La hora del mar (15 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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—¿Qué alternativas hay? —preguntó Jorge, mirando alrededor.

Casi podía sentir la tensión en el ambiente. No sólo era la frustración por no poder regresar a casa o continuar con las vacaciones. Olía a mar. Olía a mar intensamente, y ese olor les hacía recordar que estaban en una ciudad manifiestamente costera, construida y explorada a lo largo de las playas. La gente que había ido buscando esas playas mediterráneas quería ahora salir de allí y volver a la seguridad de sus apacibles urbes. Por eso, Jorge sabía que la carretera no iba a despejarse. Mucha gente dormía todavía plácidamente sin enterarse de lo que estaba ocurriendo; al día siguiente llegarían en oleadas, aunque el aeropuerto estuviera cerrado. No importaba, esperarían allí, en la antesala de su vuelta a casa.

—¿No habían hecho un metro? —preguntó Marianne.

—Lo están haciendo, pero no está en funcionamiento —contestó Thadeus—. Sin embargo, creo que hay un tren de cercanías.

Encontraron fácilmente la estación del C1, que conectaba el aeropuerto con Málaga y Fuengirola, pero los andenes estaban atestados de gente.

—El primer tren sale a las seis de la mañana —dijo un señor mayor que esperaba sentado con su mujer a su lado.

Él era hombre enjuto vestido con una americana un par de tallas demasiado grande, y ella una mujer corpulenta, bien asentada en la banda del sobrepeso, y comía con fruición un bocadillo envuelto en papel de plata.

Thadeus miró su reloj: aún faltaban tres horas y media.

—Hay que ver lo que está pasando —continuó el hombre.

—Lo que es yo… ¡ni hambre tengo! —comentó la señora, con los carrillos llenos.

—¿Qué creen ustedes? —preguntó el hombre, como si la señora nunca hubiera dicho nada—. Para mí, que es algo de los terroristas esos. Dijeron que habían matado a Bin Laden, pero… ¿quién vio el cuerpo? Yo le digo que ese hombre sigue vivo, y ahora vamos a pagar por toda la publicidad imperialista que nos arrojaron a la cara. Fíjense en los temblores… y todos debajo del mar. Yo creo que han debido poner bombas por todas partes. Ya sabe, bombas atómicas de ésas… bombas submarinas. Como las de las Torres Gemelas.

—Lo de las Torres Gemelas no fueron bombas, fueron aviones —replicó la mujer, sin apartar la vista de Thadeus.

—Aviones con bombas —comentó el hombre.

—No intenten convencerlo —comentó la mujer—. Cuando se le mete algo en la cabeza, ya no sale. Siempre ha sido terco como una muía, y terco morirá.

—Porque el cuerpo de Bin Laden no lo encontraron nunca, ¿no? —preguntó el hombre, ignorando de nuevo a la mujer.

La conversación continuó durante un buen rato, y Marianne estuvo bastante entretenida con ella. El matrimonio se respondía indirectamente, y siempre sin mirarse, como si hubieran pasado tanto tiempo juntos que ya ni eso necesitaran. El tiempo, no obstante, pasó lentamente, y aunque estaban a una decena de kilómetros de la ciudad, la noche traía numerosos ecos de sonidos de sirenas e incluso, ocasionalmente, el ruido lejano y característico del motor de algún helicóptero. Por encima de esta inquietante banda sonora, el clamor del mar, que rugía embravecido en la distancia, era como una cortina de sonido permanente.

—Es bien feo todo esto, Tad —comentó Jorge.

Había estado los últimos veinte minutos con los ojos cerrados, pero sin conseguir dormir. Marianne seguía ocupada con la curiosa pareja y no les prestaba atención.

—Sí que lo es, ¿eh?

—He estado pensando en lo de la teoría terrorista.

—¿Crees en eso?

—No lo sé. Está ese asunto de Al Qaeda, y todo lo demás. Mira el presidente de Irán, convencido de que su pueblo tiene derecho inalienable a la tecnología nuclear, y que su país no debe estar sometido a la presión internacional. ¿No crees que a alguien puede habérsele ido la olla?

Thadeus se encogió de hombros brevemente.

—En realidad, siempre he pensado que si alguno de esos yihadistas decidía acabar con todo, lo haría por la vía química. Unos cuantos maletines en lugares estudiados, quizá uno de esos aeropuertos internacionales en un día de gran tráfico…

—Como… ¿finales de junio o principios de agosto?

Thadeus pestañeó. Era justo el período estival en el que se encontraban.

—Sí, exacto. Esos días el mundo entero parece estar viajando a alguna parte. Así que lo harían como en la película
Doce Monos
, ¿la has visto?

—Aja. Me encanta Bruce Willis.

—Sí. Creo que eso tendría más sentido. Pero ¿bombas submarinas para provocar sismos y que éstos levanten olas gigantes? Creo que eso no se intentaría ni en el más descabellado argumento de Hollywood. El despliegue de recursos, los estudios y cálculos necesarios para conseguir esa proeza… ni siquiera estoy seguro de que contemos con tecnología para hacer algo así.

