—Pero sí os inmiscuís
—dijo Pichou con prudencia
— Ha habido avistamientos… hay muchos casos, lo he visto…
—Pero no éramos nosotros —explicó la voz—. El universo es grande, muy grande, más de lo que creéis. Las relaciones entre especie son algo a lo que también os enfrentaréis, llegado el momento.
—¿Os podemos ver?
—preguntó Pichou entonces
— Sería como echar un vistazo al futuro de nuestra especie.
—Ciertamente así sería, y desde luego no nos importa en absoluto, pero me temo que no os podemos complacer. Sencillamente, no tenéis esa capacidad todavía. Es como querer mirar el espectro de ultravioletas a simple vista. De hecho, hemos estado con vosotros todo este tiempo
—dijo, enigmáticamente.
Pichou se quedó callado unos instantes, intentando procesar toda la información que había recibido. La cabeza le daba vueltas. Había tantas cosas que quería conocer, que las preguntas se agolpaban en su cabeza en total confusión. De dónde venían, cómo funcionaban, si había especies hostiles en el universo, cuestiones evolutivas, tecnológicas… Qué era el Zumbido y si lo habían provocado ellos o las criaturas marinas, cómo había sido ese salto espiritual del que había hablado antes, y qué significaba. Tenía la sensación de que podría seguir allí durante días y días.
Por fin, iba a decir algo cuando la voz habló de nuevo.
—Ha sido un placer teneros con nosotros este rato. Os damos las gracias por ello. Lamentablemente, tenemos que marcharnos. Como podéis comprender, hay bastantes asuntos de los que debemos ocuparnos.
Los tres hombres arrancaron a hablar al unísono, intentando retener a los alienígenas. Pero descubrieron sobresaltados que la conexión, definitivamente, había terminado. Sus proyecciones mentales ya no funcionaban. Sin darse cuenta, estaban otra vez sentados en mitad de aquel espacio de un blanco inmaculado, y habían empezado a hablar atropelladamente de viva voz. Se quedaron mirándose entre sí, contagiados de la sensación más especial que jamás hubieran experimentado. Thadeus tenía los vellos de punta. Se sentían, en definitiva, como la hormiga que ha mirado brevemente hacia arriba y ha comprendido, siquiera por un segundo, la fascinante capacidad de un ser humano.
Pichou se dejó caer hacia atrás, totalmente superado. Se llevó las manos a la cabeza, como si con ello quisiese preservar cada palabra y evitar que se escapara por algún pequeño sumidero de la memoria.
Y, de repente, un fogonazo blanco los envolvió.
—¡Cancelen, cancelen! —anunció la voz por el aparato.
El comunicado hizo que los altos mandos y el resto de técnicos se quedaran perplejos.
—Repita eso, Control —pidió el operador.
El presidente de Estados Unidos se acercó, con el ceño fruncido.
—¿Qué está diciendo? —preguntó—. ¿Quién ha dado esa orden?
La radio volvió a emitir el mensaje, que con la sala en completo silencio, se escuchó alto y claro como el gorjeo de un pájaro en una mañana de domingo.
—¡Cancelen el pulso EMP! ¡Se están retirando! ¡Repito, el enemigo se está retirando!
En la sala de conferencias internacional del bunker de la Moncloa, los países que quedaban confirmaban lo mismo. El enemigo estaba abandonando las ciudades y todas las costas ocupadas. Los ataques cesaban. Estaban, simplemente, regresando al mar.
—Dios mío —dijo el general Abras—. ¿Por qué?
—¿Una tregua? —preguntó la ministra.
—Quizá estén reorganizándose —opinó el jefe de Estado—. Para coordinar el ataque final.
El general Abras frunció el ceño.
—Con todo mi respeto, señor. Esas cosas tenían la mano puesta encima del jodido detonador. Podían haber ejecutado su plan sin que hubiéramos podido hacer una mierda. ¿En qué circunstancias abandonaría usted el detonador que le haría ganar la guerra para reorganizarse?
El jefe de Estado se revolvió en su sillón, incómodo.
—¡Bien! Pues explíquemelo usted.
El general no sabía la respuesta, pero tenía una sensación muy fuerte en la base de sus testículos. Y sus santos cojones nunca mentían: tan inesperadamente como había empezado, la crisis había acabado.
Como la otra vez, Thadeus abrió los ojos sintiendo una tremenda sensación de vértigo. Pensaba que se caía por un abismo insondable, pero no era así: estaba simplemente tumbado en el suelo, boca abajo, levantando nubecillas de polvo con la fuerza de su aliento.
Miró alrededor, sobresaltado, y aunque tardó un par de segundos en comprender, acabó viendo el viejo e improvisado campamento civil que habían construido al norte de Málaga.
Ninguno de los otros tres hombres estaba allí.
Dios mío
, pensó.
