Read La Ira De Los Justos Online
Authors: Manel Loureiro
Tres de ellos subían en aquel momento por la pasarela de popa, justo hacia nosotros. Encabezaba el grupo un gigantón rubio de espectrales ojos azules, de unos cuarenta años. Aquel individuo llevaba un águila de plata prendida en su brazalete verde y su camiseta blanca se empezaba a tensar sobre su abdomen, señal de una incipiente barriga cervecera. Una esvástica negra asomaba por su cuello y en cada uno de sus nudillos llevaba tatuada una letra. Si cerraba los puños y los ponía juntos podía leerse
HATE JEWS
. Un auténtico angelito.
Al llegar a nuestra altura se plantó en jarras delante de nosotros y nos miró de arriba abajo con detenimiento, recreándose con calma en el cuerpo de Lucía, que instintivamente cruzó los brazos y bajó la cabeza. Aquel tipo resultaba intimidador.
—Así que éstos son los pescados que Birley ha traído de alta mar —dijo, sin dirigirse a nadie en concreto—. Cuando me dijeron que hablaban español pensé que serían alguna de esas mierdecillas mexicanas, pero sin embargo no tienen pinta de chicanos. El de bigotes incluso tiene un aire ario, pese a ser tan bajito. ¿Cómo es que habláis el idioma de los panchos,
amigos?
—Europeos. Somos europeos. —Me adelanté, antes de que cualquiera de mis compañeros pudiese abrir la boca—. Él es ucraniano y nosotros venimos de Galicia. Allí también se habla español.
Dudaba que el gigantón tatuado supiese localizar Ucrania en un mapa, y posiblemente era la primera vez que oía hablar de un sitio llamado Galicia, pero aquella explicación pareció bastarle.
—Me da igual de dónde vengáis, mientras seáis blancos, cristianos y no le toquéis los huevos al reverendo Greene —dijo encogiéndose de hombros—. Soy Malachy Grapes y dirijo la Guardia Verde del reverendo. Velamos para que las buenas gentes blancas de Gulfport puedan vivir en paz y tranquilidad. Si os comportáis según las reglas, disfrutaréis de todo tipo de comodidades. Si decidís ir por libre, entonces tendremos un problema.
Preferí no preguntar qué tipo de problema podríamos tener, aunque me lo podía imaginar. Grapes, mientras tanto, había clavado sus ojos en Pritchenko, que le devolvía la mirada tranquilamente, sin arredrarse lo más mínimo. El gigantón acercó su cara a la de Viktor hasta que sus narices prácticamente se tocaron, pero el ucraniano ni siquiera pestañeó.
—Vaya, veo que tenemos un gallito por aquí —murmuró Malachy Grapes con voz amenazante—. ¿Quieres tener problemas conmigo, enano? —Un coro de risas cómplices se elevó de los otros dos cabezas rapadas que le acompañaban.
Viktor inspiró profundamente, arrastrando un gargajo desde el fondo de su garganta. Por un segundo pensé horrorizado que iba a escupirle un moco verde en la cara a aquel tipo, pero finalmente el ucraniano se limitó a eructar suavemente.
—Esos negros y chicanos a los que tanto desprecias se han jugado el culo de manera admirable, ¿sabes? —respondió el ucraniano con el mismo tono de voz que si estuviese hablando del tiempo—. Por cierto, en ese autobús de ahí abajo hay un par de tipos que si te pillasen sin tu escolta podrían dejar tu blanco culo como la bandera de Japón, así que creo que sería muy prudente por tu parte no insultarles gratuitamente si están cerca. Y no, no quiero tener problemas contigo,
amigo
… de momento.
El tiempo pareció detenerse por un segundo. La cara de Grapes se puso de varios colores, pero finalmente soltó una carcajada y se separó de Viktor.
—He de reconocer que tienes cojones, enano. Pero más te vale no jugar conmigo o con mis hombres. Hoy es tu día de bienvenida y no debes tener problemas, pero no siempre seré tan paciente. Ahora vamos. El reverendo nos espera.
Seguimos al grupo de guardias verdes por la pasarela hasta el muelle. No teníamos ningún equipaje que llevar, aparte de un Lúculo ingobernable, feliz de estar de nuevo en tierra tras tantos días en el mar, un lugar que claramente no estaba pensado para un gato. Strangärd, el oficial sueco nos acompañaba «como enlace» según nos indicó mientras se subía a nuestro lado en la parte de atrás de uno de los Hummer. El capitán Birley estaba muy ocupado encargándose de la maniobra de atraque y el reverendo quería oír de primera mano la historia de nuestro rescate por parte de uno de los miembros de la tripulación. Era el segundo oficial de a bordo, así que le había correspondido la misión. Mientras los Hummer arrancaban entre un rugido de motores me alegré mucho de que viniese con nosotros.
Era el único amigo que teníamos allí. O por lo menos, algo parecido a un amigo. Y algo me decía que en las próximas horas íbamos a necesitar toda la ayuda posible.
