La historia siguiente (7 page)

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Authors: Cees Nooteboom

BOOK: La historia siguiente
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—¿Conoce usted la catedral?

Pues claro. Le hubiera regalado con gusto la aséptica
Guía de viaje del Norte de Italia
del doctor Estrabón, en la que había logrado convertir este mastodonte lírico de piedra en una especie de gran almacén barato por el que podías hacer una visita relámpago con tus turistas.

—Ese edificio era para mí lo mismo que el infierno —toda una sentencia para un sacerdote—. Durante años he oído allí a la gente en confesión. Al menos usted no ha tenido que hacer esto nunca —era cierto. Intenté imaginármelo pero no pude.

»Cuando entraba a la catedral desde la sacristía ya tenía náuseas; tenía la sensación de ser una bayeta tirada en el suelo, en la que venían a limpiar el barro de sus vidas. Usted no sabe de lo que son capaces los hombres. Usted tampoco ha visto nunca tan de cerca esas caras, la hipocresía, la fogosidad lasciva, sus rancias camas, su ansia de dinero. Y siempre volvían, y siempre estabas obligado a perdonarlos de nuevo. Pero por eso te conviertes en cómplice de alguna horrible manera, eras una parte de la relación que no podían romper, una parte de la suciedad de sus caracteres. Huí, entré en el convento; sólo podía soportar las voces humanas cuando cantaban —y también entonces se había ido danzando.

Ese sitio de allí, junto a la barandilla de cubierta, era
mi
confesionario. Había descubierto que si te ponías siempre en el mismo lugar los demás venían por sí solos. El único que no venía nunca era Alonso Carnero. Él tenía su lugar propio. Sólo una vez me había acercado a él. La mujer estaba a su lado; juntos miraban en el agujero negro de la noche. No había estrellas y por primera vez tuve un sentimiento carnal de ultratumba. A medida que el viaje avanzaba, todo lo que una vez había expuesto en clase como ficción parecía hacerse cada vez más real. El océano había sido —igual que cuando Faetón murió en su carruaje— uno de mis números estelares; podía imitarlo incluso: cómo yacía negro, peligroso y móvil en torno a la tierra plana; el terrorífico elemento en el que las cosas conocidas pierden sus contornos, el resto informe de la primigenia materia de la que todo había provenido, el caos, el peligroso reverso del mundo, eso que nuestros antepasados habían llamado el pecado de la naturaleza, la eterna amenaza de un nuevo diluvio. Y detrás, en el oeste, donde se ponía el sol y la luz huía abandonando a los hombres a ese otro elemento informe, la noche, yacía el mar en el que se encontraba Atlas y que llevaba su nombre; y detrás la tierra oscura de la muerte, el Tártaro, en donde estaba exiliado Saturno:
Saturno tenebrosa in Tartara misso
;
[10]
creo que jamás podré explicar con cuánta voluptuosidad pronunciaba yo el latín. Tiene algo que ver con el goce corporal, una forma inversa de comer. ¡Ah, qué Sócrates tan estúpido era ese profesor que en un día de tormenta llevó a sus alumnos al mar!, a los pocos que no se murieron de risa. En el trenecito de Ijmuiden hacia el infierno; pero una vez que llegamos al borde del malecón, se hizo bastante real; el colérico mar golpeaba el basalto como si lo quisiera devorar, el cielo colgaba lleno de nubes siniestras, la lluvia golpeaba sobre nuestro pequeño grupo de cinco personas y entre los chillidos de las gaviotas hice mis horas extraordinarias y grité a través de la tormenta hacia el oeste y, naturalmente, allí yacía —detrás de esas arremolinantes masas de agua— el secreto mundo de las sombras con sus cuatro ríos mortales. Mientras yo voceaba, las gaviotas gritaban como diosas de la venganza sus ecos de Orfeo y Estigia, y recuerdo el rostro blanco y transparente de mi alumna preferida, porque en tales rostros las fábulas se convierten en verdad. Yo estaba allí, ante la generación de la muerte escamoteada, como un duende enloquecido, rugiendo sobre nieblas eternas y perdición. Sócrates en Ijmuiden. Al día siguiente D'India me dio un poema, algo sobre tormenta y soledad; lo doblé y me lo metí en el bolsillo; no tenía
forma
, se parecía a la poesía moderna que puede leerse en folletos literarios, y ya que no quería decir esto, lo único que hice fue no decir nada; y ahora aquí, a bordo de este barco, me preguntaba dónde se habría quedado ese poema. En algún lugar entre todos mis papeles, en algún lugar de una habitación en Amsterdam.

