La Historiadora (86 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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El burócrata y el monje obedecieron. Stoichev les siguió más despacio, y pensé ver cierto brillo en su rostro mientras contemplaba las mesas y armarios vacíos. Sólo pude hacer conjeturas acerca de sus deducciones.

Ranov ya estaba escudriñando los sarcófagos.

—Vacíos —dijo jadeante—. No está aquí. Registren la sala. —Géza József ya estaba avanzando entre las mesas, proyectando la luz hacia todas las paredes y abriendo armarios—. ¿Le han oído o visto?

—No —contesté, sin mentir demasiado. Me dije que, con tal de que no hicieran daño a Helen, con tal de que la dejaran marchar, consideraría un éxito esta expedición. Era la única vida por la que suplicaría. También pensé, con fugaz gratitud, en lo que se había ahorrado Rossi.

Géza profirió algo que debía ser una maldición en húngaro, porque Helen pareció a punto de sonreír pese al arma que apuntaba a su corazón.

—Es inútil —dijo al cabo de un momento—. La tumba de la cripta está vacía, y ésta también. Él nunca volverá a este lugar, puesto que lo hemos descubierto.

Tardé un momento en asimilar esto. ¿La tumba de la cripta estaba vacía? Entonces, ¿dónde se hallaba el cuerpo de Rossi que acabábamos de abandonar allí?

Ranov se volvió hacia Stoichev.

—Díganos qué hay aquí.

Habían bajado sus armas por fin, y yo apreté a Helen contra mí, lo cual provocó que Géza me dirigiera una mirada avinagrada, aunque no dijo nada.

Stoichev alzó su farol como si hubiera estado esperando este momento. Fue a la mesa más cercana y dio unos golpecitos sobre la madera.

—Me parece que son de roble —dijo poco a poco—, y podrían ser de diseño medieval. — Examinó debajo de la mesa la ensambladura de una pata. Dio unos golpecitos en un armario—. Pero no sé gran cosa sobre muebles.

Esperamos en silencio.

Géza propinó una patada a la pata de una mesa.

—¿Qué voy a decir al ministro de Cultura? Que Valaquia nos perteneció. Era un prisionero húngaro y su país era territorio nuestro.

—¿Por qué no discutimos sobre eso cuando le encontremos? —gruñó Ranov.

Caí en la cuenta de repente de que el único idioma común entre ellos era el inglés, y de que se detestaban. En aquel momento supe a quién me recordaba Ranov. Con su cara robusta y espeso bigote oscuro se parecía a las fotografías que había visto del joven Stalin. Gente como Ranov y Géza ocasionaban daños mínimos sólo porque su poder era mínimo.

—Dile a tu tía que sea más cuidadosa con sus llamadas telefónicas. —Géza dirigió una mirada torva a Helen, y sentí que ella se ponía rígida contra mí—. Deje a este maldito monje vigilando el lugar —indicó a Ranov, y éste dio una orden que provocó temblores en el pobre Ivan. En aquel momento la luz del farol de Ranov se desvió en otra dirección.

Había estado examinando las mesas subiendo y bajando el farol. Ahora su luz cayó de soslayo sobre el pequeño burócrata del traje oscuro, quien aguardaba en silencio junto al sarcófago de Drácula. Tal vez no me habría fijado en su cara de no haber sido por su extraña expresión, una expresión de dolor íntimo, iluminado de repente por el farol. Vi el rostro demacrado bajo el desaliñado bigote y el brillo familiar de los ojos.

—¡Helen! —grité—. ¡Mira!

Ella le examinó con detenimiento.

—¿Qué?

Géza se volvió hacia ella al momento.

—Este hombre... —Helen estaba horrorizada—. Ese hombre... es...

—Un vampiro —terminé—. Nos ha seguido desde nuestra universidad de Estados Unidos.

Apenas había empezado a hablar, cuando el ser emprendió la huida. Se había precipitado en nuestra dirección para escapar, pero tropezó con Géza, quien intentó sujetarle, aunque Ranov fue más rápido. Agarró al bibliotecario, cayeron al suelo, y después nuestro guía dio un salto hacia atrás al tiempo que lanzaba un grito, y el bibliotecario continuó su huida.