Gulfport siempre había sido una ciudad pequeña, casi un suburbio al lado de Biloxi. Pocas veces había aparecido en los noticiarios nacionales, y a decir verdad, no es que pintase demasiado en el grandioso estado de Mississippi (
!El estado de la Magnolia, visítenos de nuevo!
), pero sus vecinos estaban terriblemente orgullosos de su ciudad por tres cosas: los Marlins, su Feria de la Calabaza y por ser una de las bases permanentes de los Sea Bees.
Los Sea Bees formaban parte del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos desde los años cuarenta. El sobrenombre se lo habían ganado por el trabajo titánico que habían llevado a cabo en la Segunda Guerra Mundial, montando prácticamente desde la nada bases y pistas de aterrizaje, en cualquier atolón del Pacífico donde hiciesen falta, en el camino hasta derrotar a Japón. Tras la guerra, el cuerpo había seguido creciendo y dotándose de más y mejores medios, hasta transformarse en una de las unidades más curiosas del ejército estadounidense. Sus hombres posiblemente jamás ganasen un concurso de tiro (de hecho, la mayoría ni sabría agarrar bien un rifle, si a eso vamos), pero sin embargo eran capaces de montar la infraestructura que hiciese falta en cualquier lugar del mundo. Y Gulfport era su hogar.
Cuando se desató la plaga, la mitad del personal de la base estaba en Afganistán organizando una ruta de abastecimiento hasta Kabul. Se planeó su repatriación urgente, pero las plazas de avión escaseaban en aquel momento, y las unidades de combate, en una situación en la que el mundo entero se sumía en el caos, tenían preferencia. Lo cierto es que los aviones que tendrían que haber ido a buscarles jamás despegaron. Si quedaba vivo alguno de ellos, seguramente estaría perdido en una montaña afgana, huyendo de los talibanes, de los No Muertos o, lo más probable, de ambas cosas.
La otra mitad fue desplazada con carácter urgente a las principales ciudades del país, para colaborar en la construcción apresurada de las infraestructuras de los Puntos Seguros. Y no hacía falta demasiada imaginación para adivinar cuál había sido su triste destino.
Así que cuando Stan Morgan, el alcalde de Gulfport, se asoció con aquel predicador roñoso que se desgañitaba en las afueras de la ciudad, en la base de los Sea Bees de Gulfport apenas quedaban dos docenas de militares encargados del mantenimiento. Sin embargo, había material, enormes montañas de material, acumulado pacientemente desde hacía décadas.
Stan Morgan podía ser un tipo terco y ambicioso (además de sistemáticamente infiel a su mujer desde hacía más de veinte años y curiosamente aficionado a las fotos de jovencitas asiáticas menores de trece años), pero sobre todo era un tipo despierto e ingenioso. Cuando volvió de la guerra de Vietnam, pobre como una rata, vio la oportunidad que suponía el incipiente mercado inmobiliario. Promociones Inmobiliarias Morgan fue su siguiente paso y en menos de dos años se había transformado en uno de los vecinos más ricos de Gulfport.
Cuando Stan contempló a través de la vacilante señal de la CNN que los No Muertos comenzaban a arrasar los Puntos Seguros se dio cuenta de que la única posibilidad de proteger su ciudad no era defenderla a tiros, como en el resto del país, sino creando un obstáculo alrededor de ella, un obstáculo tan grande y formidable que ni siquiera una marea de No Muertos pudiese atravesarlo.
Y entonces se acordó de los depósitos de los Sea Bees.
El resto fue fácil. En los almacenes militares no había nadie, y miles de toneladas de acero y cemento esperaban pacientemente a que alguien los usara. Desde la devastación causada por el
Katrina
, los Sea Bees habían tenido tiempo para pensar un modo de evitar que los ríos se desbordasen y las inundaciones arrasaran de nuevo campos y ciudades. Sus ingenieros habían desarrollado un ingenioso sistema para crear diques de contención a base de varillas de metal y cemento Portland modificado. Se llamaba Unidad Móvil de Creación de Diques de Contención Autofabricados. Los soldados de la base, más irreverentes, lo bautizaron el Cagamuros.
El Cagamuros era un engendro horrible, un vehículo que parecía el fruto de una noche loca entre un camión volquete y una locomotora. Podía fabricar un módulo de cemento de tres metros de alto por dos metros y medio de largo en el asombroso tiempo de quince minutos, y lo mejor era que el muro ya salía medio fraguado. Menos de veinticuatro horas después de haber sido depositado en su lugar por el Cagamuros, el módulo era una pared de cemento tan rocosa y dura como si llevase años allí colocada. Y en la base de Gulfport había nada menos que veinte Cagamuros.
Los operarios de Stan, obreros con muchos años de experiencia en la construcción, no tardaron más de seis horas en aprender a manejar aquellos monstruos (con la impagable ayuda de los manuales y de uno de los técnicos que afortunadamente aún permanecía en la base) y en otras seis, los veinte Cagamuros estaban trazando un enorme perímetro de acero y cemento alrededor de toda la ciudad.