Él tenía los ojos de ella: el joven. Ojos latinos. Miraba cómo me acercaba y no desviaba su mirada. Cuando estuve a su lado la mujer quitó la mano de su hombro y desapareció, fue como si se evaporara.

«Nuestra guía», la había llamado Dekobra una vez con una mezcla de burla y respeto. Lo era y no lo era, pero presente o ausente, ella era quien nos mantenía juntos, quien hacía una compañía de nuestro estúpido grupo sin que nadie pareciera preguntarse el porqué. Cuando llegué junto a Alonso Carnero, ya no sabía lo que había querido decirle. Lo único que pude idear fue: «¿En qué piensas?». Encogió los hombros y dijo: «En los peces del mar». Y por supuesto yo también tuve que pensar en ellos, en toda esa vida invisible y apartada de nosotros, a miles de metros bajo nuestros pies, y me fui temblando al camarote.

Esa noche volví a soñar conmigo mismo en mi habitación de Amsterdam. ¿Es que no hacía nunca otra cosa más que dormir? Quise despertarme y noté cómo encendía la luz de mi camarote, confuso y sudoroso. Ya no quería volver a ver a ese hombre dormido con la boca abierta y esos ojos ciegos; la soledad de ese cuerpo que giraba y se revolvía. Después de Maria Zeinstra no había vuelto a pasar la noche con nadie; había sido —pensaba yo entonces— mi última oportunidad de tener una vida auténtica, sea lo que fuere lo que esto quiera decir. Pertenecer a alguien, pertenecer al mundo, esa clase de disparates. Una vez llegué incluso a hablar de hijos. Risa sarcástica.

—¿Vamos a meter ideas raras en nuestra calva cabeza? —había dicho como si se estuviera dirigiendo al mismo tiempo a toda una clase—. ¡Hijos y tú! Algunas personas no deben tener nunca hijos, y tú eres una de ellas.

—Te comportas como si tuviera una terrible enfermedad. Si me encuentras tan espantoso, ¿por qué te acuestas conmigo?

—Porque puedo mantener muy bien las cosas separadas. Y porque me gusta, si es lo que quieres oír.

—A lo mejor deberías tener tus hijos con el jugador de baloncanasta poeta.

—Con quién los tenga es mi problema. En todo caso no los tendré con un duendecillo de jardín esquizofrénico de la tienda de antigüedades. Y Arend Herfst no es tema de conversación para ti.

Arend Herfst. Tercera persona. El mioma con su mueca de poeta incorporada.

—Y además; escribe tú mismo alguna vez un poema. Y un poco de deporte tampoco te haría ningún mal —era verdad, así habría podido ahora volar en lugar de navegar. Fuera de este camarote, extender completamente mis brazos y volar lejos; el barco durmiente a mis pies, la guardia solitaria en la luz amarillenta, nuestro barquero, desprenderme de todos estos otros, entrar en la profunda oscuridad.

Me vestí y subí a cubierta. Estaban todos allí, parecía una conjuración. Estaban alrededor del capitán Dekobra, que escrutaba el cielo con unos prismáticos. No podía ser nunca esa misma noche, ya que hay noches en las que las estrellas están intentando causarnos miedo, y ésta era una de ésas. No había visto nunca tantas como aquella noche. Tenía la impresión de poder oírlas por encima del sonido del mar, como si nos gritaran anhelantes, furibundas, insultantes. A falta de cualquier otra luz estaban sobre nosotros como una media cúpula —agujeros de luz, polvo luminoso— riéndose de los nombres y números que una vez les dimos en el tardío segundo en el que nosotros habíamos aparecido. Ni siquiera sabían cómo se llamaban, qué descabelladas formas habían reconocido entonces nuestros limitados ojos en ellas: escorpiones, caballos, serpientes, leones de gas ardiente, y debajo de ellas, nosotros, con esa idea inextirpable de que éramos el centro, con otra cúpula tan cerrada muy por debajo de nosotros, una pantalla redonda y segura a nuestro alrededor que se mostraría siempre igual.

