Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
Hong respiró profundamente un par de veces, con las mandíbulas tensas. Perder un blindado era malo, pero perder una de sus dos palas reforzadas era una auténtica tragedia. Aquellos vehículos habían sido diseñados especialmente para abrirse camino a través de carreteras plagadas de obstáculos y con la presencia de No Muertos. Las cabinas estaban protegidas con cristal reforzado y situadas en una posición más alta de lo habitual, de forma que el conductor siempre estaba a salvo. La pérdida de una de ellas era irreemplazable.
No vale la pena llorar sobre la leche derramada
, pensó Hong, con fatalismo oriental.
Y hay un plazo de tiempo que cumplir
.
—Tenemos que seguir adelante —le indicó al teniente—. Además, el culpable ya está muerto. Nada nos retiene aquí. —Se encaramó en su blindado e hizo girar su brazo en alto dos veces sobre su cabeza para indicar que encendiesen los motores—. ¡Vámonos!
Con un estruendo, la columna cruzó en fila de a uno aquel puente, dejando en el fondo del barranco una pira ardiente donde el bulldozer y el cuerpo de su conductor se consumían entre chasquidos.
Una hora más tarde, Hong suspiró y se dejó caer en su asiento. El viaje estaba siendo una auténtica locura. Desde un principio habían decidido utilizar vías secundarias en su avance, confiando en dejar atrás los principales núcleos de población, pues allí se encontraban las concentraciones más altas de No Muertos. Además, en aquellas vías alternativas era más difícil que la ruta estuviese cortada. El reconocimiento por satélite previo había detectado varios puntos a lo largo de las principales vías que eran absolutamente intransitables. En algunos lugares, las autoridades locales habían volado puentes y túneles, en un último intento desesperado por atajar la propagación de la enfermedad, tal y como se hacía en la Edad Media para evitar que se extendiera la peste negra. En otros había embotellamientos masivos de tráfico de varios kilómetros de extensión, imposibles de cruzar. Finalmente, algunas carreteras cruzaban zonas (antes) tan pobladas que hubiesen tenido que abrirse camino a hierro y fuego para ganar un par de kilómetros al día.
Así que circulaban por viejas carreteras estatales o locales, e incluso en un par de ocasiones habían hecho largos recorridos campo a través. La zona del sur de Texas era muy llana y despejada, lo que les había ayudado a avanzar con rapidez, pero desde que habían entrado en Louisiana todo se había complicado horrores y su avance se había visto enormemente ralentizado.
Lo más escalofriante de todo eran los pueblos. Aquellas carreteras secundarias cruzaban docenas de pueblecitos y pequeñas ciudades imposibles de rodear. Cada vez que llegaban a una de ellas, Hong daba la orden de cerrar los blindados y atravesar las calles a toda velocidad. Y siempre que llegaban a una de esas poblaciones muertas sucedía lo mismo: el increíble espectáculo de una formación cerrada de blindados cruzando la desierta calle principal, esquivando coches, árboles caídos y restos de basura mientras docenas de No Muertos, que llevaban vegetando meses, se reactivaban al sentir la presencia de humanos y se interponían en su ruta.
Por norma general no suponían un problema demasiado grande. La población de aquellos puebluchos no solía pasar en ningún caso de las mil personas, y el convoy atravesaba tan rápidamente las calles que no daba tiempo que se concentraran más de cien o doscientos No Muertos. Tan sólo en una ocasión, en un villorrio perdido llamado Livingston, en Texas, muy cerca de la frontera con Louisiana, se habían encontrado en un serio aprieto.
Livingston era la capital del condado de Polk antes del Apocalipsis, y también la ciudad más grande de su zona, con unos cinco mil habitantes. Aunque sabían ese dato antes de entrar en el pueblo, decidieron cruzarlo igualmente, ya que rodearlo hubiese supuesto un desvío de más de setenta kilómetros. Ése fue su primer error.
El segundo error fue dividir el grupo en dos unidades, para tratar de conseguir combustible. Cruzar el pueblo en dos grupos doblaba el riesgo, pero también las posibilidades de lograr fuel. Sabiendo que las calles laterales eran más estrechas que la principal, el coronel decidió dejar las dos palas en aquel grupo, por si se quedaban atascados. Hong sabía que aquél era un riesgo casi inaceptable, pero no tenía otro remedio. Después de haber cruzado el sur del estado de Texas en el asombroso tiempo de dos semanas estaban bajo mínimos. No les quedaba gasoil para más de unos cincuenta kilómetros y Livingston era la única población en muchos kilómetros a la redonda. El coronel sospechaba que si en alguna parte podían encontrar fuel era allí, así que la culpa no era totalmente suya.
El tercer error tampoco era achacable al coronel, sino a una circunstancia externa. La gente del condado de Polk y de los alrededores habían sido agricultores y ganaderos, desconfiados con los extraños y con el gobierno federal. Cuando llegó la orden de agruparse en los Puntos Seguros la mayor parte hizo caso omiso y prefirió concentrarse en el sitio que les inspiraba más confianza. Y ese sitio era Livingston, la capital del condado.
