¿Cómo se logra la salvación? La segunda gran crisis a la que se enfrentaba la iglesia giraba en torno a esta cuestión. Esta vez la chispa la prendió un monje laico, un asceta tenido en muy alta consideración, Pelagio, quien llegó a Roma proveniente de Inglaterra. Al descubrir un cristianismo nominal laxo entre la alta sociedad romana, dio gran importancia a la moralidad, a la voluntad humana, a la libertad, la responsabilidad y la acción práctica. La gracia de Dios —especialmente el ejemplo de Jesús, la admonición moral y el perdón— era importante, pero para Pelagio desempeñaba un papel externo. En cualquier caso, no entendía la gracia como Agustín, siguiendo a Tertuliano, como una «fuerza» (en latín
vis
) que actuaba en el interior de las gentes, casi materializada como si se tratara de un combustible espiritual, lo que en la Edad Media se llamaría la «gracia creada» en oposición a la gracia de Dios.
Agustín creía que el pelagianismo tocaba el punto débil de su propia experiencia, que en efecto golpeaba en el corazón de su fe. Después de todo, en los pesarosos años anteriores a su conversión había experimentado en su relación con una mujer que le crió como a un hijo cuan débil era él, cuan fuerte el deseo «carnal» (
conscupiscentia carnis
) que culminaba en el placer sexual, y cómo los seres humanos necesitan la gracia de Dios de principio a fin para su conversión. En su obra intimista
Confesiones
describía que la gracia debe ser dada al pecador única y exclusivamente por obra de Dios. Aquí Agustín se refería de una manera novedosa al mensaje paulino según el cual el ser humano pecador puede justificarse, reconciliarse con Dios, a través de la gracia de la fe, y no por obras conformes con la ley. Este mensaje había perdido todo carácter como resultado de la desaparición del cristianismo judío y de la concentración griega en la divinización del ser humano. Ciertamente, Agustín hizo del tema de la gracia el centro de la teología occidental.
Pero la batalla contra los pelagianos tuvo consecuencias trascendentales. Pues en el fragor de la batalla Agustín agudizó y estrechó su teología del pecado y la gracia. Ahora intentaba explicar el pecado de todo ser humano desde la historia bíblica de la caída de Adán, «en quien [en lugar de tras su ejemplo] pecan todos los seres humanos». Este es un error de traducción flagrante de Romanos 5,12. De este modo Agustín dotaba al pecado original de Adán de un carácter histórico, psicológico e incluso sexual. Para él, en contraste total con Pablo, se convertía en pecado original lo que era resueltamente sexual. Pues, siempre según Agustín, este pecado original se transmitía a todo ser humano a través del acto sexual y del deseo «carnal», es decir, centrado en sí mismo (concupiscencia), que de aquel se desprendía. Así pues, y de acuerdo con esta teología, todos los niños ya eran víctimas de la muerte eterna: a menos que se hubieran bautizado.
La consecuencia es que Agustín, quien más que ningún otro autor de la Antigüedad tenía una brillante capacidad para la autorreflexión analítica, legó a la iglesia católica de occidente la doctrina del pecado original, que resultaba desconocida en oriente, y al mismo tiempo una funesta denigración de la sexualidad, de la libido sexual. El placer sexual en sí mismo (y no el destinado a la procreación) era pecaminoso y debía suprimirse; y hasta hoy en día estas siguen siendo las nocivas enseñanzas del papa de Roma.
Asimismo, Agustín se ocupó de otro mito pernicioso de la secta dualista de los maniqueos. Esta secta, a la que había pertenecido en su juventud, era hostil al cuerpo, y sostenía que solo un número relativamente reducido de seres humanos estaban predestinados a la gracia (para superar el vacío creado por la caída de los ángeles). El resto era una «masa de perdición». Esta cruel doctrina de la doble predestinación (la predestinación de unos a la gracia y de otros a la condenación) estaba en el polo opuesto de las enseñanzas de Orígenes sobre la reconciliación universal que cabía esperar como fin. En el cristianismo occidental estas tesis tendrían un efecto insidioso y fomentarían grandes inquietudes sobre la salvación y el temor a los demonios, que prosperarían hasta los reformistas Lutero y Calvino, quienes llevarían este pensamiento hasta sus últimas consecuencias.
Durante años Agustín trabajó infatigablemente en una gran obra de madurez, espoleado no por las herejías, sino más bien por una inmensa necesidad de clarificación: a él le preocupaba una reinterpretación más profunda y convincente de la doctrina de la Trinidad. Su interpretación llegaría a disfrutar de tantos seguidores en el occidente latino que la gente apenas podía considerar ninguna otra.