El mar brillaba y mecía; me agarré a la barandilla de cubierta y miré a los otros. No podía demostrarlo, pero habían cambiado; no, habían cambiado de nuevo. Habían desaparecido cosas, comenzaban a faltar líneas; cada vez veía, por un instante, la boca de alguien, o no, o un ojo; en la parte más pequeña de un segundo su reconocibilidad había desaparecido, luego veía el cuerpo de uno a través del otro, como si empezara a tener lugar el desmantelamiento de nuestra solidez, y al mismo tiempo aumentara el brillo de lo que sí era visible; si no sonara tan idiota hubiera dicho que irradiaban. Puse las manos delante de los ojos pero no vi nada más que mis manos. A mí nunca me ocurren milagros, así es que no había ninguna razón para que los demás me miraran tan extrañados cuando me acerqué.

—¿Ves al cazador? —preguntó el capitán a Alonso Carnero—. Es Orión —el gran hombre celestial se inclinaba ligeramente hacia delante—. Está de caza, rastrea. Pero es cauteloso, ya que está ciego. ¿Ves esa estrella clara y radiante allí a sus pies, delante de él? Es Sirio: es su perro. Si miras por aquí podrás ver cómo respira.

El joven cogió los pesados prismáticos y miró largo tiempo en silencio.

—Ahora subes a lo largo de su correa: Alnilam, Alnitak, Mintaka —pronunció estas palabras como un conjuro—, luego llegas a su hombro derecho,
ibt al jakrah
, la axila; ésta es Betelgeux, cuatrocientas veces más grande que el sol…

Alonso Carnero bajó los prismáticos y miró a Dekobra. Allí estaban de nuevo: los ojos oscuros miraban fijamente en los azul de hielo; dos formas de mirar que se clavaban la una en la otra; ya no había ningún rostro, sólo ojos, una fracción de segundo y entonces rehuía la forma de sus rostros de nuevo en el aire nocturno. Los otros no lo veían o no decían nada. Pero yo tampoco dije nada. Cuatrocientas veces más grande que el sol; eso me lo había contado Maria Zeinstra, yo ya estaba desvirgado. Ella sabía todo lo que yo no quería saber. Por los cristales de culo de vaso a través de los cuales tenía que ver el mundo, yo no estaba en absoluto familiarizado con el cielo nocturno, pero aún podía reconocer bien al cazador; sabía cómo subía al mundo, todavía durmiente, hacia el final de la noche; para mí era el desterrado del libro IX de la
Odisea
, el amante de la aurora de rosados dedos; no quería saber cómo se llamaban o los años que tenían sus estrellas y lo lejos que estaban.

—Tú sigue ignorante.

Oigo su voz junto a mí pero ella ya no está.

—¿De qué te sirve conocer el mundo como tú lo conoces? —le había preguntado—. ¿Esos ridículos números que nos pulverizan con sus ceros?

Sorpresa. La cabeza inclinada. El cabello rojo colgando como una bandera a un lado. Orión ya casi borrado por la luz del día. Todavía no hemos dormido.

—¿Qué quieres decir?

—Células, enzimas, años luz, hormonas. Detrás de todo lo que yo veo, tú ves siempre algo diferente.

—Porque está ahí.

—¿Y luego qué?

—Ya que voy a estar aquí sólo una vez, no quiero pasar por la Tierra como una ciega —se levantó—. Y ahora tengo que ir a casa para la visita del gran cazador. Creía que los italianos vigilaban mejor a sus niños.

—No es ninguna niña.

—No —le salió amargamente desde dentro—. Ya han hecho todo lo posible para que no lo sea.

Silencio.

—Tengo que irme —dijo entonces—. El señor además es celoso.

No me preguntó si yo era celoso.

