Al principio no nos vio y se dirigió directamente hacia la piscina. Pero nuestros ojos estaban fijos en ella con tal fuerza que al final atrajeron su mirada. Se ruborizó. Cuando una mujer se ruboriza, es magnífico; su cuerpo en ese momento no le pertenece, no lo domina, está a su merced; ¡ah, nada hay más hermoso que ver a una mujer violentada por su propio cuerpo! Comencé a comprender la debilidad de Avenarius por Laura. Dirigí mi mirada hacia él: su rostro permanecía perfectamente impasible. Me daba la impresión de que aquel dominio de sí mismo le traicionaba aún más que a Laura su rubor.
Ella se dominó, esbozó una sonrisa de cortesía y avanzó hacia nuestra mesa. Nos levantamos y Paul nos presentó a su mujer. Yo seguía observando a Avenarius. ¿Sabía que Laura era la mujer de Paul? Me pareció que no. Por lo que yo sabía de él, deducía que se había acostado una vez con ella y desde entonces no había vuelto a verla. Pero no lo sabía con certeza y no estaba en realidad seguro de nada. Cuando le dio la mano a Laura, le hizo una reverencia como si la viera por primera vez en su vida. Laura se despidió (demasiado rápido, me dije) y se zambulló en la piscina.
A Paul se le disipó de pronto toda la euforia.
—Me alegro de que la hayan conocido —dijo melancólicamente—. Es, como suele decirse, la mujer de mi vida. Debería felicitarme. La vida humana es muy breve y la mayoría de los hombres nunca encuentra a la mujer de su vida.
El camarero trajo una nueva botella, la abrió ante nosotros, volvió a llenar todas las copas y Paul volvió así a perder el hilo de la conversación.
—Estaba hablando de la mujer de su vida —le apunté cuando se fue el camarero.
—Sí —dijo—. Tengo con ella una hija de tres meses. Del primer matrimonio también tengo una hija. Hace un año se fue de casa. Sin despedirse. Yo me sentía desdichado, porque la quiero. Durante mucho tiempo no tuve noticias suyas. Hace dos días volvió porque su novio la dejó colgada. Pero antes le hizo un crío, una niña. ¡Amigos, tengo una nieta! ¡Así que estoy rodeado por cuatro mujeres! —Era como si la idea de las cuatro mujeres le hubiera insuflado energía—: ¡Ese es el motivo por el que hoy bebo desde la mañana! ¡Bebo por el reencuentro! ¡Bebo a la salud de mi hija y mi nieta!
Más abajo de donde estábamos nosotros, en la piscina, nadaban Laura y otros dos bañistas y Paul sonreía. Era una curiosa sonrisa cansada que hacía que me diera lástima. Me parecía que había envejecido de golpe. Su poderosa cabellera gris se había convertido de pronto en el peinado de una vieja dama. Como si quisiera hacer frente al ataque de debilidad recurriendo a la voluntad, volvió a incorporarse con la copa en la mano.
Mientras tanto desde abajo llegaba un sonido de golpes de brazos contra la superficie del agua. Con la cabeza fuera del agua, Laura nadaba crol con escasa habilidad pero apasionadamente y con una especie de rabia.
Me dio la impresión de que cada uno de aquellos golpes caía sobre la cabeza de Paul como un año más de vida: su cara envejecía a ojos vista ante nosotros. Ya tenía setenta, y poco después tendría ochenta años, y levantaba la copa como si quisiera detener esa avalancha de años que se precipitaba sobre él:
—Recuerdo una famosa frase de mi juventud —dijo con una voz que repentinamente había perdido sonoridad—: «
La mujer es el futuro del hombre
». ¿Quién fue el que la dijo? Ya no lo sé. ¿Lenin? ¿Kennedy? No, no. Algún poeta.
—Aragon —le apunté.