Esto sí que tiene cojones. Viajes interplanetarios Eureka: le llevamos al último lugar tranquilo que seleccionemos de su mente. No nos lo diga, ya se lo decimos nosotros.
A cierta distancia, descubría ahora una algarabía tremenda: un centenar de personas parecían celebrar algo alrededor de la extraña estructura que viera la noche anterior. Saltaban en el aire y se daban abrazos. Algunos lloraban. Otros, completamente desnudos bajo el sol del mediodía, lanzaban sus ropas por el aire.
El biólogo se incorporó, todavía abrumado por la experiencia que acababa de vivir. Pero ¿realmente había ocurrido? Allí de pie, con la camisa sudada y las rodillas cubiertas de suciedad, parecía tentador pensar que todo había sido una especie de alucinación. Pero entonces se llevó una mano a la nariz y percibió el tacto medio seco y pegajoso de la sangre.
Claro que ha ocurrido
, se dijo.
Joder que sí.
Sin saber realmente por qué, empezó a caminar lentamente hacia la gente, pero mientras lo hacía, pensó que aquél había sido el lugar donde había visto a Marianne por última vez, y casi al instante, comenzó a sentir una extraña sensación en el estómago.
De pronto, alguien abandonó el grupo y empezó a correr hacia él. La reconoció al instante.
Era Marianne.
Thadeus corrió hacia ella, y sin que pudiera evitarlo, unas lágrimas se asomaron tímidamente a sus ojos. Marianne sonreía, y él pensó brevemente que aquella sonrisa era, probablemente, la más chispeante y alegre del mundo.
Ninguno dijo nada, pero cuando estuvieron a pocos metros, ella completó esa distancia dando un salto en el aire. Thadeus la recibió envolviéndola en un abrazo, pero no pudo evitar caerse al suelo de espaldas, con ella encima. Se miraron brevemente, sorprendidos, y luego rompieron a reír. Ella le cogió la cara con ambas manos y le colmó de besos: en la frente, en la mejilla, y luego otra vez en la frente, pero él terminó sujetando su cabeza para mantenerla delante de la suya. ¿Habían brillado tanto sus ojos antes? ¿Habían brillado tanto unos ojos, jamás?
Y entonces la besó. La besó en los labios.
Los medios de todo el mundo dieron la noticia más celebrada desde el término de la segunda guerra mundial. Los titulares de los periódicos más sensacionalistas decían simplemente: «VICTORIA». Los menos serios proclamaban cosas como: «¡VOLVED A VUESTROS AGUJEROS, CANGREJOS!»
En las televisiones públicas y la mayoría de las privadas no se hablaba de otra cosa. Ningún canal emitía nada más que noticias de la aparente retirada del enemigo. Las imágenes incluían tropas victoriosas llegando hasta la primera línea de playa y mirando desafiantes al mar. Un soldado americano posó orgulloso junto a una de las armaduras negras abatidas, con un pie encima de su descomunal pinza. Le pegó un tiro delante de la cámara. Tan pronto la imagen apareció en su televisor, el alcalde de Fresno cogió el teléfono para encargar una escultura con esa misma imagen. La quería de diez, no, de veinte metros de altura. No, no importaba el coste.
No fue hasta un par de días después que las noticias empezaron a hablar de los Temazcales.
En total, se habían construido más de cuatro mil Temazcales por todo el mundo, en casi todos los continentes. Eso implicaba a casi trescientas mil personas. Algunos de los responsables de su construcción no supieron decir delante de las cámaras por qué habían hecho lo que habían hecho, pero la mayoría no dudó en declarar que habían tenido un sueño. Un sueño donde un indio enjuto, con el rostro lleno de arrugas, les había dicho lo que tenían que hacer. Cómo se llamaba ese indio o dónde se le podría encontrar, nadie lo sabía.
Todos estaban convencidos de que ellos habían sido los únicos responsables de la retirada del enemigo al mar, pero la forma de expresarlo variaba de unos a otros. Algunos decían que habían entrado en comunicación con el Espíritu de la Tierra, y que éste había intercedido por ellos. Otros decían que mediante la práctica de un ritual que con resinas como el ámbar o el copal habían interaccionado con la mente colmena de las criaturas y les habían prometido que serían respetuosos con los océanos; y otra facción, menos numerosa, aseguraba que habían hablado directamente con Dios.
Cuando se les preguntaba delante de las cámaras, la mayoría de la gente de a pie decía que todo eso eran patrañas, pero sin embargo, cuando los medios empezaron a informar de la creación de un comité especial para estudiar un posible contraataque, la gente salió a la calle. Hubo revueltas por todo el mundo. Los mensajes de las muchas pancartas eran numerosos y variados, pero todos se resumían en una sola idea:
DEJAD TRANQUILO EL MAR
Didier Blanchard, de nuevo en su casa de La Bazalgette, Francia, había vivido toda la experiencia de primera mano. No sólo como partícipe; él había construido su propio Temazcal y había conectado con aquel hombre que los había dirigido a todos.
