La insoportable levedad del ser (31 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
6.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
Séptima Parte
La sonrisa de Karenin
1

Desde la ventana se veía la ladera en la que crecían los cuerpos retorcidos de los manzanos. En la ladera el bosque cerraba el horizonte y la línea de montes se extendía en la lejanía. Al anochecer salía la luna en el cielo pálido y ése era el momento en que Teresa salía al umbral. La luna colgando de un cielo aún no oscurecido le parecía como una lámpara que han olvidado apagar y que ha estado encendida todo el día en la habitación de los muertos.

Los manzanos retorcidos crecían en la ladera y ninguno de ellos podía abandonar el sitio en el que había crecido, al igual que ni Teresa ni Tomás nunca podrían ya abandonar este pueblo. Habían vendido el coche, el televisor, la radio, sólo para comprar una casita pequeña con un jardín a un agricultor que se había ido a vivir a la ciudad.

Vivir en el campo era la única posibilidad de huir que les quedaba, porque aquí había una permanente escasez de gente y un exceso de alojamiento. Nadie tenía interés en investigar el pasado político de alguien que estaba dispuesto a ir a trabajar al campo o al bosque y nadie le tenía envidia.

Teresa era feliz por haber abandonado la ciudad, con los clientes borrachos del bar y las mujeres desconocidas que le dejaban a Tomás en el pelo el perfume de su sexo. La policía había dejado de interesarse por ellos y la historia del ingeniero se le mezclaba con la escena de Petrin, de modo que casi no distinguía ya lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. (Además, ¿estaba el ingeniero de verdad al servicio de la policía? Puede que sí, puede que no. Los hombres que emplean para sus citas pisos prestados y que no quieren hacer el amor con la misma mujer más de una vez, no son tan escasos.)

De modo que Teresa era feliz y tenía la sensación de que había logrado su objetivo: estaban juntos ella y Tomás y estaban solos. ¿Solos? Debo ser más preciso: lo que he denominado soledad significaba que habían roto todas las relaciones con los amigos y conocidos que hasta entonces tenían. Cortaron su vida como si fuera un trozo de cinta. Pero se sentía a gusto en compañía de los campesinos con los que trabajaban y a los que de vez en cuando visitaban en sus casas o invitaban a la suya.

Cuando, aquel día, en el balneario cuyas calles tenían nombres rusos, conoció al presidente de la cooperativa local, Teresa descubrió de pronto la imagen del campo que habían dejado en ella los recuerdos de sus lecturas o sus antepasados: un mundo de vida en común, en el que todos forman una especie de gran familia unida por intereses y costumbres comunes: los domingos misa en la iglesia, la taberna en la que se reúnen los hombres solos y la sala de esa misma taberna, donde los sábados toca la banda y todo el pueblo baila.

Pero en el régimen comunista las aldeas ya no se parecen a esta antigua imagen. La iglesia estaba en la aldea vecina y nadie la frecuentaba, la taberna se había convertido en oficinas, los hombres no tenían dónde reunirse a beber cerveza, los jóvenes no tenían dónde bailar. Las festividades religiosas no podían celebrarse, las estatales no interesaban a nadie. El cine estaba en la ciudad, a veinte kilómetros. De modo que al terminar la jornada, durante la cual la gente gritaba alegremente y charlaba en los minutos de descanso, todos se encerraban entre las cuatro paredes de sus casas con sus muebles modernos, que destilaban a chorros mal gusto, y miraban la pantalla encendida de los televisores. No se hacían v isitas, todo lo más se detenían unos minutos en casa del vecino antes de cenar. Todos soñaban con irse a vivir a la ciudad. La aldea no les ofrecía nada que se pareciese un poco a una vida interesante.

Quizá precisamente porque nadie quería echar raíces aquí, el Estado perdía poder sobre la aldea. Un agricultor, al que ya no le pertenece la tierra y que no es más que un obrero que trabaja en el campo, que no siente apego ni por el paisaje ni por su trabajo, no tiene nada que perder, no tiene nada por qué temer. Gracias a esta indiferencia, el campo conserva una considerable autonomía y cierta libertad. El presidente de la cooperativa no había sido nombrado desde fuera (como todos los directores en las ciudades), sino elegido por los campesinos y era uno de ellos.

Debido a que todos querían irse de aquí, Teresa y Tomás tenían entre ellos una situación excepcional: habían llegado voluntariamente. Si los demás aprovechaban cualquier oportunidad para ir a la ciudad al menos por un día, Teresa y Tomás no tenían más interés que el de permanecer donde estaban y, por eso, pronto conocieron a los campesinos mejor de lo que ellos mismos se conocían entre sí.

El presidente de la cooperativa se hizo verdaderamente amigo suyo. Tenía mujer, cuatro hijos y un cerdo al que criaba como a un perro. El cerdo se llamaba Mefisto y era el orgullo y la atracción del pueblo. Obedecía las órdenes, iba limpio y rosado; andaba con sus pezuñas como una mujer de piernas gordas con zapatos de tacón.