Por eso, cuando una semana antes el convoy norcoreano se internó en aquella ciudad y se separó en dos grupos para comenzar el rastreo en busca de gasoil, no sabían que se estaban metiendo en un hormiguero donde más de quince mil No Muertos aguardaban desde hacía casi dos años, expectantes, a que apareciesen sus primeras víctimas humanas.
Cayeron sobre ellos desde todas partes. La primera señal que tuvieron de que algo iba mal fue cuando una multitud de cerca de mil No Muertos se concentró en un extremo de la avenida principal de Livingston, obstaculizando el paso de una de las mitades del convoy… precisamente la que no contaba con bulldozers. Los blindados arremetieron contra la muchedumbre, pero el vehículo que iba en vanguardia tuvo que detenerse cuando el torso mutilado de un cadáver se enganchó en el hueco que quedaba entre el eje y el chasis delantero. La calle era demasiado estrecha para seguir avanzando, y la caravana quedó atrapada en un atasco fenomenal.
Los norcoreanos, encerrados en sus blindados, escuchaban aterrados cómo una multitud enorme les rodeaba por completo, gimiendo y golpeando con sus manos desnudas los costados de sus transportes. Aún más terroríficos eran los gritos de los pobres desgraciados del primer vehículo que, contraviniendo órdenes, abandonaron su BTR-60 bloqueado. Al principio dispararon como locos, mientras aporreaban las compuertas del resto de los blindados pidiendo ayuda. Hong tuvo que hacer gala de toda su autoridad para impedir que sus hombres ayudasen a sus camaradas en apuros. Sabía que si una sola de las compuertas se abría, en cuestión de segundos los No Muertos entrarían dentro de los vehículos. Finalmente los gritos fueron disminuyendo hasta que cesaron del todo.
Hong ordenó entonces que los blindados se empujasen unos a otros, creando una suerte de inmensa oruga blindada. Con la fuerza combinada de varios motores consiguieron apartar el vehículo atascado a un lateral y abrirse paso lentamente entre la multitud, a la que aplastaban sin compasión. Cuando llegaron al otro extremo del pueblo tuvieron que esperar durante media hora a que llegase la otra columna, que con mejor suerte, había podido salir sin apenas un rasguño. Pero el combustible seguía sin aparecer.
No fue hasta esa tarde cuando al fin llegaron a una estación de servicio perdida en medio de ninguna parte. En aquel lugar abandonado tan sólo encontraron a cuatro No Muertos (el dueño de la estación y su familia, de hecho), que no supusieron un serio problema para los hombres de Hong. El propietario, además de miembro activo de la Asociación Nacional del Rifle y fanático de las armas (dentro de su casa encontraron un auténtico arsenal) había sido un tipo precavido, que había instalado un doble sistema de cierre en los depósitos. Para un viajero solitario, aquello hubiese supuesto un desafío insalvable, pero Hong contaba con los hombres, los medios y la fuerza bruta necesaria, lo que le permitió reabastecerse en menos de media hora y cargar además una buena cantidad de barriles llenos de combustible a los lomos de sus BTR-60.
Y además de todos los problemas con el combustible estaban los No Muertos, naturalmente. Los coreanos habían sido testigos de cómo los hongos y las bacterias se estaban comiendo lentamente a aquellos seres, aunque no a todos por igual. El efecto era mucho más acusado en las zonas más húmedas y en aquellos individuos que tenían heridas abiertas. Mientras rodaban por el interior seco y polvoriento de Texas, los No Muertos tenían un aspecto más o menos «normal» (o al menos todo lo normal que podía ser una persona muerta y reanimada).
Pero a medida que se acercaban a Mississippi, y aumentaba la humedad ambiental, el aspecto de los engendros había ido variando sustancialmente. Todos los No Muertos presentaban un grado mayor o menor de infestación de hongos en mayor o menor medida, desde luego, pero cada vez que se acercaban al Gran Río, el grado era mucho mayor. En algunos casos constituía una imagen horrorosa, cuerpos humanos totalmente cubiertos por una pelusa de hongos verde, azul, naranja o una combinación de todos ellos, como si estuviesen envueltos en una delicada gasa multicolor. En otros casos no era una gasa, sino una capa densa que casi no dejaba adivinar el cuerpo que estaba debajo de todo aquello, y que se movía torpemente. Y por último, los innumerables montones de carne podrida y cubierta por colonias de hongos que se encontraban aquí y allá, cada vez con mayor frecuencia, indicaban el punto donde un No Muerto había caído para no volver a levantarse nunca más.
Al mirar aquellos sucios montoncitos Hong comprendió, con un escalofrío de terror, que aquel viaje que estaban haciendo hubiese sido absolutamente imposible el año anterior.