Ranov se volvió y disparó contra la figura antes de que se alejara demasiado. Durante un segundo permaneció inmóvil. Fue como si hubiera disparado al aire. Después el bibliotecario se esfumó con tal celeridad que no supe si había llegado al pasadizo o se había esfumado ante nuestros ojos. Ranov corrió tras él y atravesó la puerta, pero regresó casi enseguida. Todos le miramos. Tenía el rostro blanco, se aferraba la tela desgarrada de su chaqueta y un hilillo de sangre manaba entre sus dedos. Al cabo de un largo momento habló.

—¿Qué está pasando aquí?

Su voz temblaba.

Géza meneó la cabeza.

—Dios mío —dijo—. Le ha mordido. —Retrocedió un paso—. Y yo he estado solo con ese hombre varias veces. Dijo que nos diría dónde podíamos encontrar a los norteamericanos, pero nunca me dijo que fuera...

—Pues claro que no —dijo Helen con desdén, aunque yo intenté acallarla—. Quería encontrar a su amo, seguirnos para llegar hasta él, no matarte. Vivo le eras más útil. ¿Te entregó nuestras notas?

—Cierra el pico.

Géza pareció a punto de abofetearla, pero percibí el miedo y el asombro en su voz, y yo la alejé con delicadeza.

—Vengan. —Ranov nos estaba haciendo señas con su pistola, mientras se apretaba el hombro herido con la otra mano—. Me han sido muy poco útiles. Quiero que vuelvan a Sofía y suban a un avión lo antes posible. Tienen suerte de que no me hayan dado permiso para hacerlos desaparecer. Sería demasiado incómodo.

Pensé que iba a darnos una patada, como Géza había hecho con la pata de la silla, pero se volvió y nos condujo fuera de la biblioteca. Obligó a Stoichev a pasar delante. Supuse, con una punzada de pesar, lo que el pobre hombre habría sufrido en el curso de aquella persecución. No había sido intención de Stoichev que nos siguieran. Lo sabía por la expresión pesarosa que había visto en su cara al entrar en la cámara. ¿Habría conseguido regresar a Sofía antes de que le obligaran a dar media vuelta para seguirnos? Confié en que la reputación internacional de Stoichev le protegería de posteriores maltratos, tal como había ocurrido en el pasado. Pero Ranov... Eso era lo peor. Ranov volvería, contaminado, a sus responsabilidades con la policía secreta. Me pregunté si Géza intentaría hacer algo al respecto, pero el rostro del húngaro estaba tan sombrío que no me atreví a dirigirle la palabra.

Miré por última vez desde la puerta el majestuoso sarcófago, que había descansado allí durante casi quinientos años. Su ocupante podía estar ahora en cualquier lugar, o camino de cualquier lugar. Al final de la escalera, pasamos a gatas uno tras otro por la abertura (recé para que ninguna de las pistolas se disparara), y entonces vi algo muy extraño. El relicario de san Petko estaba abierto sobre su pedestal. Debían de haber utilizado algunas herramientas para abrirlo, puesto que nosotros no habíamos podido hacerlo antes. La losa de mármol que había debajo estaba en su sitio y cubierta con la tela bordada. Helen me dirigió una mirada inexpresiva. Miramos el relicario al pasar y vimos en el interior algunos fragmentos de hueso, un cráneo pulido, todo lo que quedaba del mártir.

Al salir a la noche, vimos una confusión de coches y gente. Por lo visto, Géza había llegado con un séquito, dos de cuyos miembros vigilaban las puertas de la iglesia. Drácula no había escapado por aquí, pensé. Las montañas se cernían sobre nosotros, más oscuras que el cielo oscuro. Algunos aldeanos se habían enterado de la llegada y habían acudido con antorchas encendidas. Retrocedieron cuando Ranov avanzó, miraron su chaqueta rota y ensangrentada, con el rostro tenso a la luz fluctuante. Stoichev tomó mi brazo. Su cabeza osciló cerca de mi oído.

—La cerramos —susurró.

—¿Qué?

Me incliné para escucharle.

—El monje y yo fuimos los primeros en bajar a la cripta, mientras esos... esos matones registraban la iglesia y el bosque en busca de ustedes. Vimos al hombre de la tumba, no era Drácula, y comprendí que ustedes habían estado allí. Así que la cerramos, y cuando bajaron, sólo abrieron el relicario. Estaban tan furiosos, que pensé que iban a tirar los huesos del pobre santo. —El hermano Ivan parecía bastante corpulento, pero la fragilidad del profesor Stoichev debía ocultar una peculiar fuerza. Stoichev me miró fijamente—. Pero ¿quién estaba en esa tumba si no era...?

—El profesor Rossi —susurré. Ranov estaba abriendo las puertas del coche y nos ordenó subir.

Stoichev me dirigió una mirada rápida y elocuente.

—Lo siento muchísimo.

Así fue como dejé que mi más querido amigo descansara en Bulgaria. Que duerma en paz hasta el fin de los tiempos.

75

Después de nuestra aventura en la cripta, el salón de los Bora se nos antojó un paraíso en la tierra. Significó un exquisito alivio estar en aquella casa, con tazas de té caliente en la mano (hacía un frío poco usual para un mes de junio), y Turgut nos sonreía desde los cojines del diván. Helen se había quitado los zapatos en la puerta del apartamento y los había sustituido por unas zapatillas rojas con borlas que le prestó la señora Bora. Selim Aksoy también estaba presente, sentado en silencio en un rincón, y Turgut se encargaba de traducir todo a la señora Bora.

—¿Estáis seguros de que la tumba estaba vacía? —preguntó por segunda vez Turgut, como si quisiera asegurarse de la respuesta.

—Muy seguros. —Miré a Helen—. Lo que no sabemos es si el ruido que oímos cuando entramos era el de Drácula al escapar. Ya debía ser de noche, y no debió costarle mucho huir.

—Y podría haber cambiado de forma, si la leyenda es cierta —suspiró Turgut—. ¡Malditos sean sus ojos! Estuvieron a punto de atraparle, amigos míos, más que la Guardia de la Media Luna en cinco siglos. Estoy muy contento de que no acabarais muertos, pero muy triste porque no pudisteis destruirle.

—¿Adónde cree que fue?

Helen se inclinó hacia delante. Sus ojos se veían de un color oscuro intenso.

Turgut se acarició su gran barbilla.

—Bien, querida, eso no lo sé. Puede viajar deprisa y lejos, pero no sé hasta dónde. A otro lugar antiguo, seguro, algún escondite inviolado durante siglos. Ha debido disgustarle tener que abandonar Sveti Georgi, pero sabe que ese lugar ahora estará vigilado durante mucho tiempo. Daría mi mano derecha por saber si se ha quedado en Bulgaria o ha abandonado el país. Fronteras y políticas no significan gran cosa para él, estoy seguro.

Turgut frunció el ceño.

—¿Cree que nos habrá seguido? —preguntó Helen, pero el ángulo de sus hombros me llevó a pensar que la indiferencia con que formulaba la pregunta le costaba cierto esfuerzo.

Turgut meneó la cabeza.

—Espero que no, madame profesora. Yo creo que ahora estará un poco asustado de ustedes, puesto que le han encontrado cuando nadie más lo había hecho.

Helen guardó silencio, y no me gustó la duda que vi en su cara. Selim Aksoy y la señora Bora la miraron con particular ternura, pensé. Tal vez se estaban preguntando cómo había permitido yo que se metiera en una situación tan peligrosa, aunque hubiera conseguido regresar íntegra.

Turgut se volvió hacia mí.

—Y lamento muchísimo lo de tu amigo Rossi. Me habría gustado conocerle.