La intensidad de lo que había vivido había sido tan abrumadora, que ahora miraba el mundo con ojos nuevos, otra vez jóvenes. A veces, mientras hacía los preparativos para el documental, sentado en la terraza de su jardín, cerraba los ojos por un momento y creía poder sentir la Vida a su alrededor, exuberante, profusa y envolvente: el susurro de las plantas, la tranquila quietud de las rocas, las emanaciones vitales del agua corriendo.
Aquello iba a ser algo más que un documental. Sería una especie de llave. Era la Llave por excelencia, el instrumento con el que abriría la puerta de la conciencia global hacia un nuevo período.
Un nuevo y hermoso período.
Terminó el retrato que había hecho a lápiz y se quedó mirándolo. Didier no era demasiado bueno dibujando, pero tenía ciertas nociones, y el dibujo se le parecía bastante. Las profundas arrugas que recorrían sus facciones oscuras eran bastante distintivas.
Por fin, envió el dibujo por fax y marcó un número en el teléfono.
—¿Señor Pichou? Se lo acabo de enviar. Es justo como lo vi en mi… experiencia —se quedó callado unos instantes, escuchando—. Sí, estoy seguro. Si alguien puede encontrarlo, es usted. Por cierto, ayer edité su entrevista. Tuve que cortarla un poco… cuarenta minutos es demasiado, pero estoy seguro de que ha quedado fantástica.
Un pájaro entró volando por la ventana y se posó en la mesa. Didier sonrió.
—De acuerdo, señor Pichou —otra pausa—. Sí, todas… todas las cadenas, desde la Fox hasta la CNN. Va a ser espectacular. Muy bien. Nos vemos en España, pues. Adiós, señor Pichou.
Colgó el teléfono y se quedó mirando el pajarito. Ya era hermoso antes, con la pechera de un estimulante color azulado, pero era aún más hermoso ahora que lo veía con sus nuevos ojos.
La Vida era tan hermosa, que le daban ganas de llorar.
Málaga, 21 de abril de 2012
Querido lector, tienes en tus manos el resultado de seis meses de trabajo, aunque la historia comenzó a crecer en mi cabeza mucho antes de ponerme manos a la obra. Surgió de un sueño, como tantas cosas en la vida, onírico o no, y me complace muchísimo que lo tengas ahora en tus manos. Espero que te guste o te haya gustado mucho y te haga pensar un poco.
Tengo que agradecer a muchísima gente su colaboración, más o menos indirecta, y su apoyo moral. Son tantos, que necesitaría varias decenas de páginas para recogerlos a todos; realmente lo merecen, pero no es posible: Gente de las redes sociales a la que no he llegado a conocer en persona pero que siempre tienen mensajes de ánimo. Buenos amigos, en realidad. Para todos vosotros, mi cariño y mi agradecimiento más efusivo.
David «Hazmat» Sánchez recibió los primeros capítulos y me inundó de ideas, documentación y correcciones: Su aportación fue esencial en aquellos estadios tempranos. Mi agente y amigo Alvaro Fuentes estuvo ahí durante todo el proceso, apoyándome; mis editores y el genial equipo de Minotauro: Pepe, Vicky, Laura, Blanca… hacéis que todo el proceso sea genial. Mi amigo Alejandro Colucci nos brindó la fantástica portada y mucha amistad. La historia de La Casa Redonda es un homenaje a la historia original de José Joaquín López, a quien rindo homenaje en este libro.
No puedo irme sin recordar a unos cuantos amigos que me hacen sentir especial, día tras día: Athman, Fer, Skass, Marta March, Jorge Lara, Juande, Mónica Mateo Manzano, Alberto Moran, Noemí, Adri, Regi, Fali, Chari, Cristóbal, Vicente «zombis», Fernando Valdés y sus gatos, Alfonso Zamora, David Mateo, Voro Luzzy, Lucía «Horitas» Pérez Sainz (de quien saqué el título del libro), Irene Comendador, Daniel Expósito y su mujer, Silvia, todo el grupo de Francisco Barroso, Lupi, Peco Ceko, Esther y sus sushis; Carolina Bensler, Iván Mourín, Macu, el Sr. Montón, Sonia, Yolanda y Paqui García, el Sr. Clorato (que me hace quedar tan bien en las presentaciones). Faltan muchos, demasiados, pero, de nuevo, el espacio es tan breve…
Por último, un agradecimiento muy especial a mi familia, sin la que nada de esto tendría sentido. Mi mujer, mi amor, mi todo, Desirée… y mis hijas, Sacha y Nora. Mis hermanos y mi genial madre… Y mi otra familia, en especial Fina que me prestó el poema que abre el libro… Gracias por todo.
Y por supuesto… un especial y cariñoso agradecimiento para ti, lector. Gracias por contar conmigo para tus ratos de ocio. Espero haberte aportado cosas :)