Caminando hacia la cama para decir a mis hombres que abran la puerta, pienso: Debe venir de un momento a otro. Y pienso que si antes de cinco minutos no ha llegado, sacaremos el ataúd sin la autorización y pondremos el muerto en la calle, así tenga que darle sepultura en el frente mismo de la casa. «Cataure», digo, llamando al mayor de mis hombres, y él apenas ha tenido tiempo de levantar la cabeza, cuando oigo las pisadas del alcalde avanzando por la pieza vecina.
Sé que viene directamente hacia mí, y trato de girar rápidamente sobre mis talones, apoyado en el bastón, pero me falla la pierna enferma y me voy hacia adelante, seguro de que voy a caer y a romperme la cara contra el borde del ataúd, cuando tropiezo con su brazo y me aferró sólidamente a él, y oigo su voz de pacífica estupidez, diciendo: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y yo creo que es así, pero sé que él lo dice para darse valor a sí mismo. «No creo que pueda ocurrir nada», le digo, pensando lo contrario, y él dice algo de las ceibas del cementerio y me entrega la autorización del entierro. Sin leerla, yo la doblo, la guardo en el bolsillo del chaleco y le digo: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.»
El alcalde se dirige a los guajiros. Les ordena clavar el ataúd y abrir la puerta. Y yo los veo moverse buscando el martillo y los clavos que borrarán para siempre la visión de este hombre, de este desamparado señor de ninguna parte que vi por última vez hace tres años, frente a mi lecho de convaleciente, con la cabeza y el rostro cuarteado por una prematura decrepitud. Entonces acababa de rescatarme de la muerte. La misma fuerza que lo había llevado allí, que le había comunicado la noticia de mi enfermedad, parecía ser la que lo sostenía frente a mi lecho de convaleciente, diciendo:
—Sólo le falta ejercitar un poco esa pierna. Es posible que tenga que usar bastón de ahora en adelante.
Yo había de preguntarle dos días después cuál era mi deuda, y él había de responder: «Usted no me debe nada, coronel. Pero si quiere hacerme un favor, écheme encima un poco de tierra cuando amanezca tieso. Es lo único que necesito para que no me coman los gallinazos.»
En el mismo compromiso que me hacía contraer, en la manera de proponerlo, en el ritmo de sus pisadas sobre las baldosas del cuarto, se advertía que este hombre había empezado a morir desde mucho tiempo atrás, aunque habían de transcurrir aún tres años antes de que esa muerte aplazada y defectuosa se realizara por completo. Ese día ha sido el de hoy. Y hasta creo que no habría tenido necesidad de la soga. Un ligero soplo habría bastado para extinguir el último rescoldo de vida que quedaba en sus duros ojos amarillos. Yo había presentido todo eso desde la noche en que hablé con él en el cuartito, antes de que se viniera a vivir con Meme. Así que cuando me hizo contraer el compromiso que ahora voy a cumplir, no me sentí desconcertado. Sencillamente le dije:
—Es una petición innecesaria, doctor. Usted me conoce y debía saber que yo lo habría enterrado por encima de la cabeza de todo el .mundo, aunque no le debiera la vida.
Y él, sonriente, por primera vez apaciguados sus duros ojos amarillos:
—Todo eso es cierto, coronel. Pero no olvide que un muerto no habría «podido enterrarme.
Ahora nadie podrá remediar esta vergüenza. El alcalde le ha entregado a mi padre la orden del entierro, y mi padre ha dicho: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiera anunciado el almanaque.» Y lo dijo con la misma indolencia con que se entregó a la suerte de Macondo, fiel a los baúles donde está guardada la ropa de todos los muertos anteriores a mi nacimiento. Desde entonces todo ha venido en declive. La misma energía de mi madrastra, su carácter férreo y dominante, se han transformado en una amarga congoja. Cada vez parece más lejana y taciturna, y es tanta su desilusión que esta tarde se ha sentado junto al pasamano y ha dicho: «Me quedaré aquí, aplanada hasta la hora del Juicio.»
Mi padre no había vuelto a imponer en nada su voluntad. Sólo hoy se ha incorporado para cumplir con este vergonzoso compromiso. Está aquí seguro de que todo transcurrirá sin consecuencias graves, viendo a los guajiros que se habían puesto en movimiento para abrir la puerta y clavar el ataúd. Yo los veo acercarse, me pongo en pie, tomo al niño de la mano y ruedo la silla hacia la ventana, para no estar a la vista del pueblo cuando abran la puerta.