Pero hasta hoy en día ha sido decididamente rechazada por los griegos. ¿Por qué?
Los padres de la iglesia griega siempre se remitían al Dios Padre único, que para ellos, como para el Nuevo Testamento, era «el Dios» (
ho theos
). Definían la relación de Dios Padre con el Hijo y el Espíritu a la luz de ese Dios Padre. Es como si tuviéramos una estrella que ilumina con su luz a una segunda estrella («luz de luz, Dios de Dios») y finalmente a una tercera. Pero a nuestros humanos ojos las tres aparecen como una sola.
Agustín disentía de esta idea: en lugar de comenzar con un Dios Padre comenzó con la naturaleza única de Dios, o sustancia divina, que era común al Padre, al Hijo y al Espíritu. Para los teólogos latinos, el principio de unidad no era el Padre sino la naturaleza o sustancia divina. A modo de desarrollo de la ilustración antes ofrecida: tres estrellas no brillan una por medio de la otra sino unidas en un triángulo al mismo nivel; aquí la primera y la segunda estrellas arrojan juntas su luz sobre la tercera.
Para explicarlo con mayor precisión, Agustín utilizó categorías psicológicas de un modo novedoso: vio una similitud entre el Dios triple y el espíritu humano tridimensional: entre el Padre y la memoria, entre el Hijo y la inteligencia, y entre el Espíritu y la voluntad. A la luz de esta analogía la Trinidad podía interpretarse como sigue:
El Hijo es «engendrado» por el Padre «según el intelecto». El Padre reconoce y engendra al Hijo de acuerdo con su propia palabra e imagen. Pero el Espíritu «procede» del Padre (como amante) y del Hijo (como amado), «según su voluntad». El Espíritu es el amor entre el Padre y el Hijo hecho persona: procede tanto del Padre como del Hijo. (Era el término latino que definía este procedimiento como también procedente del Hijo,
filioque
, el gran escollo para los griegos. Su punto de vista era que el Espíritu procedía únicamente del Padre.)
Así Agustín realizó una «construcción» intelectual de la Trinidad mediante categorías filosóficas y psicológicas de un modo extremadamente sutil, como un autodesdoblamiento de Dios. Aquí el «y el Hijo» parecía tan esencial que en occidente a partir del siglo VI o VII se fue insertando gradualmente en el credo. En repetidas ocasiones fue reclamado por los emperadores alemanes después de Cario magno, y en 1014 fue definitivamente incluido por Roma en el credo antiguo. Pero incluso hoy en día oriente considera ese
filioque
como una falsificación del antiguo credo ecuménico y como una herejía evidente. Sin embargo, y de modo similar, hasta el presente aquellos teólogos dogmáticos protestantes de occidente que intentaron hacer creíble a sus contemporáneos lo que se reclamaba como «dogma central» del cristianismo, con todas las actualizaciones posibles y nuevos argumentos (normalmente en vano), apenas parecían advertir que estaban interpretando la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tanto a la luz del Nuevo Testamento como bajo el prisma de Agustín.
En el último período de su vida, Agustín se vio involucrado en una crisis de carácter muy diferente: una crisis en la historia del mundo que no atañía a la iglesia sino al imperio romano. El 28 de agosto de 410, Roma, que se consideraba «eterna», fue asaltada por el ejército de Alarico, el rey de los visigodos, y saqueada durante varios días. Historias atroces sobre mujeres violadas, senadores asesinados, la persecución de los ricos y la destrucción del antiguo centro de gobierno y administración llegaron hasta África. Se extendió el derrotismo: si la «Roma eterna» podía caer, ¿qué seguía siendo seguro? ¿Acaso no tenía el cristianismo la culpa de todo? ¿Tenía la historia algún significado?
Agustín reaccionó con una gran obra,
La ciudad de Dios (De civitate Dei)
. En ella rebatió todos los argumentos en contra. No se refirió en modo alguno a la Nueva Roma bizantina, que seguía intacta, sino que más bien desarrolló una teoría de gran estilo que comprendía las siete eras del mundo: una justificación de Dios en respuesta a todas las críticas y las catástrofes, que se manifestó en una interpretación a gran escala de la historia. ¿Cuál es la base y el significado de la historia del mundo? Su respuesta fue que toda la historia del mundo es en último término una violenta batalla entre:
—la
civitas terrena
, el estado terrenal, el estado del mundo, la ciudadanía del mundo (cuyo trasfondo está ocupado por los ángeles híbridos expulsados del cielo por Dios), y
—la
civitas Dei
, la ciudad de Dios, el estado de Dios, la ciudadanía de Dios.