—Sé que habríais disfrutado de vuestra mutua compañía —dije con sinceridad, y tomé la mano de Helen. Sus ojos se nublaban cada vez que hablábamos de Rossi, y apartó la mirada tratando de buscar privacidad.

—También me habría gustado conocer al profesor Stoichev.

Turgut volvió a suspirar y dejó la taza sobre la mesa de latón.

—Eso habría sido magnífico —dije, y sonreí al imaginar a los dos eruditos contrastando opiniones—. Tú y Stoichev habríais podido explicaros mutuamente el imperio otomano y los Balcanes medievales. Tal vez llegarás a conocerle algún día.

El meneó la cabeza.

—No lo creo —dijo—. Las barreras que nos separan son altas y espinosas, como lo eran entre tsar y un bajá, pero si vuelves a hablar con él, o le escribes, salúdale de mi parte.

Era una promesa fácil de hacer.

Selim Aksoy quiso hacernos una pregunta a través de Turgut, y éste le escuchó con semblante serio.

—Nos estamos preguntando —dijo —si entre tanto caos y peligro viste el libro que describió el profesor Rossi. Era la vida de san Jorge, ¿no? ¿Lo llevaron los búlgaros a la Universidad de Sofía?

La risa de Helen podía ser sorprendentemente infantil cuando estaba muy alegre, y me reprimí de darle un sonoro beso delante de todos. Apenas había sonreído desde que abandonamos la tumba de Rossi.

—Está en mi maletín —dije—. De momento.

Turgut nos miró fijamente, atónito, y tardó un largo minuto en reanudar su labor de intérprete.

—¿Y cómo llegó a alojarse en él?

Helen estaba muda, sonriente, así que fui yo quien dio las explicaciones.

—No volví a pensar en ello hasta que estuvimos de vuelta en Sofía, en el hotel.

No, no podía contarles toda la verdad, de modo que me decanté por una versión educada.

La verdad era que, cuando por fin habíamos podido estar solos diez minutos en la habitación de Helen, la tomé en mis brazos y besé su cabello oscuro, la apreté contra mi hombro, la amoldé a mi cuerpo a través de nuestras ropas de viaje sucias, como si fuera la otra parte de mí (la parte ausente de Platón, supongo), y entonces noté no sólo alivio por haber sobrevivido y poder abrazarnos, así como la belleza de sus largos huesos y su aliento en mi cuello, sino algo muy peculiar en su cuerpo, algo abultado y duro. Retrocedí y la miré aterrado, y vi su sonrisa irónica. Se llevó un dedo a los labios. Era un simple recordatorio.

Ambos sabíamos que debía haber micrófonos ocultos en la habitación.

Al cabo de un segundo, apoyó mis manos sobre los botones de su blusa, que estaba desaliñada y sucia a causa de nuestras aventuras. La desabotoné sin atreverme a pensar, y se la quité. Ya he dicho que la ropa interior de las mujeres era más complicada en aquella época, con alambres y ganchos secretos, y compartimientos extraños. Una armadura interior. Envuelto en un pañuelo y tibio contra la piel de Helen había un libro, no el gran volumen en folio que había imaginado cuando Rossi nos habló de su existencia, sino uno pequeño que cabía en la palma de la mano. Su cubierta era de oro sobre madera y piel pintados. El oro estaba incrustado de esmeraldas, rubíes, zafiros, lapislázuli y perlas, un pequeño firmamento de joyas, todo en honor de la cara del santo reproducido en el centro.

Sus delicadas facciones bizantinas parecían pintadas unos días antes, en lugar de siglos, y sus grandes ojos tristes daban la impresión de seguir a los míos. Sus cejas se alzaban como finas arcadas sobre ellos, la nariz era larga y recta, la boca triste y severa. El retrato poseía una rotundidad, una perfección, un realismo que yo nunca había visto en el arte bizantino, un aspecto de linaje romano. De no haber estado enamorado ya, habría afirmado que aquél era el rostro más hermoso que había visto en mi vida, pero también celestial, o celestial pero también humano. Sobre el cuello de su túnica vi unas palabras.

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