La isla de los perros (17 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La isla de los perros
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—¡Cierra la boca! —gritó Smoke.

La puerta de aluminio del remolque se abrió y Unique entró cargada con una bolsa de plástico.

Necesito pasta —dijo a Smoke—. Me la debes.

—Atiendan, pues, vecinos, buenos ciudadanos. —Pinn volvía a dirigir el dedo a la cámara, concentrado de nuevo en su penosa experiencia. Al diablo Moses Custer o quien fuese—. Si han visto a un chico blanco, de aspecto corriente, con guedejas, llámenme ahora.

—¿Ves? ¡Te dije que hay una descripción! —exclamó Possum.

—¿Han dicho algo de la lesbiana que murió en Belle? —preguntó Unique, y se volvió hacia el televisor.

—¿Qué lesbiana? —preguntó Smoke con un bostezo.

—No —intervino Possum—. Pero el Agente Verdad lo mencionó en su página, aunque no dijo que fuera lesbiana. Le pide al público que le dé pistas.

A Unique le pareció muy divertido. No había pistas. Al salir del bar con la mujer se había vuelto invisible, de forma que nadie pudo verla y en consecuencia tampoco dar pistas al Agente Verdad ni a cualquier otra persona. Por supuesto, hacerse invisible tenía sus inconvenientes. Finalmente, Unique se había dado cuenta de que la reorganización de sus moléculas tras conseguir su Objetivo era la causa, probablemente, de que casi no recordara nada después del hecho. Y revivir sus crueldades era la mejor parte.

—Coja el teléfono ahora mismo. —Pinn repitió el número de teléfono que aparecía en la parte inferior de la pantalla—. Si la pista se confirma y lo cogemos, le enviaré quinientos dólares. Les ha hablado A. P. Pinn, en «Cara a cara con Pinn». Buenas noches —se despidió con una gran sonrisa.

—Tal vez deberíamos salir por ahí a ver qué se cuece —sugirió Cat, harto de la emisión y de las noticias locales que seguían—. Vamos, saco la lona del coche y salimos de caza.

—Sí —gruñó Cuda—. Casi se ha acabado la cerveza y sólo me queda un pitillo. ¡Vaya! —Se puso en pie y se desperezó—. Podríamos buscar a ese cabrón de Custer y matarlo en el hospital antes de que sople algo.

—No sabe nada más de nosotros —replicó Smoke—. Y silo hubieras matado en su momento —añadió, mirando a Possum—, ahora no tendríamos que preocuparnos de eso.

Possum había bebido demasiada cerveza mientras buscaban su presa esa noche y le había fallado un poco el pulso (por lo cual daba gracias en secreto) al abrir fuego, de modo que la bala había herido a Moses en el pie, haciéndole saltar la bota.

—Sigo pensando que deberíamos encontrarlo —dijo en contra de sus verdaderos sentimientos—. Esta vez le volaré la cabeza.

Fingió ser tan frío y violento como Smoke: sacó su nueve milímetros de detrás de sus holgados vaqueros y apuntó al televisor como si fuera una cama de hospital.

Smoke se incorporó de un salto, agarró el fusil y apuntó a la cabeza de Possum, que soltó el arma.

—Si te cargas la tele, pedazo de mierda, tú eres el siguiente.

Possum tragó saliva con dificultad, abrió los ojos como platos y suplicó:

—Smoke, no. ¡Por favor! Estaba bromeando, ¿vale?

—Necesito mi dinero —insistió Unique con voz suave y tranquila al tiempo que sus ojos se encendían. Su Objetivo empezó a crear aquella tensión insoportable dentro de su Oscuridad.

Smoke no le prestó atención. Con una risotada, disparó un tiro al suelo y la bala rebotó contra una lámpara. Luego indicó a Possum que recogiera el arma.

0 quizá le pegue un tiro a la perra, ya que tanto te gusta el bicho, parece. De hecho… ¡Tráelo!

—¡No! —exclamó Possum. Por favor, Smoke. ¡No puedes cargarte a la perra! ¡Y no me gusta! ¡No soporto al maldito bicho, pero lo necesitamos! ¡No se te ocurra desperdiciar una bala en ella, todavía!

—Algún día me la acabaré cargando —masculló Smoke—. 0, mejor aún, voy a prenderle fuego. Pero no lo haré hasta que haya terminado con esa zorra de Hammer. Va a recibir una lección por hacer que me encerrasen. ¡Ella y ese jodido Andy Brazil!

Possum se retiró a su habitación a regañadientes. Allí se sobresaltó al ver una foto de Popeye con un abriguito rojo que llenaba la pantalla del ordenador. La Popeye de carne y hueso dormía sobre la cama de Possum, y reconoció su retrato escaneado tan pronto éste la despertó.

—¡Mierda! —susurró mientras leía rápidamente el último artículo del Agente Verdad—. ¡No podemos contarle esto a Smoke! —advirtió a Popeye al tiempo que la cogía en alto; la perrita empezó a temblar de excitación y de miedo.

¡El Agente Verdad sabía, de algún modo, que Popeye había sido raptada y aún estaba viva! La estaba buscando y pedía a todos colaboración. Por supuesto, Popeye sabía muy bien que el Agente Verdad era Andy porque había oído muchas conversaciones privadas entre éste y su dueña cuando la página web era sólo un plan. A continuación, Andy había desaparecido bruscamente y, poco después, le tocó a Popeye.

—Yo no te haré daño, pequeña —le cuchicheaba Possum al oído—. Pero Smoke es malo. Ya sabes lo malo que es, y tenemos que asegurarnos de que no sepa que el Agente Verdad ofrece recompensa por ti y anima a todos a participar en una batida, igual que en «Bonanza».

A Popeye no tenían que recordarle la maldad de Smoke y habría renunciado a su ardilla de trapo favorita a cambio de la oportunidad de hincarle los dientes en el tobillo. Quedaría traumatizada para siempre por el recuerdo del momento de distracción en que su dueña la había dejado salir por la puerta y mientras ella comprobaba si había cerrado bien el gas de la cocina. Todo sucedió muy deprisa. Su dueña volvió corriendo a la cocina mientras ella olfateaba la hierba junto a la acera; de pronto, un Toyota Land Cruiser negro aceleró en la calle, frenó en seco a su lado y Possum llamó a Popeye por su nombre, mostrándole una chuchería.

—Ven aquí, Popeye, sé buena chica —dijo Possum como si fuera el ser humano más simpático del mundo—. ¡Mira qué tengo para ti!

Antes de que se diera cuenta, la perrita era capturada y arrojada a la parte trasera del Land Cruiser que conducía aquel monstruo malévolo, Smoke. Llevaron a Popeye al Winnebago, donde permanecía desde entonces, y todas las noches soñaba con su dueña que, según decía Smoke, estaba muerta. Durante un tiempo la perrita no le había creído, pero ya se había resignado a la posibilidad de que su dueña ya no estuviese en este mundo porque, si aún estaba viva, a aquellas alturas sin duda ya la habría encontrado y habría enviado a Smoke a la cárcel para el resto de su podrida existencia.

Possum agarró a Popeye con fuerza y la llevó de vuelta al salón. El hombre había aprendido a fingir cosas, incluidos sus sentimientos. Tuvo cuidado de actuar como si ocuparse del rehén canino fuera una molestia. Nunca demostraba que él y Popeye se llevaban bien y que la perra era quizás el único consuelo cálido y amoroso en su vida, aparte de los programas antiguos de televisión que miraba mientras los demás piratas de la autopista dormían. Popeye se acurrucó en el regazo de Possum y le lamió la mano.

—¡Te he dicho que no me lamas! —mintió Possum.

A esas alturas, la perrita ya entendía la antipatía que fingía tenerle Possum cuando Smoke andaba cerca.

—Tal vez sea hora de enviarle a Hammer un mensaje que diga que hemos encontrado a su perra —dijo Smoke. Entregó a Unique el dinero que le reclamaba y la muchacha se marchó en silencio—. Así vendrá donde la citemos y, cuando se presente, podré volarle la cabeza a ella y también a Brazil.

—Sí —asintió Cuda—. Llevas meses diciendo eso, Smoke. Y yo siempre te repito lo mismo: ¿Y si se presenta con más agentes? ¿Que pasaría si Brazil se salva del primer tiro? Recuerdo que nos contaste que la última vez que tuviste un encuentro con él acabaste en la cárcel, de modo que este Brazil debe de ser todo un tipo.

—¡Nada de eso! ¡Aquí el único tipo que hay soy yo! Quizá matemos a todo el que se presente. —Smoke se volvió hacia Popeye y añadió en tono burlón—: Y a ti, la primera. Possum, encierra a ese saco de pulgas en tu habitación, envía un mensaje electrónico al capitán Bonny y pregúntale cuándo carajo vamos a actuar y a usar la perra para pillar a esos cabrones. ¡Estoy harto de esperar! —añadió, dirigiéndose a todos los presentes—. ¡Ve a buscar el coche! —ordenó a Cat.

Possum se conectó a Internet, cliqueó en «Favoritos» y abrió la página web del capitán Bonny, un sitio egocéntrico y cargado de autobombo que mostraba en la página de presentación la xilografía de un Barbanegra feroz. Possum fue a la sección «Cómo contactar» y tecleó el siguiente mensaje, que era lo contrario a lo que quería Smoke:

Querido capitán Bonny:

Los piratas aún no estamos preparados para dar el gran golpe. Lo tendremos al corriente.

Sinceramente,

Pirata Possum.

Major Trader tomaba un banana split en el despacho de su casa cuando llegó el mensaje. Cada vez estaba más molesto con el pirata Possum y sus toscos y criminales colegas, fueran quienes fuesen. Trader había mantenido su palabra de filtrar información a los piratas y mantener su actividad oculta a los medios de comunicación, pero hasta el momento no había sacado nada de ello. Sería mejor que lo recompensaran adecuadamente tan pronto como los piratas dieran el «gran golpe», que Trader creía relacionado con el paso de un gran alijo de cocaína, heroína y armas a través de la frontera canadiense.

Tecleó un mensaje:

Querido pirata Possum:

Como siempre, me alegro de tener noticias tuyas, pero permíteme recordarte que cuando organicé el secuestro de Popeye para que pudierais tender una emboscada a la superintendente Hammer, el trato fue que me compensaríais de forma generosa. He sido paciente durante meses, pero ahora las condiciones han cambiado. Ya no quiero el 50 sino el 60 por ciento del botín, en metálico, guardado en una bolsa impermeable y depositado donde yo os diga. Y te recuerdo que si no cumplís conmigo, me veré obligado a usar la fuerza.

Sinceramente,

El infame capitán Bonny.

Capítulo 11

La negra puerta frontal del asador Ruth Chris se abrió despacio y el gobernador Crimm y la primera dama salieron de la que antaño fuera la casa de la plantación, escoltados por todos lados por unos circunspectos agentes de la Protección de Personalidades que vestían unos pulcros trajes. Las cuatro hijas de los Grimm, todas solteras y con más de treinta años, caminaban tras sus importantes padres y quedaban aisladas del resto de los comunes mortales por otro muro de policías en la retaguardia de la marcha.

Macovich se apresuró a tirar el cigarrillo y se desplegó como si fuera una tumbona al apearse del coche mientras Andy se alisaba el uniforme, asegurándose de que todo, la corbata, las esposas, el spray de pimienta, la porra eléctrica, la munición extra y el silbato estuvieran en su sitio. Advirtió que tal vez no fuera buena idea sacar a relucir el asunto de Tangier o hablar de Hammer ante tantos ojos y oídos. Hammer quedaría muy mal si sus agentes se enteraban de que el gobernador no le devolvía las llamadas ni se entrevistaba con ella. Y, viendo cómo caminaba el gobernador, Andy no sabía si estaba o no totalmente sobrio.

—Mira, es imposible que el gobernador se acuerde de ti o que la hija a la que molestaste diga algo —lo tranquilizó Andy, alcanzándolo mientras el distinguido grupo se acercaba—. Creo que será mejor que hable con él a solas. Me parece que está un poco borracho.

Macovich no tenía intención alguna de ayudar a Andy a conseguir una audiencia privada con el gobernador, sobre todo si éste estaba algo bebido o se mostraba más contento y generoso de lo habitual. Lo único que le faltaba a Macovich era que Andy terminase siendo el perro faldero del gobernador, además de serlo de Hammer. Macovich llevaba años intentando ganar reconocimiento social e incluso afecto por parte del gobernador, y todo había sido en vano. Además, el incidente del billar no contribuía a arreglar las cosas.

—¡Bah!, yo ni lo intentaría. —Macovich trató de desanimar a Andy—. Sobre todo si está borracho. Cuando está borracho es especialmente mezquino.

Macovich se sintió algo culpable por mentir a Andy y entrometerse en sus cosas, pero no podía evitarlo. Temía que su escalada al éxito profesional se viera truncada y que, si no se conducía con astucia, terminase de guardia jurado en un centro comercial o de piloto de empresarios racistas en una agencia de flete de helicópteros. Pero para su sorpresa y preocupación, Andy no le hizo ningún caso y se acercó al gobernador y le estrechó la mano.

Así que ahora me protege el Ejército. —El gobernador parecía encantado al vislumbrar que la sombra que tenía delante era un hombre alto y con uniforme, por lo que debía de pertenecer al Ejército o la Guardia Nacional—. Esto me gusta.

Las tres hijas mayores de Grimm rodearon a Andy como sanguijuelas en una sangría mientras la cuarta, que evidentemente no había superado la adolescencia, mascaba chicle. El gobernador Crimm sonrió y se dio unas palmaditas en los bolsillos en busca de la lupa, que había enganchado a su reloj de bolsillo con el fin de que su amado instrumento óptico no volviera a acabar en la bombonera. Al otro lado de la lupa apareció un inmenso ojo que escrutaba quién podía estar presenciando sus generosas proposiciones a un joven soldado.

—Yo siempre digo que, cuanta más protección, mejor —comentó el gobernador. ¿Cómo te llamas, soldado?

—Andy Brazil. Me gustaría ser su piloto, gobernador, si a usted le parece bien. Cuando tenga un momento, podríamos hablar de ello.

—Apuesto a que también quieres incorporarte al cuerpo de Protección de Personalidades…

No era la primera vez que el gobernador oía aquello. Todos los policías estatales a los que había conocido querían ser agentes de Protección de Personalidades, del mismo modo que muchos agentes federales deseaban entrar en el servicio secreto. Era una cuestión de poder. Se trataba de estar lo más cerca posible del trono. Estudió a Andy y distinguió con dificultad que se trataba de un joven atractivo, de buena constitución pero sin ser un armario de músculos como esos otros hombres y mujeres que protegían a la primera familia. El de Andy era un cuerpo eficaz que podía danzar alrededor de un problema en vez de lanzarse de cabeza contra él. El gobernador vio en el joven al yerno perfecto, casado con alguna de sus hijas. Luego su mente sobrecargada y embriagada advirtió que no estaba muy seguro de poder confiar en su esposa cuando aquel joven tan atractivo y encantador rondase cerca.

Pese a jurar que decía la verdad con la mano izquierda sobre la Biblia de la familia Crimm, la primera dama no había convencido a su marido de no tener escondidos a sus amantes en los armarios de la mansión. El día anterior, Crimm había vuelto a casa sin previo anuncio a la hora del almuerzo y descubrió a Pony arrodillado en el suelo, frotando con un trapo el interior de un armario.

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