Así, en tan sólo setenta y dos horas, Gulfport estaba rodeada por completo de una sólida muralla de hormigón de tres metros de altura, totalmente infranqueable para cualquier No Muerto. Era tosca, fea, gris y parecía la hermana bastarda del Muro de Berlín, pero cumplía a la perfección su misión: los vivos dentro, y los No Muertos fuera. Y eso, para Stan Morgan, era el objetivo.
Además del Muro, los habitantes de Gulfport contaban con varios factores adicionales que ayudaban a defender su vida. El sur de Mississippi no era un lugar excesivamente habitado, y aunque la zona era muy llana, muchas partes estaban cubiertas por pantanos y lodazales tan impenetrables que ni siquiera un No Muerto con mucha fuerza de voluntad podría llegar a cruzarlos.
Strangärd nos iba explicando todo esto mientras los Hummer recorrían las calles de la ciudad a toda velocidad. El banderín verde que ondeaba en el capó del coche que abría la marcha parecía dotarnos de un poder especial a la hora de sortear las normas de tráfico, pues no aminorábamos la velocidad ni siquiera cuando pasábamos por un cruce, pese a que había bastante tráfico. Casi no podíamos dar crédito a lo que veíamos. La ciudad tenía un aspecto normal, extraordinariamente tranquilo y próspero. La gente paseaba por las calles, limpias y ordenadas, y cuando se cruzaban se detenían a saludarse y a charlar, riendo y bromeando como si el infierno no se hubiese desatado nunca sobre la tierra. Las tiendas estaban abiertas, los jardines limpios y cuidados, y para mi sorpresa, incluso las cafeterías y los restaurantes estaban funcionando con total normalidad. Todo era limpio, pulcro, bello y perfecto.
Excepto por el pequeño detalle de que tan sólo se veía a personas de raza blanca mirara donde mirase.
—Esto es… Parece… —balbucí, tratando de digerir la escena.
—Resulta increíble, ¿verdad? —dijo Strangärd con una media sonrisa—. Es como el escenario de una teleserie. Esta ciudad ya era un barrio residencial blanco de calidad antes del Apocalipsis, pero ahora lo es más que nunca. La mayoría de la gente que ve son jubilados, profesionales liberales con sus familias o divorciadas ricas, que escapaban de la vida estresante de Biloxi para venirse a vivir aquí, y que tuvieron la suerte de asistir a la debacle final desde el lado bueno de esa pared de cemento. —Torció el gesto con una mueca—. Y ahora son el germen de la sociedad del futuro. Tiene gracia, ¿verdad?
Si tenía gracia, yo no se la encontraba por ninguna parte. Todas las personas que veía, jóvenes, adultos y viejos, tenían un aspecto próspero, sano y bien alimentado, a años luz del aspecto famélico y depauperado que tenían los supervivientes de Tenerife. Claro que en Gulfport no debía de haber más de treinta mil personas, tirando por lo alto, mientras que en Tenerife se hacinaban varios millones de refugiados llegados de toda Europa, que habían llevado al límite la capacidad de suministro de la isla.
Pero no era sólo eso. Todas aquellas personas tenían un aspecto relajado y displicente, muy lejos del espíritu fatalista y atemorizado que teníamos aquellos que nos habíamos enfrentado en persona con el hambre, la destrucción y los No Muertos durante algún tiempo. Tenían aspecto de
gente de bien
, que se las había apañado para seguir dentro de su Arcadia feliz mientras el resto del planeta se deslizaba por el sumidero de Satanás.
—Hay una cosa que no entiendo —pregunté—. ¿Cómo es posible que esta gente tan… tan… clásica haya aceptado como guardianes de la ley y el orden a estos tipos duros? —Señalé hacia Malachy Grapes y uno de sus acompañantes, que iban sentados en el asiento delantero, envueltos en una nube de humo de cigarro—. Parecen ex presidiarios.
—
Son
ex presidiarios —respondió Strangärd, bajando la voz de nuevo—. Todos y cada uno de ellos, antiguos inquilinos del Centro de Máxima Seguridad de Parchman.
—¿Y qué rayos hacen aquí? —preguntó Lucía. Aún estaba enfadada conmigo, y no me había dirigido la palabra ni una sola vez desde que habíamos bajado del barco.
—Iban camino de Biloxi, para trabajar como mano de obra gratis en el acomodamiento de miles de refugiados. Por algún error administrativo, cuatro autobuses abarrotados con esos tipos acabaron en Gulfport. Cuando llegaron, nadie sabía muy bien qué hacer con ellos y a los conductores de los autobuses, por su parte, les importaba un carajo lo que les pasase. Tan sólo querían dejar su cargamento aquí y salir pitando cuanto antes hacia el Punto Seguro de Biloxi. Simplemente cerraron los transportes, dejaron las llaves en la oficina del jefe de policía y salieron corriendo. Los presos estuvieron veinticuatro horas encerrados dentro de los autobuses, aparcados a pleno sol en la explanada de carga del puerto. Los tipos de la Nación Aria eran más numerosos, y estaban más organizados que el resto de los presos, así que cuando abrieron las puertas, tan sólo bajaron ellos de los autobuses. El resto de reclusos se quedaron dentro para siempre.