Cuando Karenin vio por primera vez a Mefisto, se excitó y estuvo largo rato dando vueltas a su alrededor y olfateándolo. Pero pronto se hizo amigo de él y prefería su compañía a la de los perros del pueblo, a los que despreciaba porque estaban atados a sus casetas y ladraban estúpidamente, s in descanso y sin motivo. Karenin comprendió adecuadamente el valor de lo exclusivo y podría afirmar que estaba orgulloso de su amistad con el cerdo.

El presidente de la cooperativa está contento de poder ayudar a su antiguo cirujano y, al mismo tiempo, triste por no poder hacer algo más por él. Tomás se convirtió en conductor del camión que llevaba a los campesinos al campo o transportaba las herramientas.

La cooperativa tenía cuatro establos grandes y además otro menor para cuarenta terneras. Se las encargaron a Teresa y las sacaba a pastar dos veces al día. Los prados próximos y de fácil acceso estaban destinados a la siega y, por eso, Teresa tenía que llevar el ganado a los montes de los alrededores. Las terneras iban comiendo paulatinamente el pasto de los prados lejanos y de ese modo Teresa recorría con ellas toda una amplia zona alrededor del pueblo. Al igual que en otras épocas en la pequeña ciudad, llevaba siempre algún libro en la mano y lo abría para leerlo en los prados.

Karenin siempre la acompañaba. Aprendió a ladrarle a las terneras jóvenes que eran demasiado alegres y pretendían alejarse de las demás; lo' hacía con visible satisfacción. Era, con seguridad, el más feliz del trío. Su oficio de «guardián del reloj» nunca había sido tan respetado como aquí, donde no cabía improvisación alguna. El tiempo en el que vivían Teresa y Tomás se aproximaba a la regularidad de su tiempo.

Un día, después de comer (es decir, cuando ambos tenían dos horas de tiempo libre para sí mismos), fueron los tres a dar un paseo a la ladera detrás de su casa.

—No me gusta cómo corre —dijo Teresa.

Karenin cojeaba de una pata trasera. Tomás se agachó y le miró la pata. Descubrió en el muslo un pequeño bulto.

Al día siguiente lo sentó a su lado en el camión y se detuvo en el pueblo más próximo, donde vivía el veterinario. Volvió a visitarlo al cabo de una semana y regresó con la noticia de que Karenin tenía cáncer.

Tres días más tarde lo operó él mismo con el veterinario. Cuando lo trajo a casa, Karenin aún no se había despertado de la anestesia. Yacía junto a la cama en la alfombra, tenía los ojos abiertos y se quejaba. En el muslo tenía los pelos afeitados y una cicatriz con seis puntos.

Trató de incorporarse. Pero no pudo

Teresa se asustó, pensó que ya no iba a volver a andar.

—No temas —dijo Tomás—, aún está bajo los efectos de la anestesia.

Trató de levantarlo pero le lanzó una dentellada. ¡Jamás había intentado morder a Teresa!

—No sabe quién eres —dijo Tomás—, no te reconoce.

Lo pusieron junto a la cama y se durmió rápidamente. Ellos también se durmieron.

Eran las tres de la mañana cuando de pronto los despertó. Movía el rabo y pisoteaba a Teresa y Tomás. Jugaba con ellos salvaje e insaciablemente.

¡Jamás los había despertado! Siempre esperaba a que uno de ellos se despertase antes de atreverse a saltar a su cama.

Pero esta vez no había sido capaz de controlarse al volver plenamente en sí, en medio de la noche. ¡Quién sabe de qué lejanías habría vuelto! ¡Quién sabe con qué fantasmas habría luchado! Al ver ahora que estaba en casa y reconocer a sus seres más próximos, tenía que comunicarles s u terrible alegría, la alegría del regreso y del renacer.

2

En el mismo comienzo del Génesis está escrito que Dios creó al hombre para confiarle el dominio sobre los pájaros, los peces y los animales. Claro que el Génesis fue escrito por un hombre y no por un caballo. No hay seguridad alguna de que Dios haya confiado efectivamente al hombre el dominio de otros seres. Más bien parece que el hombre inventó a Dios para convertir en sagrado el dominio sobre la vaca y el caballo, que había usurpado. Sí, el derecho a matar un ciervo o una vaca es lo único en lo que la humanidad coincide fraternalmente, incluso en medio de las guerras más sangrientas.

Ese derecho nos parece evidente porque somos nosotros los que nos encontramos en la cima de esa jerarquía. Pero bastaría con que entrara en el juego un tercero, por ejemplo un visitante de otro planeta al que Dios le hubiese dicho: «Dominarás a los seres de todas las demás estrellas», y toda la evidencia del Génesis se volvería de pronto problemática. Es posible que el hombre uncido a un carro por un marciano, eventualmente asado a la parrilla por un ser de la Vía Láctea, recuerde entonces la chuleta de ternera que estaba acostumbrado a trocear en su plato y le pida disculpas (¡tarde!) a la vaca.