—Pero parece calculado —dijo Jorge.

—Sí que lo parece.

—Y está el tema de los barcos, Tad. Los barcos y las luces.

—Bueno… —dijo Thadeus, incómodo—. Creo que la gente añade elementos de su propia cosecha a casi cualquier cosa. Si hubiera vehículos… luminosos… viajando a gran velocidad por nuestros océanos, sabríamos bastante más a estas alturas. Esas cosas no se ignoran en el mundo de hoy. Tenemos satélites que rastrean todo el planeta de forma exhaustiva. Mira, Estados Unidos está en Defcon 2 y el espacio aéreo internacional se ha cerrado. Ten por seguro que todas las estaciones radar y de guerra electrónica están a la escucha. Los aviones patrullan el espacio aéreo. Si hubiera cosas moviéndose por nuestros mares, lo sabríamos.

—¿Lo sabríamos? Puede que ellos lo sepan, pero tú y yo no. Creo que ese tipo de cosas no llegan a la población civil.

—No se me ocurre cómo algo así podría ocultarse a estas alturas. Los medios están encima de la noticia y no han parado desde que empezó. Creo además que si alguien hubiera detectado algo, ya nos habríamos enterado, y cosas así no se ocultan durante mucho tiempo. Ya no.

—No digo que no, pero ¿y los barcos desapareciendo bajo el agua, también es un elemento añadido por
conspiranoicos
?

—Joder, no… Todos lo vimos con nuestros propios ojos. Yo lo vi, y créeme… no es algo fácil de ignorar. Pero aún no tengo una respuesta para eso.

Por algún motivo que en ese momento se le escapaba, Thadeus no le habló de lo que vieron tanto en la pantalla del radar como en el sonar del
Vizconde
. La afirmación contundente de Alfonso de que los puntos que todos vieron evolucionar y dirigirse hacia ellos eran metálicos flotaba en su cabeza como las telarañas espectrales de una sombra ominosa y terrible. No podía explicarla, y entenderla iba más allá de lo que su mente científica estaba dispuesta a aceptar. Pensó que quizá se sintiera más cómodo sin esa pieza del puzzle que, por lo que a él se refería, ni siquiera tenía la forma de las otras.

Jorge quizá percibió algo, porque no añadió nada más. Miraba el suelo con gravedad, ceñudo.

Alrededor de las cinco de la madrugada empezaron a escuchar gritos y un incremento importante en la algarabía que formaba la gente a las puertas de la terminal de salidas. Todos se habían levantado para mirar qué ocurría. Una pareja de extranjeros llegó corriendo por la pasarela que comunicaba la estación, con las caras blancas y un sudor frío adherido en sus rostros. Al llegar, empezaron a hablar en inglés con todo aquel que se cruzaba con ellos.

—¿Qué pasa? —preguntó Marianne.

A su alrededor, la gente corría hacia los recién llegados para intentar enterarse de lo que ocurría. Todos esperaban lo peor.

—Vamos… —dijo Thadeus, poniéndose en pie.

El matrimonio continuó sentado, con una expresión de cierta indiferencia. Ella se había echado una rebeca sobre los hombros y mantenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, pero sin perder la verticalidad.

Y el extranjero, un finlandés que había ahorrado durante cuatro meses repartiendo pizzas por rutas cubiertas de nieve para ir a la Costa del Sol, les contó lo que la televisión estaba emitiendo en esos momentos. Les habló de los monolitos negros, de las imágenes aéreas mostrando las extrañas armaduras abandonando el mar y llenando las costas de todo el mundo de horror.
Es el puto fin del mundo
, había dicho, con el labio inferior tembloroso.

Y mientras Thadeus y Jorge se miraban, compartiendo en silencio sus propias y terribles inquietudes, muchos ojos miraron furtivamente hacia el sureste, en dirección al mar. Nadie dijo nada, pero los corazones de todos latían con fuerza en sus pechos mientras sus cabezas poblaban la línea del horizonte, antes desnuda, con un enjambre de criaturas negras.

Jonás miraba la evolución de las armaduras negras en un estado de hipnosis completo; ni siquiera se debatía ya para terminar de salir, o volver dentro del coche. En aquellos momentos de aterradora confusión, Jonás parecía haberse desconectado parcialmente. Una parte de su mente pensaba que, aunque portadoras de una realidad tan contundente como era la muerte, había cierta belleza en la limpieza y rapidez de sus movimientos, y esperaba con tranquila resignación el momento en el que sus dentadas pinzas truncaran su vida para siempre.

Cuando todo parecía ya perdido, Jonás se sintió arrastrado hacia fuera, arrancado del interior del coche con un violento tirón. Instintivamente, cerró los ojos y apretó los dientes, intentando anticiparse al sonido despiadado de las pinzas cerrándose alrededor de su cuello. Pero cuando cayó pesadamente al suelo convertido en un guiñapo retorcido, abrió los ojos para encontrarse con un hombre que tiraba de él.

