La insoportable levedad del ser (11 page)

BOOK: La insoportable levedad del ser
7.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
4

Sabina se dejó convencer para visitar una asociación de compatriotas. Discutían una vez más acerca de si se debía haber luchado contra los rusos con las armas en la mano o no. Por supuesto que aquí, en la tranquilidad de la emigración, todos decían que se tenía que haber luchado. Sabina dijo:

—Entonces vuelvan y luchen.

No debía haberlo dicho. Un hombre con el pelo cano y ondulado la señaló con un largo dedo índice:

—No diga eso. Todos ustedes son responsables de lo que pasó. Usted también. ¿Qué hizo usted allí contra el régimen comunista? Pintar cuadros, eso es todo...

La evaluación y el examen de los ciudadanos es una actividad permanente, la principal de las actividades sociales en los países comunistas. Si a un pintor se le ha de autorizar una exposición, si un ciudadano debe obtener un visado para poder ir durante las vacaciones al mar, si un futbolista debe formar parte de la selección nacional, primero hay que reunir todos los dictámenes e informes sobre él (de la portera, de los compañeros de trabajo, de la policía, de la organización del partido, de los sindicatos), luego éstos son analizados, sopesados y resumidos por funcionarios especiales designados para esos fines. Pero aquello de lo que hablan esos dictámenes no se refiere a la capacidad del ciudadano para pintar, jugar al fútbol o a si su salud necesita que pase las vacaciones junto al mar. Se refiere única y exclusivamente a lo que se dio en llamar «perfil político del ciudadano» (o sea, a lo que el ciudadano dice, a lo que piensa, al modo en que se comporta, a si participa en reuniones y en manifestaciones del primero de mayo). Dado que todo (la vida cotidiana, la carrera profesional y hasta las vacaciones) depende de la evaluación que se haga del ciudadano, todo el mundo (si quiere jugar al fútbol en el equipo nacional, exponer sus cuadros o pasar las vacaciones junto al mar) tiene que comportarse de modo que la evaluación sea positiva.

En eso pensaba ahora Sabina, mientras oía hablar al hombre del pelo cano. No se preocupa de si sus compatriotas juegan bien al fútbol o pintan bien (ninguno de los checos se preocupaban por saber cómo pinta Sabina), sino de si su postura en contra del régimen comunista era activa o sólo pasiva, de verdad o fingida, de toda la vida o de ahora mismo.

Como era pintora, se fijaba mucho en la cara de la gente y conocía, por sus experiencias en Praga, la fisionomía de aquellos cuya pasión es examinar y evaluar a los demás. Todos ellos tenían el índice un poco más largo que el dedo del corazón y apuntaban con él a las personas con las que hablaban. Por lo demás, el presidente Novotny, que mandó en Bohemia durante catorce años, hasta 1968, también llevaba el pelo exactamente igual, con un ondulado de peluquería y tenía el índice más largo de todos los habitantes de Europa Central.

Cuando el prestigioso emigrante oyó, en boca de una pintora cuyos cuadros no había visto nunca, que se parecía al presidente comunista Novotny, enrojeció, palideció, volvió a enrojecer, volvió a palidecer, no dijo nada y permaneció en silencio. Todos se quedaron callados al mismo tiempo, hasta que por fin Sabina se levantó y se fue.

Estaba consternada, pero en cuanto llegó a la calle, pensó: ¿Y por qué iba a tener que relacionarse con los checos? ¿Qué la une a ellos? ¿El paisaje? Si cada uno de ellos tuviera que explicar lo que le dice la palabra Bohemia, las imágenes que tendrían ante los ojos serían totalmente heterogéneas y no formarían unidad alguna.

¿O la cultura? Pero ¿qué es? ¿Dvorak y Janacek? Sí. Pero ¿qué ocurre cuando un checo no tiene sentido musical? La esencia de lo checo se diluye rápidamente.

¿O los grandes hombres? ¿Jan Hus? Ninguno de ellos había leído ni un solo renglón de sus libros. Lo único que eran capaces de entender todos a una eran las llamas, las gloriosas llamas en las que ardió como hereje en la hoguera, las gloriosas cenizas en las que se convirtió, de modo que la esencia de lo checo, piensa Sabina, no es para ellos más que cenizas. Lo que une a esa gente no es más que su derrota y los reproches que se hacen mutuamente.

Andaba de prisa. Más que la ruptura con los emigrantes, lo que ahora la excitaba eran sus pensamientos. Sabía que eran injustos. Entre los checos hay también personas diferentes a aquel señor del índice largo.

El silencio que se produjo tras sus palabras no significaba, ni mucho menos, que todos estuviesen en contra suya. Más bien estaban confundidos por ese odio repentino, por esa incomprensión de la que aquí en la emigración todos son víctimas. ¿Por qué, mejor, no se compadece de ellos? ¿Por qué no ve en ellos a personas enternecedoras y abandonadas?