En una ocasión habían atravesado una pequeña población sin nombre en la que no quedaba absolutamente nadie. Ni personas, ni No Muertos, ni siquiera animales. Estaba totalmente vacía. Y mientras la columna de Hong la cruzaba lentamente, con sus soldados mirando a todas partes y susurrando atemorizados entre ellos, el coronel se sintió como si fuesen los últimos hombres vivos sobre la faz de la tierra.
Por eso, cuando cinco días más tarde se cruzaron con un grupo de personas vivas, su sorpresa fue mayúscula.
El convoy se había detenido a la sombra de un bosquecillo de fresnos. Habían aparcado formando un círculo, al estilo de las carretas de colonos del Antiguo Oeste, mientras repostaban y hacían una revisión mecánica rutinaria. Dentro del círculo, sus hombres habían encendido unas fogatas y hervían arroz. La mitad de sus muchachos descansaba o trataba de dormir, mientras que la otra mitad vigilaba que no hubiese ninguna visita inoportuna. Hong había ordenado colocar su mesa debajo de un árbol especialmente frondoso, y estaba ocupado rellenando el informe diario (incluso en medio del caos; así era el ejército norcoreano) cuando escuchó los disparos.
Lo primero que pensó fue que estaban sufriendo un ataque, así que su mano soltó inmediatamente la estilográfica para aferrar la Makarov que colgaba de su cintura. Sin embargo, la soltó enseguida y se levantó como un huracán. Los disparos sonaban apagados, y en la lejanía.
—¡Kim! ¡Kim! —bramó mientras se abrochaba la guerrera del uniforme y cruzaba a la carrera el círculo central de su campamento. Su ayudante apareció de golpe a su lado, como salido de una chistera, silencioso como de costumbre.
—Ya lo he oído, coronel —dijo tranquilamente mientras revisaba el cargador de su rifle—. Suenan al sudoeste, como a unos cuatro kilómetros, aunque la distancia es difícil de precisar. Con este silencio, el sonido viaja muy lejos.
—Manda a dos blindados de reconocimiento. —Hong no pensaba arriesgar a toda su columna, lanzándose a ciegas en un lugar desconocido y sin saber a qué se enfrentaba. De repente se lo pensó mejor y arrebató a Kim el fusil que tenía en las manos—. Mejor todavía, quédate aquí y mantén contacto permanente por radio. Iré yo personalmente.
—Coronel, no creo que sea prudente —trató de interrumpirle el teniente, pero una breve mirada venenosa de Hong le puso nuevamente en su sitio—. Como usted diga, mi coronel.
Hong se encaramó en uno de los blindados ligeros de reconocimiento, que ya estaba listo y con el motor en marcha. Los hombres del coronel eran tropas curtidas y experimentadas que no necesitaban que les diesen órdenes en situaciones de combate. Cuando el coronel subió al carro de asalto, todos estaban en sus puestos y con las armas preparadas.
—Vamos allá, muchachos —les animó Hong mientras la adrenalina le rugía en las venas—. Sentid el aliento y la presencia del Amado Líder con vosotros. ¡Adelante!
Los dos blindados ligeros abandonaron la seguridad del círculo y se dirigieron rápidamente hacia el origen del sonido, rodando por una idílica carretera bordeada de arces que corría al lado de un pequeño río. Las hojas de los árboles estaban rojas y creaban un agradable dosel vegetal. Sin embargo, a Hong le daba la sensación de circular bajo un manto de sangre. Pero el ardor del combate le llamaba. Los disparos indicaban la presencia de humanos, y los humanos sin duda eran un reto mucho más interesante que los podridos. Los humanos hablaban, y tenían información, justo lo que más necesitaba Hong en aquellos momentos.
A medida que se iban acercando, el ruido de los disparos se hacía cada vez más audible. Incluso, en determinado momento, oyeron unas cuantas explosiones, que el oído entrenado de Hong clasificó inmediatamente como de granadas de mano. Aquello era bastante tranquilizador, porque los blindados ligeros de Hong no tenían armamento pesado. Si se encontraban con una compañía pesada, o un grupo muy numeroso, podrían tener problemas.
Al llegar a la cima de una colina, la pequeña caravana se detuvo de golpe. Hong abrió cautelosamente la escotilla superior y se llevó los prismáticos a los ojos. En el fondo de un valle, a menos de dos kilómetros, había un pequeño villorrio de no más de cuarenta casas. Y los disparos salían de allí.
El coronel norcoreano escrutó atentamente las calles del pueblo. Desde allí arriba podía verse al menos a dos docenas de pequeñas figuras vestidas de verde que hormigueaban entre las casas. En una esquina de la calle principal, media docena de vehículos, entre camiones y blindados ligeros, estaban aparcados, formando una barrera infranqueable. Muchas de las figuras de verde entraban en las casas y salían al cabo de un rato cargadas con un montón de cosas que iban introduciendo en los camiones. Otro grupo recorría lentamente la ciudad, abatiendo a los lentos y patosos No Muertos devorados por los hongos.