Avenarius dijo contrariado:
—¿Qué quiere decir eso de que
La mujer es el futuro del hombre
? ¿Que los hombres se convertirán en mujeres? ¡No entiendo esa frase estúpida!
—¡No es una frase estúpida! ¡Es una frase poética! —se defendió Paul.
—La literatura desaparecerá y las frases poéticas estúpidas seguirán vagando por el mundo —dije.
Paul no me hacía caso. Veía en aquel momento su imagen veintisiete veces multiplicada en los espejos y no podía apartar la vista de ella. Se volvía alternativamente hacia cada uno de sus rostros en los espejos y hablaba con voz débil y aguda de vieja dama:
—La mujer es el futuro del hombre. Eso significa que el mundo, que una vez fue hecho a imagen del hombre, se adaptará ahora a la imagen de la mujer. Cuanto más técnico y mecanizado, cuanto más metálico y frío sea, más necesitará ese calor que sólo la mujer puede darle. ¡Si queremos defender al mundo, tendremos que adaptarnos a la mujer, dejarnos guiar por la mujer, dejar que penetre en nosotros ese Ewigweibliche, ese eterno femenino!
Como si aquellas palabras proféticas lo hubieran agotado por completo, Paul era de pronto otros diez años más viejo, era un viejito completamente debilucho y sin fuerzas de unos ciento veinte o ciento cincuenta años. No era capaz ni de sostener la copa. Se deslizó sobre la silla. Después dijo con sinceridad y tristeza:
—Volvió sin avisar. Y odia a Laura. Y Laura la odia a ella. La maternidad ha incrementado la combatividad de las dos. Ya se vuelve a oír desde una habitación a Mahler y desde la otra el rock. Ya pretenden de nuevo que yo elija, ya vuelve el
ultimatum
. Se han puesto a luchar. Y cuando las mujeres se ponen a luchar, no se detienen. —Después se inclinó hacia nosotros en tono confidencial—. Amigos, no me tomen en serio. Lo que voy a decirles ahora no es verdad. —Bajó la voz como si nos comunicara un gran secreto—. Ha sido una gran suerte que las guerras las hicieran hasta ahora sólo los hombres. Si las hubieran dirigido las mujeres, habrían sido tan consecuentes en su crueldad que no quedaría hoy en el planeta una sola persona. —Y como si quisiera que olvidáramos inmediatamente lo que había dicho, dio un puñetazo en la mesa y levantó la voz—: Amigos, yo querría que no existiera la música. Querría que el padre de Mahler hubiera sorprendido a su hijo masturbándose y le hubiese dado tal bofetada en la oreja que el pequeño Gustav se habría quedado sordo para toda la vida y nunca hubiera sido capaz de distinguir un tambor de un violín. Y querría que la corriente de todas las guitarras eléctricas estuviera conectada a unas sillas a las que ataría a los guitarristas con mis propias manos. —Después añadió en voz muy baja—: Amigos, .yo querría estar aún diez veces más borracho de lo que estoy.
4
Se había derrumbado sobre la silla y aquello era tan triste que no podíamos soportarlo. Nos levantamos, nos acercamos a él y le dimos palmadas en la espalda. Y mientras le estábamos palmeando vimos de pronto que su mujer había salido de un salto del agua y pasaba a nuestro lado en dirección a la salida. Actuaba como si no existiésemos.
¿Estaba tan enfadada con Paul que ni siquiera quería verlo? ¿O la había dejado perpleja el inesperado encuentro con Avenarius? Como quiera que fuese, el paso con el que cruzó junto a nosotros tenía algo tan poderoso y atractivo que dejamos de palmear a Paul y nos quedamos los tres mirándola.
Cuando llegó a la altura de las puertas batientes que conducían de la piscina a los vestuarios, sucedió algo inesperado: volvió de pronto la cabeza en dirección a nuestra mesa y lanzó el brazo hacia arriba con un movimiento tan suave, tan encantador, tan armonioso, que nos pareció que de sus dedos había salido lanzado hacia lo alto un balón dorado que había quedado flotando encima de las puertas.