Nosotros sabemos ya por qué: Ya al traicionar a su padre, la vida apareció ante ella como un largo camino de traiciones, y cualquier traición nueva la atraía como un vicio y como una victoria, ¡No quiere permanecer en sus filas! ¡No quiere permanecer en esas filas siempre con la misma gente y las mismas conversaciones! Por eso la excita tanto lo injusta que es. La excitación no le resulta desagradable, al contrario, Sabina tiene la sensación de haber vencido y de ser aplaudida por alguien invisible.

Pero inmediatamente después de aquella embriaguez llegó la angustia: ¡Este camino tiene que terminar en algún sitio! ¡Alguna vez tiene que dejar de traicionar! ¡Algún día tiene que detenerse!

Era de noche e iba de prisa por el andén. El tren para Ámsterdam ya está en la estación. Buscaba su vagón. Abrió la puerta del compartimiento hasta el cual la había conducido un amable revisor y vio a Franz sentado en la cama, que ya estaba hecha. Se levantó para darle la bienvenida y ella lo abrazó y lo cubrió de besos.

Tenía unas ganas terribles de decirle, como la más trivial de las mujeres: ¡No me abandones, no dejes que me vaya, dómame, esclavízame, sé fuerte! Pero eran palabras que no podía y no sabía pronunciar.

Después de abrazarlo lo único que dijo fue: «Estoy tan contenta de estar contigo». Era lo más que podía decir una persona de un carácter tan reservado como el de ella.

5

Pequeño diccionario de palabras incomprendidas (continuación).

MANIFESTACIONES: en Italia o en Francia la cosa es sencilla. Cuando los padres obligan a alguien a ir a la iglesia, éste se venga ingresando en el partido (comunista, maoísta, trotskista, etc.). Pero a Sabina su padre primero la hizo ir a la iglesia y después, él mismo, por temor, la obligó a apuntarse en la Unión de Jóvenes Comunistas.

Cuando iba a las manifestaciones del primero de mayo, no sabía llevar el ritmo de la marcha, de modo que la chica que iba detrás le gritaba y le daba pisotones a propósito. Cuando se cantaba durante el desfile, nunca sabía el texto de las canciones y no hacía más que abrir k boca sin emitir sonido. Pero sus compañeras se dieron cuenta y la acusaron. Desde pequeña odiaba todas las manifestaciones.

Franz estudiaba en París y, como tenía un talento excepcional, su carrera científica estaba asegurada prácticamente desde sus veinte años. Desde entonces sabía que se iba a pasar la vida dentro de un gabinete universitario, de las bibliotecas públicas y de dos o tres aulas; aquella idea le producía una sensación de asfixia. Tenía ganas de salirse de su vida, tal como se sale de una casa a la calle.

Por eso, mientras vivía en París, le gustaba tanto asistir a manifestaciones. Era precioso celebrar algo, reivindicar algo, protestar contra algo, no estar solo, estar al aire libre y estar con otros. Las manifestaciones que bajaban por el bulevar Saint Germain o desde la plaza de la República a la Bastilla, le fascinaban. La masa marchando y gritando era para él la imagen de Europa y su historia. Europa es la Gran Marcha. Marcha de revolución en revolución, de lucha a lucha, siempre adelante.

También podría decirlo de otro modo: A Franz su vida entre libros le parecía irreal. Anhelaba una vida real, el contacto con el resto de las personas que van con él codo con codo, sus gritos. No era consciente de que precisamente lo que considera irreal (el trabajo en la soledad del gabinete y de las bibliotecas) es su vida real, mientras que las manifestaciones que representaban para él la realidad no son más que teatro, danza, fiesta, dicho de otro modo: sueño.

Durante sus estudios Sabina vivía en una residencia. Los primeros de mayo todos tenían que estar desde muy temprano en el punto de partida de la manifestación. Para que no faltase nadie, los funcionarios de la organización de estudiantes controlaban que la residencia quedase vacía. Por eso se escondía en el retrete y, cuando hacía mucho tiempo que los demás ya se habían ido, volvía a su habitación. Había un silencio como nunca. Sólo a lo lejos se oía a las bandas de música. Era como si estuviera escondida dentro de una concha y a lo lejos resonase el mar del mundo hostil.

Un año después de abandonar Bohemia se encontraba casualmente en París, precisamente en el aniversario de la invasión rusa. Se celebraba una manifestación de protesta y no fue capaz de resistir a la tentación de participar. Los jóvenes franceses levantaban el puño y gritaban consignas contra el imperialismo soviético. Aquellas consignas le gustaban, pero de pronto comprobó con sorpresa que era incapaz de gritar a coro con los demás. No aguantó en la manifestación más que unos pocos minutos.