El niño está perplejo. Cuando me levanté me miró a la cara, con una expresión indescriptible, un poco aturdida. Pero ahora está perplejo, a mi lado, viendo a los guajiros que sudan a causa del esfuerzo que hacen por descorrer las argollas. Y con un penetrante y sostenido lamento de metal oxidado, la puerta se abre de par en par. Entonces veo otra vez la calle, el polvo luminoso, blanco y abrasador, que cubre las casas y que le ha dado al pueblo un lamentable aspecto de mueble arruinado. Es como si Dios hubiera declarado innecesario a Macondo y lo hubiera echado al rincón donde están los pueblos que han dejado de prestar servicio a la creación.
El niño, que en el primer instante debió deslumbrarse con la claridad repentina (su mano tembló en la mía cuando se abrió la puerta) levanta de pronto la cabeza, concentrado, atento, y me pregunta: «¿Lo oyes?» Sólo entonces caigo en la cuenta de que en uno de los patios vecinos está dando la hora un alcaraván. «Sí», digo. «Ya deben ser las tres», casi en el preciso instante en que suena el primer golpe del martillo en el clavo.
Tratando de no escuchar ese sonido lacerante que me eriza la piel; procurando que el niño no descubra mi ofuscación, vuelvo el rostro hacia la ventana y veo, en la otra cuadra, los melancólicos y polvorientos almendros con nuestra casa al fondo. Sacudida por el soplo invisible de la destrucción, también ella está en vísperas de un silencioso y definitivo derrumbamiento. Todo Macondo está así desde cuando lo exprimió la compañía bananera. La hiedra invade las casas, el monte crece en los callejones, se resquebrajan los muros y una se encuentra a pleno día con un lagarto en el dormitorio. Todo parece destruido desde cuando .no volvimos a cultivar el romero y el nardo; desde cuando una mano invisible cuarteó la loza de Navidad en el armario y puso a engordar polillas en la ropa que nadie volvió a usar. Donde se afloja una puerta no hay una mano solícita dispuesta a repararla. Mi padre no tiene energías para moverse como lo hacía antes de esa postración que lo dejó cojeando para siempre. La señora Rebeca, detrás de su eterno ventilador, no se ocupa de nada que pueda repugnar al hambre de malevolencia que le provoca su estéril y atormentada viudez. Águeda está tullida, agobiada por una paciente enfermedad religiosa; y el padre Ángel no parece tener otra satisfacción que la de saborear en la siesta de todos los días su perseverante indigestión de albóndigas. La única que permanece invariable es la canción de las mellizas de San Jerónimo y esa misteriosa pordiosera que no parece envejecer y que desde hace veinte años viene todos los martes a la casa por una ramita de toronjil. Sólo el pito de un tren amarillo y polvoriento que no se lleva a nadie interrumpe el silencio cuatro veces al día. Y de noche, el tum-tum de la plantica eléctrica que dejó la compañía bananera cuando se fue de Macondo. Veo la casa por la ventana y pienso que mi madrastra está allí, inmóvil en su silla, pensando quizá que antes de que nosotros regresemos habrá pasado ese viento final que borrará este pueblo. Todos se habrán ido entonces, menos nosotros, porque estamos atados a este suelo por un cuarto lleno de baúles en los que se conservan aún los utensilios domésticos y la ropa de los abuelos, de mis abuelos, y los toldos que usaron los caballos de mis padres cuando vinieron a Macondo huyendo de la guerra. Estamos sembrados a este suelo por el recuerdo de los muertos remotos cuyos huesos ya no podrían encontrarse a veinte brazas bajo la tierra. Los baúles están en el cuarto desde los últimos días de la guerra; y allí estarán esta tarde, cuando regresemos del entierro, si es que entonces no ha pasado todavía ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos,
De pronto mi abuelo se levanta, se apoya en el bastón y estira su cabeza de pájaro en la que los anteojos parecen seguros, como si hicieran parte de su rostro. Creo que me resultaría muy difícil llevar anteojos. Con cualquier movimiento se soltarían de mis orejas. Y pensándolo, me doy golpecitos en la nariz. Mamá me mira y me pregunta: «¿Te duele?» Y yo le digo que no, que simplemente estaba pensando que no podría llevar anteojos. Y ella sonríe, respira profundamente y me dice: «Debes estar empapado.» Y es verdad, la ropa me arde en la piel, la pana verde y gruesa, cerrada hasta arriba, se me pega al cuerpo con el sudor y me produce una sensación mortificante. «Sí», digo. Y mi madre se inclina hacia mí, me suelta el lazo y me abanica el cuello, diciendo: «Cuando lleguemos a la casa te reposarás para darte un baño.» «Cataure», oigo...
En esto entra, por la puerta de atrás, otra vez el hombre del revólver. Al aparecer en el vano de la puerta se quita el sombrero y camina con cautela, como si temiera despertar el cadáver. Pero lo ha hecho para asustar a mi abuelo, que cae hacia adelante empujado por el hombre, y tambalea, y logra agarrarse del brazo del mismo hombre que ha tratado de tumbarle. Los otros han dejado de fumar y permanecen sentados en la cama, ordenados como cuatro cuervos en un caballete. Cuando entra el del revólver los cuervos se inclinan y hablan en secreto y uno de ellos se levanta, camina hasta la mesa y coge la cajita de los clavos, y el martillo.