—¡Levántese! —exclamó el hombre, sujetándole por las solapas de la camisa. Había acercado su cara tanto a la suya que Jonás pudo ver gotas de sudor perlando su frente—. ¡Vamos, corra!

Las corazas oscuras estaban prácticamente encima, desplazando los coches a ambos lados de la carretera con rápidos y fuertes empellones. En el interior del vehículo inmediatamente anterior, Jonás vislumbró a una mujer que gritaba atemorizada. Su boca estaba congelada en un grito eterno mientras sus ojos permanecían fijos en la monumental criatura que se acercaba. El movimiento fue tan rápido, que Jonás no pudo evitar dar un respingo: el brazo se introdujo por la ventana con un inverosímil giro y cortó dos y hasta tres veces con la precisión de un cirujano. La luna del salpicadero se llenó de sangre brillante y espesa, y en mitad del charco, se estampó la huella de una mano blanca, que unos segundos después resbaló lánguidamente hacia abajo.

—¡Arriba, coño! —gritó el hombre, tirando con fuerza del cuello de la camisa de Jonás.

Este, recuperando súbitamente el gobierno de sí mismo, sacudió los pies contra el suelo para ayudarse y consiguió salir corriendo junto al hombre.

Avanzaron entre las hileras, intentando poner distancia entre ellos y el enjambre. Corrían envueltos en gritos de pánico y el chirriar del metal de los coches cuando eran empujados; Jonás resoplaba pesadamente a medida que avanzaban.

—¡Por aquí! —exclamó el hombre, tirándole del brazo para que girara a la derecha.

Llegaron así a otra calle, ésta mucho más pequeña que la avenida que habían estado siguiendo y mucho menos masificada. Cuando habían avanzado apenas cien metros, se encontraron con gente que corría, como caballos desbocados, en sentido opuesto.

Se pararon en seco. Demasiado bien habían comprendido que el terror del que acababan de escapar se encontraba también al otro lado.

—¡Hay que… alejarse del mar! —dijo Jonás, aspirando largas y rápidas bocanadas de aire que parecían ser siempre insuficientes.

El hombre le miró brevemente y, sin mediar palabra, giró sobre sí mismo para dirigirse hacia un estrecho pasaje peatonal. Este nacía de una de las aceras y discurría, entre dos altos bloques, hacia el norte. Allí no había farolas, y los monumentales edificios no dejaban entrar la luz, así que corrieron los dos sumidos en una inquietante oscuridad en la que, sin embargo, se sentían amparados.

Jonás no daba más de sí. Sentía el corazón bombeando a toda prisa en el pecho, y las piernas parecían bailar en el aire a medida que describía grandes zancadas. Sin embargo, una obstinación ciega le guiaba y no se permitió detenerse.

Después de un rato, llegaron al final del pasaje. Allí les saludó una avenida ancha, recorrida por árboles, que discurría de este a oeste junto a la plaza de toros de Málaga. El tráfico estaba detenido, pero al menos la gente no corría despavorida de un lado a otro, y no había todavía ni rastro de las armaduras negras. Jonás se dejó caer en uno de los bancos, respirando atropelladamente; su pecho subía y bajaba como si estuviese accionado por un fuelle. El sudor, pegajoso y denso, caía de su frente como una película de agua y hacía que le escocieran los ojos.

El hombre se detuvo.

—¿Está bien?

—No…

—Tenemos que seguir —dijo con severidad—. Podrían llegar hasta aquí en cualquier momento.

¿Podrían? Jonás
no consiguió encontrar el aliento suficiente para responder, pero pensó que eso era, probablemente, lo que iba a ocurrir. Todavía se escuchaban gritos lejanos; alaridos de terror proferidos por gente que no había tenido el coraje para escapar, bien fuera porque sus mentes del siglo XXI se negaban a creer en lo que veían, o bien porque se quedaban petrificados.
Como me pasó a mí
, pensó con un escalofrío. Allí mismo, a apenas cien metros del lugar donde los miembros amputados volaban por el aire, la gente aguardaba junto a sus coches, preguntándose qué estaba pasando. Jonás los miraba con cierta fascinación.
Se niegan a admitir que el horror va a cambiar sus vidas
, se dijo.

Se fijó entonces en una chica joven que estaba de pie junto a un viejo Opel Corsa. Su cara denotaba una profunda preocupación, y arrullaba a un bebé que sostenía entre sus brazos. Sin lograr todavía decir nada, Jonás la señaló.

El hombre siguió la dirección que apuntaba su dedo.

—Oh, Dios mío… —exclamó.

Se acercó a ella con una pequeña carrera.

—¡Señora, tiene que irse de aquí! —gritó, levantando las manos. La joven dio un respingo.

—¿Cómo? —preguntó, protegiendo a su bebé con sus brazos. Su mirada estaba cargada de miedo y recelo.

—¡Lárguese! —exclamó el hombre—. ¡Coja a su bebé y lárguese! ¿Es que no lo escucha?

Sí que lo escuchaba. Era como si, un par de calles más allá, se estuviera librando una revuelta que hubiese acabado en una violenta contienda.

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