Paul tenía de pronto una sonrisa en la cara y cogió con firmeza a Avenarius del brazo:
—¿Ha visto? ¿Ha visto ese gesto?
—Sí —dijo Avenarius y miraba como yo y como Paul el balón de oro que resplandecía bajo el techo como un recuerdo de Laura.
Para mí estaba completamente claro que el gesto no iba dirigido al marido borracho. No era el gesto automatizado de la despedida cotidiana, era un gesto excepcional y cargado de significados. Sólo podía estar destinado a Avenarius.
Naturalmente, Paul no sospechaba nada. Como por un milagro caían de él los años, volvía a ser un cincuentón atractivo, orgulloso de su cabellera gris. Seguía mirando hacia las puertas sobre las cuales relucía el balón dorado y decía:
—¡Ah, Laura! ¡Así es ella! ¡Ah, qué gesto! ¡Así es Laura! —Y después relató con voz emocionada—: La primera vez que se despidió de mí de ese modo fue cuando la acompañé a la maternidad. Había sufrido antes dos operaciones para poder tener un hijo. Teníamos miedo del parto. Para evitar que yo pasase un mal rato, me prohibió entrar con ella en la clínica. Me quedé junto al coche y ella avanzó sola hacia la puerta y, cuando ya estaba junto al umbral, de pronto volvió la cabeza, exactamente igual que hace un momento, y extendió el brazo. Cuando volví a casa estaba tremendamente triste, la echaba de menos y para revivir su presencia intenté imitar para mí mismo aquel hermoso gesto con el que me había cautivado. Si entonces me hubiera visto alguien, se habría reído. Me puse de espaldas al espejo, estiré el brazo hacia arriba y me sonreí a mí mismo, por encima del hombro, en el espejo. Lo hice unas cuarenta o cincuenta veces mientras pensaba en ella. Yo era al mismo tiempo Laura que me saludaba y yo mismo que miraba cómo me saludaba Laura. Pero había una cosa curiosa: aquel gesto no cuadraba conmigo. Al hacer aquel movimiento era irremediablemente torpe y ridículo.
Se incorporó y se puso de espaldas a nosotros. Después extendió el brazo hacia arriba y nos miró por encima del hombro. Sí, tenía razón: era cómico. Nos reímos. Nuestra risa le incitó a repetir el gesto varias veces más. Daba cada vez más risa. Después dijo:
—Saben, no es un gesto masculino, es un gesto de mujer. La mujer con ese gesto nos incita: ven, sígueme, y uno no sabe adonde lo invita y ella tampoco lo sabe, pero nos invita convencida de que vale la pena ir al sitio al que nos invita. Por eso les digo: o la mujer será el futuro del hombre o la humanidad perecerá, porque sólo la mujer es capaz de mantener la esperanza sin la menor justificación e invitarnos a un futuro dudoso en el que, de no ser por las mujeres, hace ya tiempo que habríamos dejado de creer. Toda la vida he estado dispuesto a ir en pos de la voz de las mujeres, aunque esa voz sea alocada y yo sea cualquier cosa menos un loco. ¡Pero no hay cosa más hermosa que alguien que no es un loco y va hacia lo desconocido guiado por una voz alocada! —Y volvió a decir en tono solemne unas palabras en alemán—:
Das Ewigweibliche zieht uns hinan
! ¡El eterno femenino nos empuja hacia arriba!
El verso de Goethe batía las alas como una orgullosa oca blanca bajo la bóveda de la piscina y Paul reflejado en las tres superficies de los espejos iba hacia las puertas batientes por las que un momento antes se había ido Laura. Por primera vez lo vi sinceramente alegre. Dio un par de pasos, volvió hacia nosotros la cabeza por encima del hombro y estiró el brazo hacia arriba. Se rió. Giró una vez más, volvió a agitar el brazo. Luego nos volvió a hacer por última vez aquella torpe imitación masculina de ese hermoso gesto femenino y desapareció tragado por las puertas.