Mi abuelo está conversando con el hombre junto al ataúd. El hombre dice: «No se preocupe, coronel. Le aseguro que no sucederá nada.» Y mi abuelo dice: «No creo que pueda ocurrir nada.» Y el hombre dice: «Pueden enterrarlo del lado de afuera, contra la tapia izquierda del cementerio donde son más altas las ceibas.» Luego le entrega un papel a mi abuelo, diciendo: «Ya verá que todo sale muy bien.» Mi abuelo se apoya en el bastón con una mano y coge el papel con la otra y lo guarda en el bolsillo del chaleco, donde tiene el pequeñito y cuadrado reloj de oro con una leontina. Después dice: «De todos modos, lo que suceda tenía que suceder. Es como si lo hubiese anunciado el almanaque,»
El hombre dice: «Hay algunas personas en las ventanas, pero eso es pura curiosidad. Las mujeres siempre se asoman por cualquier cosa.» Pero creo que mi abuelo no lo ha oído, porque está mirando hacia la calle por la ventana. El hombre se mueve entonces, llega hasta la cama y dice a los hombres, mientras se abanica con el sombrero: «Ahora pueden clavarlo. Mientras tanto, abran la puerta para que entre un poco de fresco.»
Los hombres se ponen en movimiento. Uno de ellos se inclina sobre la caja con el martillo y los clavos y los otros se dirigen a la puerta. Mi madre se levanta. Está sudorosa y pálida. Rueda la silla, me toma de la mano y me hace a un lado para que puedan pasar los hombres que vinieron a abrir la puerta.
Al principio tratan de rodar la tranca que parece soldada a las oxidadas argollas, pero no pueden moverla. Es como si alguien estuviera recostado con fuerza del lado de la calle. Pero cuando uno de los hombres se apoya contra la puerta y golpea, se levanta en la habitación un ruido de madera, de goznes oxidados, de cerraduras soldadas por el tiempo, chapa sobre chapa, y la puerta se abre, enorme, como para que pasen dos hombres, el uno sobre el otro; y hay un crujido largo de la madera y los hierros despertados. Y antes de que tengamos tiempo de saber qué sucede, irrumpe la luz en la habitación, de espaldas, poderosa y perfecta, porque le han quitado el soporte que la sostuvo durante doscientos años y con la fuerza de doscientos bueyes, y cae de espaldas en la habitación, arrastrando la sombra de las cosas en su turbulenta caída. Los hombres se hacen brutalmente visibles, como un relámpago al mediodía, y tambalean, y me parece como si hubieran tenido que sostenerse para que no los tumbara la claridad.
Cuando se abre la puerta empieza a cantar un alcaraván en alguna parte del pueblo. Ahora veo la calle. Veo el polvo brillante y ardiente. Veo varios hombres recostados contra la acera opuesta, con los brazos cruzados, mirando hacia el cuarto. Oigo otra vez el alcaraván y digo a mamá: «¿Lo oyes?» Y ella dice que sí, que deben ser las tres. Pero Ada me ha dicho que los alcaravanes cantan cuando sienten el olor a muerto. Voy a decírselo a mi madre en el preciso instante en que oigo ruido intenso del martillo en la cabeza del primer clavo. El martillo golpea, golpea, y lo llena todo; reposa un segundo y golpea de nuevo, hiriendo la madera por seis veces consecutivas, despertando el prolongado y triste clamor de las tablas dormidas, mientras mi madre, con la cara vuelta hacia el otro lado, mira la calle por la ventana.
Cuando acaban de clavar se oye el canto de varios alcaravanes. Mi abuelo hace una señal a sus hombres. Éstos se inclinan, ladean el ataúd, mientras el que permanece en el rincón con el sombrero dice a mi abuelo: «No se preocupe, coronel.» Y entonces mi abuelo se vuelve hacia el rincón, agitado y con el cuello hinchado y cárdeno, como el de un gallo de pelea. Pero no dice nada. Es el hombre quien vuelve a hablar desde el rincón., Dice: «Hasta creo que en el pueblo no queda nadie que se acuerde de eso.»
En este instante siento verdaderamente el temblor en el vientre. Ahora sí tengo ganas de ir allá atrás, pienso; pero veo que ahora es demasiado tarde. Los hombres hacen un último esfuerzo; se estiran con los talones clavados en el suelo, y el ataúd queda flotando en la claridad, como si llevaran a sepultar un navío muerto.
Yo pienso: Ahora sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar.
FIN