le prometió.

—¡Vaya, gracias! —Barbie se mostró emocionada y encantada—. ¡Lo haré tan pronto como llegue a casa!

Capítulo 19

El gobernador Crimm aplicó tiza en la punta del taco de billar. El humo del cigarro formaba un halo brumoso alrededor de su cabeza mientras intentaba distinguir las bolas rayadas sobre la mesa de tapete rojo que Thomas Jefferson trajera consigo de Francia o, al menos, eso había dicho Maude cuando la encontró en una página de subastas en Internet. Cada pocos minutos, un agente entraba en la sala de billar e informaba al gobernador sobre el desarrollo de la operación. Las noticias no eran prometedoras.

Los controles en los peajes de las autovías sólo habían localizado un coche con matrícula de Nueva York y el conductor, que sin duda era hispano, se había dado a la fuga. Hasta el momento no había sido detenido y la opinión general era que el individuo, el horrible asesino en serie, había salido de la ciudad en dirección norte. Entre otras novedades inquietantes cabía destacar el último ensayo del Agente Verdad, en el que acusaba a Major Trader de deslealtad y de ser un pirata egoísta que intentaba envenenar al gobernador. Y por si las cosas no fueran ya lo bastante complicadas, Regina se había instalado en una antigua silla retrete Chippendale y comía helado mezclado con unas galletas caseras que se había agenciado en la cocina. Mascaba con la boca abierta y sin parar de hablar, distrayendo al gobernador, quien observaba las bolas de billar a través de la lupa.

—Buen tiro —dijo Andy cuando una bola blanca con rayas rojas salió despedida de la mesa. Se apresuró a cogerla y la coló en la tronera con disimulo.

—No me estará dejando ganar, ¿verdad? —le preguntó el gobernador mientras daba tiza de nuevo al taco.

—Todos te dejan ganar siempre —le dijo Regina a su padre—, excepto yo. Me niego.

Regina era una brillante jugadora de billar y en los períodos entre legislaturas de su padre como gobernador, cuando tenía libertad para entrar y salir a su antojo, se había hecho famosa en los bares de la zona por sus carambolas y sus ansias de ganar. La única persona que la había derrotado sin hacer trampas era aquel nauseabundo e insolente agente Macovich.

—Toma —Andy ofreció a Regina su taco de billar—. Esta noche no estoy fino. Sigue tú. Y mientras Regina preparaba las bolas Andy se dirigió al gobernador: Si no le importa que se lo pregunte, ¿cómo fue que Trader empezó a trabajar para usted?

—Buena pregunta —respondió el gobernador—. Fue durante mi primer mandato como gobernador. Recuerdo que él era un hombre de baja estofa, pero llegué a conocerlo bien porque solía venir por la mansión y ayudaba en algunos asuntos, como supervisar a los internos, que no es precisamente una tarea agradable.

Pony se presentó en la sala por si alguien quería un poco más de brandy y oyó el comentario que el gobernador hacía sobre los internos. Le dolió. Siempre le dolía que la primera familia diera a entender que porque alguien hubiese sido condenado por un delito, ya no se podía confiar en él nunca más.

—Quiere otro cigarro? —preguntó Pony al gobernador Grimm. Regina estaba tirando con el taco por detrás de la espalda; la bola blanca golpeó otras dos que salieron disparadas, se desviaron en ángulos inverosímiles y se colaron en las troneras.

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