Les confió su experiencia a sus amigos franceses. Se extrañaron: «¿Es que no quieres luchar contra la ocupación de tu país?». Tenía ganas de decirles que detrás del comunismo, del fascismo, de todas las ocupaciones y las invasiones, se esconde un mal más básico y general; para ella la imagen de ese mal es una manifestación de personas que marchan, levantan los brazos y gritan al unísono las mismas sílabas. Pero sabía que no sería capaz de explicárselo. Perpleja, cambió el tema de la conversación.

BELLEZA DE NUEVA YORK: anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle dirigiendo con gestos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas, junto a ellas había un gran rascacielos acristalado y, detrás de aquél, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palacio árabe con sus torrecillas, sus galerías y sus columnas doradas.

Sabina se acordó de sus cuadros: en ellos también se producían encuentros de cosas que no tenían nada que ver: una siderurgia en construcción y detrás de ella una lámpara de petróleo; otra lámpara más, cuya antigua pantalla de cristal pintado está rota en pequeños fragmentos que flotan sobre un paisaje desértico de marismas.

Franz dijo:

—La belleza europea ha tenido siempre un cariz intencional. Había un propósito estético y un plan a largo plazo según el cual la gente edificaba durante decenios una catedral gótica o una ciudad renacentista. La belleza de Nueva York tiene una base completamente distinta. Es una belleza no intencional. Surgió sin una intención humana, algo así como una gruta con estalactitas. Por mas, que en sí mismas son feas, se encuentran casual mente, sin planificación, en unas combinaciones tan increíbles que relucen con milagrosa poesía.

Sabina dijo:

—Una belleza no intencional. Sí. También podría decirse: la belleza como error. Antes de que la belleza desaparezca por completo del mundo, existirá aún durante un tiempo como error. La belleza como error es la última fase de la historia de la belleza.

Y se acordó del primer cuadro que pintó, ya como pintora madura; surgió gracias a que sobre él cayó por error pintura roja. Sí, sus cuadros estaban basados en la belleza del error, y Nueva York era la patria secreta y verdadera de su pintura.

Franz dijo:

—Es posible que la belleza no intencional de Nueva York sea mucho más rica y variada que la belleza excesivamente severa y compuesta de un proyecto humano. Pero ya no es una belleza europea. Es un mundo extraño.

¿Resultará que hay al menos algo acerca de lo cual los dos piensen lo mismo?

No. Hay una diferencia. Lo ajeno de la belleza neoyorquina atrae tremendamente a Sabina. A Franz le fascina, pero también le horroriza; despierta en él la añoranza de Europa.

PATRIA DE SABINA: Sabina comprende la aversión de él hacia América. Franz es la personificación de Europa: su madre era de Viena, su padre era francés, él es suizo.

Por su parte, Franz admira la patria de Sabina. Cuando le habla de sí misma y de sus amigos de Bohemia, Franz oye las palabras cárcel, persecución, tanques en las calles, emigración, octavillas, literatura prohibida, exposiciones prohibidas, y siente una extraña envidia mezclada de nostalgia.

Le confiesa a Sabina: «Una vez un filósofo escribió acerca de mí que todo lo que digo son especulaciones indemostrables y me llamó un Sócrates casi inverosímil. Me sentí tremendamente humillado y le respondí en un tono furibundo. ¡Imagínate! ¡Este episodio ridículo fue el mayor conflicto que jamás he vivido! ¡Fue entonces cuando mi vida alcanzó el máximo de sus posibilidades dramáticas! Nosotros dos vivimos a dos escalas distintas. Tú has entrado en mi vida como Gulliver en el país de los enanos».

Sabina protesta. Dice que el conflicto, el drama, la tragedia, no significan absolutamente nada, no represen tan valor alguno, nada que merezca respeto o admiración. Lo que todo el mundo le puede envidiar a Franz es el trabajo que ha podido hacer tranquilamente.

Franz hace un gesto de negación con la cabeza: «Cuando la sociedad es rica, la gente no tiene que trabajar con las manos y se dedica a la actividad intelectual. Hay cada vez más universidades y cada vez más estudiantes. Los estudiantes, para poder terminar sus carreras, tienen que inventar temas para sus tesinas. Hay una cantidad infinita de temas, porque sobre cualquier cosa se puede hacer un estudio. Los folios de papel escrito se amontonan en los archivos, que son más tristes que un cementerio, porque en ellos no entra nadie ni siquiera el día de difuntos. La cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad. Por ese motivo te digo que un libro prohibido en tu país significa infinitamente más que los millones de palabras que vomitan nuestras universidades».

Other books

Hitler's Daughter by Jackie French
Elegy Owed by Bob Hicok
Murder in Wonderland by Leslie Leigh
Spy School by Stuart Gibbs
The Missing Person by Alix Ohlin
Shelter by Susan Palwick