Así, echando mano de todo posible paralelo, analogía, alegoría y tipología, Agustín ofrecía una visión general de la historia del mundo que en su más profunda dimensión constituía un gran enfrentamiento entre las creencias y la incredulidad, la humildad y la arrogancia, el amor y la lucha por el poder, la salvación y la condenación… desde el inicio de los tiempos hasta el fin, es decir, la ciudad eterna de Dios, el remo de la paz, el reino de Dios. En resumen, esta fue la primera teología monumental de la historia de la Antigüedad, que iba a tener gran influencia en occidente hasta la Edad Media, y también en la Reforma, hasta el umbral de la moderna secularización de la historia.
Como es natural, Agustín habría considerado que glorificar a la iglesia romana y al papa como el «estado de Dios» (y desacreditar a los emperadores alemanes y a su imperio como el «estado del mundo») constituía un uso indeseable de su obra. No tenía ningún interés en las instituciones y los individuos, en politizar y clericalizar el estado de Dios. El papa no desempeñaba papel alguno en el «estado de Dios». Para Agustín, en cualquier caso, todos los obispos eran fundamentalmente iguales: aunque para él Roma era el centro del imperio y de la iglesia, no daba alas al papado. No pensaba en términos de una primacía de Roma en lo concerniente al gobierno o la jurisdicción. Pues no era Pedro como persona (m siquiera su sucesor) el fundamento de la iglesia, sino Cristo y la fe en él. El obispo de Roma no era la autoridad suprema de la Iglesia; la autoridad suprema era el concilio ecuménico, como ya lo era para todo el oriente cristiano, y Agustín no le atribuía una autoridad infalible.
Escasamente dos años después de haber completado «esa obra magna y extremadamente difícil»,
La ciudad de Dios
, Agustín oyó las terribles noticias según las cuales el pueblo ano de los vándalos, que en una sola generación había atravesado Europa desde Hungría y Silesia hasta España y Gibraltar, se disponía a marchar sobre las costas de Mauritania, arrasándolo y quemándolo todo a su paso. En 430 Hippo Regius fue sitiada por los vándalos durante tres meses. Agustín, que por aquel entonces tenía setenta y cinco años, acuciado por las fiebres, se preparaba para su fin con los salmos penitenciales de David. Antes de que los vándalos consiguieran romper las barreras defensivas, el 28 de agosto -veinte años después de la conquista de Roma por los visigodos— Agustín murió. Fue el líder espiritual y teológico indiscutible del norte de África, donde el gobierno romano había sido ahora derribado para siempre. Pero la teología de Agustín estaba destinada a cambiar el curso de la historia en otro continente: Europa.
Hasta nuestros días, este teólogo católico sin parangón a pesar de sus errores, recuerda el significado no solo de la historia del mundo, sino de la vida humana cuando, en las frases finales de
La ciudad de Dios
, invoca ese indescriptible e indefinible octavo día en el que Dios completa la obra de su creación: «Allí descansaremos y veremos. Veremos y amaremos. Amaremos y adoraremos. Mirad lo que habrá en el final y no acabará. Pues, ¿qué otra cosa es nuestro fin, sino entrar en ese reino que no tiene fin?»
La iglesia imperial católica, que se extendió por todo el mundo habitado, se convirtió en la iglesia católica tal como la conocemos en un lento proceso que duró varios siglos, los comprendidos entre la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media. Junto con la teología específicamente latina de Agustín, que proporcionó las bases de su fundación teológica, el desarrollo del papado romano, que ya se había preparado, cobró ahora importancia como institución central de la norma eclesiástica y estableció la política de la iglesia para la nueva constelación de futuros paradigmas.
León I (440-461), sólido teólogo y excelente jurista, predicador y pastor entusiasta y hombre de estado capaz, es la persona a la que los historiadores otorgan el título de papa en su significado real. Esto no solo se debe a que este hombre, al que en la historia de la iglesia se le llama «Magno», rebosaba del sentido romano de la misión, sino porque tuvo éxito, con claridad teológica y agudeza legal, en fusionar los elementos bíblicos, históricos y legales, que ya se habían preparado en siglos anteriores, hasta formar la síntesis clásica del concepto romano de supremacía.
Sus argumentos eran los siguientes: