Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
—Bueno, y ahora creo que es mi turno de preguntar. —Sonreí, tratando de parecer más seguro de lo que realmente estaba—. ¿A quién tenemos que darle las gracias por habernos salvado la vida?
—A Nuestro Señor Jesucristo, naturalmente —respondió con una expresión totalmente seria el capitán Birley, mientras nos levantábamos y nos acercábamos a la mesa de los suboficiales—. Él fue quien nos puso en su camino. Todo lo que acontece en la tierra es obra Suya y el hecho de habernos cruzado en medio de una tormenta no es más que una señal de Dios, alabado sea su nombre por siempre, amén.
Un coro de «amén» resonó alrededor de la mesa. Incluso el simpático oficial sueco (o noruego) Strangärd había secundado el responso, serio y circunspecto. Me quedé un tanto perplejo. No me esperaba tal muestra de fervor religioso.
—Hum… Sí, claro, por supuesto. ¿Y a quién ha puesto Dios en mi camino, quiero decir, quiénes son ustedes exactamente?
—Formamos parte de AC, y estamos cruzando el Atlántico desde la República Cristiana de Gulfport, Mississippi. Estamos en una misión divina, ¿sabe?
—¿AC? ¿República… qué? ¿Misión divina? —Decir que estaba alucinando sería quedarse muy corto—. No quiero parecer grosero, ni mucho menos, pero la verdad es que no entiendo nada, señor.
—AC son las siglas del
Army of Christ
, naturalmente. Es como lo llamamos familiarmente, ya sabe —me respondió un oficial pelirrojo sentado a un extremo de la mesa.
Army of Christ
. El Ejército de Cristo. Ay, la leche. ¿Dónde cojones habíamos ido a parar?
—Cuando tuvieron lugar las señales y Nuestro Señor decidió castigar la iniquidad de la raza humana —el oficial pelirrojo se había embalado a hablar— todos los pecadores, impuros, hedonistas y paganos fueron castigados por la ira del Señor. Tan sólo aquellos que éramos puros a los ojos del Altísimo nos libramos del mal de la plaga. Durante un tiempo vagamos solos y perdidos por el mundo, en medio de las consecuencias del castigo divino y de los frutos del mal, pero pronto sentimos la llamada. —La mirada del marino tenía un brillo peculiar en los ojos. Ese tipo se creía hasta la médula todas y cada una de las palabras que decía.
—¿La llamada?
—La llamada del reverendo Greene, por supuesto —intervino otro de los oficiales, un tipo joven, con acné en la cara y pinta de llegar por los pelos a los dieciocho años—. Él fue quien nos reunió a todos en Gulfport, el que creó el Refugio. Allí seremos testigos sin duda del Segundo Advenimiento de Cristo, todos los elegidos por el Señor, naturalmente.
Un nuevo coro de «amén» y «aleluya» resonó alrededor de la mesa. Yo no sabía si aquellos tipos me estaban tomando el pelo, si eran unos zumbados religiosos o realmente aquella República Cristiana de Gulfport era algo real. Decidí que sería mejor actuar con discreción. No me gustaría haberme salvado de morir ahogado sólo para acabar chamuscado en un auto de fe por hacer un chiste malo sobre Jesús. No merecía la pena.
—Y ese reverendo Greene, ¿está ahora aquí? —pregunté, como al descuido.
—¡Oh, por supuesto que no! —me contestó jovialmente Strangärd. Él está en Gulfport, encargándose de que todo en la ciudad vaya bien. Es un hombre muy ocupado. No sólo tiene que encargarse de la salvación de nuestras almas, sino que también dirige el destino de una pequeña ciudad de diez mil habitantes. Y eso sin contar a los ilotas, ni a los intocables, naturalmente.
Asentí como si entendiese todo aquel galimatías religioso. Supuse que cuando hablaba de los ilotas e intocables se refería a los No Muertos y a todos aquellos supervivientes que, como yo, vagábamos por el mundo, fuera de su Refugio de Gulfport. No pude evitar preguntarlo.
—Entonces yo… ¿soy un ilota?
—Oh, por supuesto que no —intervino de nuevo el capitán, para mi absoluta confusión—. Eso es algo que sabemos perfectamente. Por cierto…. ¿Qué religión profesan usted y sus amigos, señor?
El cambio brusco de conversación me dejó perplejo. Me quedé en silencio durante unos segundos, mientras pensaba a toda velocidad. Qué útil hubiese sido la presencia de sor Cecilia en aquellas circunstancias.
—Vamos a ver, Lucía y yo somos cristianos. Católicos, quiero decir. Viktor es ucraniano, así que es ortodoxo, si no me equivoco. —La verdad es que nunca había hablado de religión con Lucía, y dudaba mucho que Viktor Pritchenko creyera en algo más que en el propio Viktor Pritchenko, pero aquél no era momento para dar muestras de flaqueza religiosa, así que me lancé con una mentira desorbitada—. Sin embargo, procuramos oficiar ritos conjuntos y rezamos los tres unidos varias veces al día. Nosotros también le damos gracias a Dios por habernos salvado de la condenación.
—Eso es bueno, muy bueno. —El capitán Birley me palmeó abiertamente la espalda, mientras el ambiente alrededor de la mesa se volvía mucho más relajado—. Estoy seguro de que el reverendo Greene se alegrará sobremanera de verles en Gulfport cuando lleguemos. Son como el hijo pródigo, tanto tiempo perdidos en medio de la oscuridad, lejos de la luz, y en medio de la suciedad e impudicia de los No Muertos, pero finalmente el Señor les ha puesto en el camino de la Salvación. ¡Hoy es un día de regocijo!
Una nueva explosión de aleluyas sacudió la mesa, mientras muchos de aquellos oficiales se levantaban para abrazarme o darme la mano. Yo correspondía con una sonrisa, mientras en mi interior me preguntaba dónde cojones me estaba metiendo.
—Entonces —pregunté—, ¿navegamos hacia Gulfport?
—Oh, todavía no —dijo Birley mientras me servía una nueva taza de café—. Ya le dije que estamos cumpliendo una misión divina. El propio Señor se le reveló al reverendo y le indicó nuestro destino.
—¿Y cuál es ese destino? —pregunté, sin querer saber realmente la respuesta.
—Vamos camino de Luba, en Guinea Ecuatorial —me contestó el capitán Birley con una elocuente sonrisa—. Es la Voluntad de Dios.
El puerto de Luba brillaba a poco más de seiscientos metros, achicharrado bajo el violento sol africano; el
Ithaca
, tras una maniobra de acercamiento lenta y cautelosa, echó finalmente el ancla. Nos había llevado dos días enteros de navegación llegar hasta apenas quince millas de nuestro destino, y otro día más recorrer esa última distancia. El capitán Birley y toda su tripulación formaban un grupo de profesionales serios y ordenados. El
Ithaca
era un buque demasiado grande para simplemente acercarse a la orilla y fondear, y mucho menos sin la ayuda de un práctico que conociese aquellas aguas. En el puente de mando disponían de la última versión digitalizada de las cartas marinas de la zona, y además tenían la suerte de contar con un GPS que pese a la caída generalizada de satélites parecía funcionar bastante bien, pero aun así aquellos hombres no dejaban nada al azar.
Ese mismo día, cuando aún no había salido el sol, habían bajado una lancha equipada con una sonda por un costado del buque. Esa lancha avanzaba tres millas por delante del petrolero, sondeando cada metro de la ruta del gigante. El oficial Strangärd (que finalmente me había confesado que era sueco, pero aún no me había contado qué hacía con aquella tropa de fundamentalistas religiosos del sur de Estados Unidos) me dijo que no sólo se trataba de evitar los posibles escollos o arrecifes, sino que en el tiempo transcurrido desde que las rutas comerciales se habían cerrado era posible que algún buque a la deriva se hubiese hundido y bloqueara nuestro camino. Dadas nuestras dimensiones, y la poca profundidad de aquella zona, un impacto podía resultar catastrófico para nosotros.
—¿Por qué va a tanta distancia por delante la lancha? ¿Por qué simplemente no usamos el sónar del barco? —preguntó Pritchenko, que estaba acodado en la borda, justo a mi lado.
—Es muy sencillo —contestó el oficial pelirrojo, al que le correspondía aquel cuarto de guardia, y que estaba a nuestro lado, oteando el mar con unos prismáticos al tiempo que (sospechaba) nos sometía a una discreta vigilancia—. El
Ithaca
tiene un arqueo muy grande, de casi un millón de toneladas. Estamos navegando a una velocidad de doce nudos, lo que genera una inercia enorme. Aunque el capitán ordenase invertir las máquinas ahora mismo, el barco tardaría casi veinte minutos en detenerse por completo, y en ese lapso de tiempo recorreríamos varias millas. Esto no es un coche, que se puede frenar en cualquier momento. Aunque parásemos las máquinas, esta bestia continuaría navegando un buen rato, como si tuviese voluntad propia.
Pritchenko respondió con un gruñido, mientras cogía su par de binoculares y recorría la línea del puerto. Al ucraniano, desconfiado y rezongón por naturaleza, no le gustaba demasiado aquella gente, y no se molestaba en ocultarlo, pese a que, siguiendo mi consejo, participaba fervorosamente en los tres oficios religiosos que se celebraban a diario a bordo como si fuese un sincero devoto. Estaba seguro de que Viktor había rezado más durante aquellos tres días que a lo largo de toda su vida. Lucía y yo, por supuesto, hacíamos exactamente lo mismo, y todo el mundo a bordo parecía encantado de que nos hubiésemos unido a su rutina, a la que, por otra parte, nos habían invitado cortésmente pero de una manera tan firme que quedaba claro que no aceptarían un «no» por respuesta.
Viktor y Lucía también habían tenido que pasar el trámite de escupir en la tira de papel, y el resultado parecía haber sido bueno en ambos casos, porque la tripulación los había acogido con el mismo ambiente jovial y festivo que a mí. Mis amigos y yo habíamos comentado la naturaleza y el fervor religioso de aquella gente, y estaban tan perdidos como yo.
La mejor teoría que teníamos era que, puesto que la mayor parte de la tripulación era originaria del sur de Estados Unidos, una zona imbuida de un profundo espíritu religioso baptista, aquel sentimiento espiritual era la norma dominante en el barco. Sabía que los antiguos Estados Confederados eran el terreno preferido de los predicadores y del fervor religioso, pero tampoco estaba seguro de que aquélla fuese la respuesta. Todas las preguntas que habíamos hecho acerca del misterioso reverendo Greene habían quedado sin respuesta. Todos nos decían «Cuando lleguemos a Gulfport lo conocerán en persona. Es un ser maravilloso, el reverendo Greene, ya lo verán», y de ahí no los sacábamos.
El
Ithaca
había parado las hélices ya hacía un buen rato, y las últimas millas las habíamos hecho prácticamente dejándonos llevar. Cuando estuvimos en una posición perpendicular a una enorme estructura de acero coronada por tres torres el capitán dio orden de largar las anclas. Con un chapoteo, los gigantescos rizones del buque se hundieron en el mar y tras un par de minutos las cadenas se tensaron, el barco dio un pequeño salto hacia delante y, finalmente, se detuvo.
Strangärd se volvió hacia el capitán Birley y le saludó con la mano en la gorra.
—Maniobra de fondeo finalizada sin incidencias, señor. Listos para asegurar el barco.
—Muy bien, Gunnar —contestó Birley, mientras sus ojos no perdían detalle de nada de lo que sucedía a bordo de su barco—. Procedan con las comprobaciones y los controles de seguridad, y preparen las tomas para el embarque de la carga.
El oficial sueco saludó de nuevo y salió del puente para cumplir sus órdenes. Todo a bordo de aquel barco parecía funcionar como el mecanismo de un reloj suizo.
La «misión divina» que el reverendo Greene les había ordenado cumplir resultó ser mucho más prosaica de lo que yo pensaba. No se trataba de llevar la palabra del Señor a África, ni de repartir alimentos entre los supervivientes que pudiese haber en aquella costa condenada, ni nada que pudiese asociarse normalmente con un mensaje divino envuelto en luz, sonido de trompetas rasgando el cielo y ángeles y querubines revoloteando, mientras una voz tronante hablaba. Nada de eso. Era mucho más sencillo: teníamos que llenar las bodegas del
Ithaca
de petróleo.
Cuando el capitán Birley me lo contó, la pregunta que le hice era evidente.
—¿Por qué rayos tienen que ir hasta África a recoger petróleo? ¿Por qué no en Texas, o en el golfo de México, que quedan mucho más cerca de Gulfport?
—La ruta terrestre hasta los campos petrolíferos de Texas es impracticable —me había dicho Birley—. Los hijos de Satán están todavía a millones por todas partes, las carreteras están arruinadas y necesitaríamos llevar una flota de camiones hasta los pozos, una flota que no cubriría ni de lejos nuestras necesidades. Por otra parte, las plataformas del golfo de México están inservibles a causa de los huracanes y la falta de mantenimiento, así que la fuente de petróleo más cercana y fiable es ésta. Además —había añadido encogiéndose de hombros, como si aquello lo explicase todo—, el reverendo Greene ha dicho que ésa es la voluntad del Señor, y si el reverendo lo dice es que sin duda tiene que ser así.
Viktor y yo habíamos cruzado una significativa mirada al oír aquello, pero no dijimos nada. (Aunque tuve que darle un enérgico y discreto pisotón al ucraniano, que ya tenía una respuesta ingeniosa asomándole por la boca.) De momento era mejor dejarlo correr.
Así que allí estábamos, en Luba. Era una pequeña ciudad de unos siete mil habitantes, situada en la isla de Bioko (isla que en la época de la colonia española se llamaba Fernando Poo). Aquella isla habría sido otro rincón olvidado de África si no hubiese sido por unas prospecciones encargadas por el dictador Obiang en los años ochenta, que confirmaron que Bioko flotaba sobre un auténtico mar de petróleo. Ansiosos por poner sus manos sobre todos los millones que yacían enterrados debajo de ellos, los guineanos comenzaron con éxito la explotación casi de inmediato, pero las estructuras portuarias de Malabo, la capital del país, pronto demostraron ser insuficientes. Por ello, las multinacionales occidentales que explotaban los yacimientos decidieron crear un puerto de aguas profundas en la pequeña y cercana San Carlos de Luba.
No se podía negar que la elección del destino era muy acertada, lo cual me llevó a pensar de nuevo en el misterioso reverendo Greene. Estábamos anclados frente a una coqueta ciudad tropical, con unas instalaciones portuarias en bastante buen estado, al menos hasta donde alcanzábamos a ver, y además el buque podía llegar hasta muy cerca de las instalaciones petrolíferas. Por otro lado, el hecho de que la ciudad tan sólo tuviese siete mil habitantes antes del Apocalipsis también jugaba a nuestro favor. Eso implicaba que seguramente el número de No Muertos con los que habría que lidiar sería mucho menor que en cualquier otro gran puerto con instalaciones petrolíferas. Siete mil, de todas formas, aún eran muchos. Demasiados.