Teresa va con la manada de terneras, las hace caminar delante de ella, a cada rato debe imponer disciplina a alguna de ellas porque las vacas jóvenes son alegres, se escapan del camino y corren hacia los campos. Karenin la acompaña. Hace ya dos años que va con ella a diario a los prados. Siempre le había resultado divertido tratar a las terneras con severidad, ladrarles e insultarlas. (Su Dios le había confiado el dominio sobre las vacas y está orgulloso de ello.) Pero esta vez anda con grandes dificultades y salta sólo con tres patas; en la cuarta tiene una herida que sangra. Teresa se agacha hacia él a cada rato y le acaricia el lomo. A los catorce días de la operación estaba claro que el cáncer no se había detenido y que Karenin estaría cada vez peor.

Por el camino encuentran a una vecina que, con botas de goma, va hacia el establo. La vecina se detiene:

—¿Qué le pasa a su perro? ¡Parece que cojea!

Teresa dice:

—Tiene cáncer. No hay salvación —y siente una opresión en la garganta que le impide hablar.

La vecina ve las lágrimas de Teresa y casi se enfada:

—¡Por Dios, no va a ponerse a llorar por un perro!

No lo dice con mala intención, es una buena mujer y más bien pretende consolar a Teresa con sus palabras. Teresa lo sabe, lleva además suficiente tiempo en la aldea para comprender que, si los campesinos amasen a cada conejo como ella ama a Karenin, no podrían matar a ninguno y morirían pronto de hambre con animales y todo. Pero, aun así, las palabras de la vecina le suenan a enemistad.

-Ya sé -responde sin protestar, pero se aleja rápidamente de ella y sigue su camino.

Se siente aislada en su amor por el perro. Piensa con una sonrisa triste que tiene que mantenerlo en secreto, más que si se tratase de una infidelidad. La gente ve con malos ojos el amor por los perros. Si la vecina se enterase de que le es infiel a Tomás, le daría una palmadita en la espalda en señal de secreta complicidad.

Así que sigue su camino con las terneras, que van frotándose mutuamente las ancas, y piensa que son unos animalitos muy agradables. Tranquilas, ingenuas, algunas veces puerilmente alegres: parecen señoras gordas de cincuenta años que fingen tener catorce. No hay nada más conmovedor que las vacas cuando juegan. Teresa las mira con simpatía y piensa (es una idea recurrente desde hace ya dos años) que la humanidad vive a costa de las vacas, del mismo modo en que la tenia vive a costa del hombre: se ha enganchado a su teta como una sanguijuela. El hombre es un parásito de la vaca, así definiría probablemente un no-hombre al hombre en su zoología.

Podemos considerar esta definición como una simple broma y reírnos amablemente de ella. Pero cuando Teresa se ocupa seriamente de ella, se encuentra en una situación comprometida: sus ideas son peligrosas y la alejan de la humanidad. Ya en el Génesis, Dios le confió al hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos entenderlo en el sentido de que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el propietario, sino un administrador del planeta que, algún día, debería rendir cuentas de esa administración. Descartes dio un paso decisivo: hizo del hombre el «señor y propietario de la naturaleza». Pero existe sin duda cierta profunda coincidencia en que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que los animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor mientras que el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una máquina viviente, «machina animata». Si el animal se queja, no se trata de un quejido, es el chirrido de un mecanismo que funciona mal. Cuando chirría la rueda de un carro, no significa que el eje sufra, sino que no está engrasado. Del mismo modo hemos de entender el llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio experimentan con un perro y lo trocean vivo.

Las terneras pastan en el prado, Teresa está sentada sobre un tocón y Karenin se apretuja contra ella con la cabeza sobre sus rodillas. Y Teresa se acuerda de que una vez, quizás hace diez años, leyó una noticia de dos líneas en el periódico: decía que en una ciudad rusa habían matado a tiros a todos los perros del lugar. Aquella noticia, poco llamativa y aparentemente insignificante, le hizo sentir por primera vez miedo de ese país vecino, excesivamente grande.

Aquella noticia fue una anticipación de todo lo que sucedió después: durante los primeros años que siguieron a la invasión rusa, no se podía hablar aún de terror. Dado que casi todo el país estaba en contra del régimen de ocupación, los rusos tuvieron que buscar a personas nuevas entre la población checa y auparlas al poder. ¿Pero dónde iban a buscarlas si tanto la fe en el comunismo como el amor hacia Rusia habían muerto? Las buscaron entre quienes deseaban vengarse de la vida por algún motivo. Hacía falta unificar, cultivar y mantener alerta su agresividad. Hacía falta ejercitarlas primero en objetivos provisionales. Esos objetivos fueron los animales.

Other books

Watershed by Jane Abbott
Jane Bonander by Dancing on Snowflakes
Where There's Smoke by Karen Kelley
The Haunting of the Gemini by Jackie Barrett
SpeakeasySweetheart by Clare Murray
Walking on Water: A Novel by Richard Paul Evans
Bocetos californianos by Bret Harte
Stress by Loren D. Estleman
Jo Goodman by My Steadfast Heart