—Cástor y Pólux —oí decir al capitán. En realidad parecía como si todo el mundo quisiera devolverme a mi pasado. La pizarra del cielo estaba escrita con términos latinos y yo ya no era profesor—. Orión, Tauro, luego arriba hacia Perseo, el Auriga… —yo seguía la mano indicadora que iba a lo largo de las imágenes que ahora, igual que nosotros, parecían bambolearse despacio. Algún día, decía el capitán, esas imágenes se separarían, deshilachadas, esparcidas sobre el cielo futuro. Lo que las había mantenido juntas era nuestro ojo casual de los últimos milenios, lo que habíamos querido ver en ellas. Estaban tan relacionadas entre sí como una multitud de paseantes por los Campos Elíseos; estas constelaciones eran fotografías instantáneas, lo único es que los instantes duraban algo más para nuestras nociones. Dentro de algunos milenios la Osa Mayor se disolvería, Sagitario ya no volvería a disparar, sus estrellas separadas habrían seguido su propio camino, sus lentos movimientos en relación unos con otros desvanecerían las imágenes tal y como las conocíamos; Bootes ya no volvería a vigilar a la Osa, Perseo no liberaría nunca más a Andrómeda de la roca, Andrómeda ya no volvería a reconocer a su madre Casiopea. Naturalmente, aparecerían nuevas constelaciones igualmente casuales (sí, de
stella
, que es 'estrella', lo sé, capitán), pero ¿quién les daría estos nombres? La mitología que había gobernado mi vida pasaría a ser entonces algo definitivamente nulo; ya lo era ahora; de hecho sólo perduraba en el mundo a través de estas constelaciones. Los nombres solamente nacen en la medida en que algo vive. Puesto que aún existía esa constelación, los hombres se veían obligados a reflexionar sobre Perseo; sabían incluso, como el capitán, que tuvo en su mano la derrotada cabeza de la gorgona Medusa, y era su perverso ojo el que nos guiñaba malicioso y desafiante, por última vez peligroso.

—El charco del cielo —dijo el profesor Deng.

Lo miramos. Señaló al Auriga, al Cochero. Un coche, un charco. Hablaba muy bajo, su rostro parecía brillar. Me llamó la atención lo mucho que se parecía al padre Fermi. Los dos debían de ser igual de viejos, pero «vejez» ya no era la categoría con la que podían ser descritas sus vidas. Estaban más allá del tiempo: transparentes, liberados, muy por delante de nosotros.

Abrevé mis dragones en el Charco del Cielo,
y até sus riendas al árbol Fu-Sang.
Rompí una rama del árbol Ruo para golpear
con ella al Sol…

—Vean ustedes —dijo—, nosotros también dábamos nombres a las estrellas, pero éstos eran nombres diferentes de los de ustedes. Fue muy temprano en la historia, aún no conocíamos su mitología —sus ojos resplandecían irónicos—. Fue demasiado breve; también hubiera sido demasiado breve si hubiera durado milenios…, toda mi vida la he pasado con ella.

—¿Y el poema? —pregunté—. En nuestra mitología son caballos los que surcan el cielo, no dragones.

—Es de Qu Yuan —dijo el profesor Deng—, pero usted seguramente no lo conocerá. Uno de nuestros clásicos. Anterior a su Ovidio —parecía como si se disculpara—. También Qu Yuan fue desterrado. También él se queja de su soberano, de los bajos tipos de los que éste se rodea, la decadencia en la corte —rió—. También para nosotros el sol es conducido a lo largo del cielo, lo que ocurre es que el cochero no era un hombre, como su Febo Apolo, sino una mujer. Y nosotros no teníamos sólo un sol, sino diez. Dormían en las ramas del árbol Fu-Sang, un árbol gigantesco en el confín occidental del mundo, allí donde está su Atlas. En nuestra tierra los poetas y chamanes hablan de las constelaciones como si existieran realmente. Su Auriga es nuestro Charco del Cielo, un lago que realmente existe, en el que el dios lava su cabello; como también existe una canción en la que el dios del Sol bebe vino junto con la Osa Mayor.

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