Yo dije:
—Fue muy bonito lo que contó sobre ese gesto, pero creo que estaba equivocado. Laura no incitaba a que nadie fuera tras ella hacia el futuro, sino que quería que supieras que está aquí y que está aquí para ti.
Avenarius callaba y su rostro no revelaba nada. Le dije en tono de reproche:
—¿No te da lástima?
—Sí —dijo Avenarius—. Le tengo verdadero afecto. Es inteligente. Es ingenioso. Es complicado. Es un hombre triste. Y sobre todo: ¡me ayudó! ¡No lo olvides! —Después se inclinó hacia mí como si no quisiera dejar sin respuesta mi tácito reproche—: Ya te hablé de mi propuesta de hacerle a la gente la siguiente pregunta: ¿quién quiere acostarse secretamente con Rita Hayworth y quién prefiere que lo vean con ella? Por supuesto que el resultado se sabe de antemano: todos, hasta el más mísero de los miserables, dirían que prefieren acostarse con ella. Porque todos quieren aparecer ante sí mismos, ante sus mujeres, e incluso ante el empleado calvo de las encuestas, como hedonistas. Pero no es más que un autoengaño. Una comedia. Hoy ya no existen los hedonistas.
Las últimas palabras las pronunció con mucho énfasis y luego añadió, con una sonrisa:
—Aparte de mí. —Y continuó—: Digan lo que digan, si realmente tuvieran la posibilidad de elegir, todos, te digo que todos, preferirían pasear con ella por la plaza. Porque lo que a todos les importa es la admiración y no el placer. La apariencia y no la realidad. La realidad ya no significa nada para nadie. Para nadie. Para mi abogado no significa absolutamente nada. —Después dijo con una especie de ternura—: Por eso puedo prometerte solemnemente que no sufrirá el menor daño. Los cuernos que llevará serán invisibles. Tendrán el color del cielo cuando el tiempo sea bueno y serán grises cuando llueva. —Y luego añadió—: Además ningún hombre va a sospechar que una persona de la que sabemos que viola a las mujeres con un cuchillo en la mano es el amante de su mujer. Son dos imágenes que no coinciden.
—Espera —dije—. ¿El cree de verdad que querías violar a las mujeres?
—Ya te lo dije.
—Pensé que bromeabas.
—¡No creerías que iba a confesar mi secreto! —Luego añadió—: Además, aunque le hubiera dicho la verdad, no me habría creído. Y si me hubiera creído habría dejado de interesarse inmediatamente por mi caso. Para él sólo tenía valor como violador. Sintió por mí ese amor incomprensible que sienten los grandes abogados por los grandes criminales.
—¿Y entonces cómo lo explicaste todo?
—No expliqué nada. Me dejaron en libertad por falta de pruebas.
—¿Cómo que por falta de pruebas? ¿Y el cuchillo?
—No niego que fue duro —dijo Avenarius y comprendí que ya no me enteraría de más detalles.
Permanecí en silencio durante un rato y luego dije:
—¿No hubieras confesado lo de los neumáticos a ningún precio?
Negó con la cabeza. Me embargó una particular emoción:
—Estabas dispuesto a que te metieran en la cárcel por violador sólo para no traicionar el juego…
En ese momento lo comprendí: si no somos capaces de atribuirle importancia a un mundo que se considera importante, si dentro de ese mundo nuestra risa no encuentra eco alguno, sólo nos queda una alternativa: tomar el mundo como un todo y convertirlo en objeto de nuestro juego; convertirlo en juguete. Avenarius juega y la única cosa importante en un mundo sin importancia es para él el juego. Pero él sabe que con ese juego no hará reír a nadie. Cuando presentó su propuesta a los ecologistas, no pretendía divertir a nadie. Sólo quería divertirse él mismo. Le dije: