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Authors: John Scalzi

La historia de Zoe (9 page)

BOOK: La historia de Zoe
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Fue entonces cuando los obin descubrieron que uno de los científicos humanos, llamado Charles Boutin, estaba trabajando en un modo de contener y almacenar conciencias fuera del cuerpo humano, en una máquina basada en la tecnología que los humanos habían robado a los consu. El trabajo no estaba terminado y los obin de la estación espacial no pudieron entender el funcionamiento de aquella tecnología, como tampoco fueron capaces de hacerlo los científicos obin que acudieron hasta allí con ese fin. Entonces los obin buscaron a Charles Boutin entre los humanos que habían sobrevivido a los ataques a la estación espacial, pero no lo encontraron, y descubrieron que no se encontraba allí durante el ataque.

Pero entonces los obin descubrieron que Zoë, la hija de Charles Boutin, sí se hallaba en la estación. La cogieron y la salvaron sólo a ella de entre todos los humanos. Y los obin la mantuvieron a salvo y encontraron un modo de decirle a Charles Boutin que estaba viva y ofrecieron devolvérsela si les otorgaba conciencia. Pero Charles Boutin estaba furioso, no con los obin sino con los humanos que habían dejado morir a su hija, y exigió que a cambio de dar conciencia a los obin, éstos hicieran la guerra a los humanos y los derrotaran. Los obin no pudieron hacerlo solos, así que se aliaron con otras dos razas, los raey, a quienes acababan de atacar, y los enesha, que eran aliados de los humanos, para luchar contra ellos.

Charles Boutin quedó satisfecho y con el tiempo se reunió con los obin y con su hija, y trabajó para crear una conciencia para los obin. Antes de que pudiera terminar su tarea, los humanos se enteraron de la alianza entre los obin y los raey y los enesha, y atacaron. La alianza se rompió y los eneshanos combatieron contra los raey junto a los humanos. Y Charles Boutin murió, y los humanos le quitaron a su hija Zoë a los obin. Y aunque ningún individuo obin pudo sentirlo, nuestra nación entera desesperó porque al acceder a darnos conciencia Charles Boutin fue nuestro amigo entre todos los amigos, el ser que había hecho por nosotros lo que ni siquiera los grandes consu hicieron: darnos conciencia de nosotros mismos. Cuando murió, nuestra esperanza por nosotros mismos murió. Cuando perdió a su hija, a la que nosotros también queríamos por ser descendiente de él, se sumió en la desesperación.

Y entonces los humanos enviaron un mensaje a los obin diciendo que conocían el trabajo de Boutin y se ofrecían a continuarlo, a cambio de una alianza y el compromiso de los obin para luchar contra los eneshanos, que anteriormente se habían aliado con los obin contra los humanos y que habían derrotado a los raey. Los obin accedieron con la condición de que cuando tuvieran conciencia se permitiera a dos de los suyos conocer a Zoë Boutin y compartir ese conocimiento con todos los demás obin, porque ella era lo que quedaba de Charles Boutin, nuestro amigo y héroe.

Y así fue cómo los obin y los humanos se volvieron aliados, y los obin atacaron y derrotaron a los eneshanos en su debido momento, y los obin, miles de generaciones después de su creación, recibieron conciencia gracias a Charles Boutin. Y entre ellos, los obin eligieron a dos, quienes se convertirían en compañeros y protectores de Zoë Boutin y compartieron su vida con su nueva familia. Y cuando Zoë los conoció no tuvo miedo porque había vivido con los obin antes, y les dio nombre a los dos: Hickory y Dickory. Y ellos fueron los primeros obin que tuvieron nombre. Y se alegraron, y supieron que estaban alegres por el don que les había otorgado Charles Boutin a ellos y a todos los obin.

Y vivieron felices para siempre jamás.

* * *

Hickory me dijo algo que no oí.

—¿Qué?

—No estamos seguros de que «vivieron felices para siempre jamás» sea el final adecuado —dijo Hickory, y entonces se detuvo y me miró con atención—. Estás llorando.

—Lo siento —dije—. Estaba recordando. Las partes en las que estuve.

—La contamos mal.

—No —contesté, y levanté una mano para tranquilizarlo—. No la contasteis mal, Hickory. Es que la forma en que vosotros contáis la historia y la forma en que yo la recuerdo son un poco... —Me enjugué una lágrima y busqué la palabra adecuada—. Son un poco diferentes, eso es todo.

—No te gusta el mito —dijo Hickory.

—Me gusta. Me gusta mucho. Es que me duele recordar algunas cosas. Nos pasa a veces.

—Siento causarte inquietud, Zoë —dijo Hickory, y pude oír la tristeza en su voz—. Queríamos animarte.

Me levanté de mi asiento y me acerqué a Hickory y Dickory y los abracé a ambos.

—Lo sé. Y me alegro mucho de que lo hayáis intentado.

9

—Oh, mira —dijo Gretchen—. Unos chicos a punto de hacer algo estúpido.

—Cierra el pico —le dije—. Eso es imposible.

Pero miré de todas formas.

En efecto, en la sala común de la
Magallanes
, dos grupitos de varones adolescentes se miraban unos a otros con cara de «vamos a pelearnos por cualquier tontería». Todos estaban preparándose para hacerse el gallito, excepto uno de ellos, que tenía toda la pinta de intentar querer transmitir algo de sentido común a un tipo que parecía particularmente deseoso de pelear.

—Así que hay uno que parece tener cerebro —dije.

—Uno de ocho —dijo Gretchen—. No es un porcentaje demasiado alto. Si realmente tuviera cerebro se habría quitado de en medio.

—Es verdad. Nunca envíes a un chico adolescente a hacer el trabajo de una chica.

Gretchen me sonrió.

—Tenemos esa mentalidad de arreglarlo todo, ¿verdad?

—Creo que conoces la respuesta.

—¿Quieres planearlo o improvisamos sin más? —dijo Gretchen.

—Para cuando terminemos de planearlo, alguien habrá perdido ya los dientes.

—Buen argumento —dijo Gretchen, y entonces se levantó y empezó a dirigirse hacia los muchachos.

Veinte segundos más tarde los chicos se sorprendieron al ver a Gretchen entre ellos.

—Me estáis haciendo perder una apuesta —le dijo Gretchen al que parecía más agresivo.

El tipo la miró un momento, tratando de disimular lo que fuera que pasara por su cerebro en torno a aquella súbita e inesperada aparición.

—¿Qué? —dijo.

—He dicho que me estáis haciendo perder una apuesta —repitió Gretchen, y luego me señaló con un pulgar—. Había apostado con Zoë que nadie iniciaría una pelea en la
Magallanes
antes de que zarpáramos, porque nadie sería lo bastante estúpido para hacer algo que expulsara a su familia entera de la nave.

—Expulsada dos horas antes de zarpar, incluso —añadí.

—Cierto —dijo Gretchen—. ¿Porque qué clase de cretino tendrías que ser para hacer eso?

—Un cretino adolescente
varón —
sugerí.

—Eso parece —dijo Gretchen—. Veamos... ¿cómo te llamas?

—¿Qué? —repitió de nuevo el tipo.

—Tu nombre —dijo Gretchen—. Lo que tus padres te llamarán, cabreados, cuando hayas hecho que los expulsen de la nave.

El tipo miró a sus amigos.

—Magdy —respondió él, y entonces abrió la boca como para decir algo.

—Bueno, verás, Magdy, yo tengo fe en la humanidad, incluso en la parte masculina adolescente —dijo Gretchen, interrumpiendo lo que fuera que Magdy quisiera replicar—. Creía que ni siquiera los adolescentes varones serían lo bastante tontos para darle al capitán Zane una excusa para echar a unos cuantos de la nave mientras aún pudiera. Una vez de camino, lo peor que podría hacer es meterte en un calabozo. Pero ahora mismo podría hacer que la tripulación te dejara a ti y a tu familia en la bodega de atraque. Luego podrías vernos a todos los demás decir adiós. Naturalmente, me dije, nadie podría ser tan
increíblemente obtuso.
Pero mi amiga Zoë no estaba de acuerdo. ¿Qué dijiste, Zoë?

—Dije que los chicos no pueden pensar más allá de o sin sus recién bajados testículos —dije, mirando al muchacho que había estado intentando disuadir a su amigo—. Además, huelen raro.

El chico sonrió. Sabía lo que se cocía. No le devolví la sonrisa: no quería interferir en el juego de Gretchen.

—Y yo estaba tan convencida de que tenía razón y ella estaba equivocada que hice una apuesta—dijo Gretchen—. Me aposté todos los postres que consiguiera aquí en la
Magallanes
a que nadie sería tan estúpido. Es una apuesta sería.

—Le encanta el postre —apunté.

—Es verdad —dijo Gretchen.

—Es una loca de los postres.

—Y ahora tú vas a hacerme perder todos mis postres —dijo Gretchen, clavando a Magdy un dedo en el pecho—. Eso no está bien.

El chico al que Magdy se enfrentaba soltó una risita. Gretchen se volvió hacia él: el chico retrocedió con un respingo.

—No sé por qué te parece gracioso —dijo Gretchen—. A tu familia la habrían expulsado de la nave igual que a la suya.

—Empezó él —dijo el chico.

Gretchen parpadeó, dramáticamente.

—¿«Empezó él»? Zoë, dime que he oído mal.

—No, realmente lo ha dicho.

—Me parece imposible que alguien que tenga más de cinco años de edad use esas palabras como excusa —dijo Gretchen, examinando al muchacho con ojo crítico.

—¿Dónde está ahora tu fe en la humanidad? —pregunté.

—La estoy perdiendo.

—Junto con todos tus postres.

—Déjame adivinar —dijo Gretchen, e hizo un gesto vago en dirección al puñado de chicos que tenía delante—. Todos sois del mismo planeta —se volvió y miró al otro puñado de chicos—. Y todos vosotros sois de otro.

Los muchachos se agitaron, incómodos. Gretchen los había calado.

—Y por eso lo primero que empezáis a hacer es pelearos por el sitio donde antes vivíais.

—Porque es lo más inteligente que se puede hacer con la gente con la que vas a pasarte el resto de la vida —dije yo.

—No recuerdo que eso estuviera en el material de orientación del nuevo colono —dijo Gretchen.

—Qué curioso —dije yo.

—Desde luego —dijo Gretchen, y dejó de hablar.

Hubo varios segundos de silencio.

—¿Bien? —preguntó Gretchen.

—¿Qué? —dijo Magdy. Era su palabra favorita.

—¿Vais a pelearos o qué? Si voy a perder mi apuesta, éste es un momento tan bueno como cualquiera.

—Tiene razón —dije yo—. Es casi la hora del almuerzo. El postre espera.

—Así que seguid adelante o dejadlo —dijo Gretchen. Dio un paso atrás.

Los muchachos, súbitamente conscientes de que aquello por lo que habían estado peleando había quedado reducido a si una chica se tomaba o no un pastelito, se dispersaron, y cada grupo se encaminó en dirección distinta al otro. El chico cuerdo me miró mientras se marchaba con sus amigos.

—Ha sido divertido —dijo Gtetchen.

—Sí, hasta que decidan volver a hacerlo —respondí—. No podemos usar siempre el truco de la humillación con el postre. Y hay colonos de diez mundos distintos. Eso nos da cien problemas posibles de estúpidas peleas de adolescentes.

—Bueno, los colonos de Kioto son menonitas coloniales —dijo Gretchen—, son pacifistas. Así que sólo hay ochenta y una combinaciones posibles de estúpidas peleas de adolescentes.

—Y nosotras seguimos siendo sólo dos. No me gusta esa proporción. ¿Y cómo sabías lo de la gente de Kioto, por cierto?

—Cuando mi padre todavía creía que iba a dirigir la colonia, me hizo leer los informes de todos los colonos y sus planetas originales —respondió Gretchen—. Dijo que yo sería su
aid de camp.
Porque, ¿sabes?, eso es lo que realmente habría querido hacer con mi tiempo.

—Pues te viene de perilla —dije.

Gretchen cogió su PDA, que estaba zumbando, y miró la pantalla.

—Hablando del rey de Roma —dijo, y me mostró la pantalla—. Parece que papá me llama.

—Hora de hacer de
aid de camp.

Gretchen puso los ojos en blanco.

—Gracias. ¿Quieres que estemos juntas durante la partida? Luego podemos ir a almorzar. Para entonces habrás perdido la apuesta. Me tomaré tu postre.

—Toca mi postre y morirás de forma horrible —contesté.

Gretchen se echó a reír y se marchó.

Saqué mi propia PDA para ver si había algún mensaje de John o Jane. Había uno de Jane diciendo que Hickory y Dickory me estaban buscando para algo. Bueno, sabían que estaba a bordo y también cómo contactarme por PDA; yo no iba a ninguna parte sin ella. Pensé en llamarlos pero supuse que me encontrarían tarde o temprano. Guardé la PDA y al levantar la cabeza vi al chico cuerdo delante de mí.

—Hola —dijo.

—Uh —dije, como muestra de mi locuacidad.

—Lo siento, no pretendía aparecer así.

—No importa —dije, sólo un poco azorada.

Extendió la mano.

—Enzo —dijo—. Y supongo que tú eres Zoë.

—Lo soy —respondí, tomando su mano y estrechándola.

—Hola —dijo.

—Hola —dije.

—Hola —dijo él, y entonces pareció darse cuenta de que había vuelto a empezar. Sonreí.

Y entonces hubo unos, oh,
cuarenta y siete millones de segundos
de silencio embarazoso. En realidad sólo fueron uno o dos segundos, pero como Einstein bien podría afirmar, algunos acontecimientos son capaces de estirarse.

—Gracias por eso —dijo Enzo finalmente—. Por detener la pelea, quiero decir.

—No hay de qué —respondí—. Me alegra que no te importara que nos metiéramos en lo que estabas haciendo.

—Bueno, no estaba haciendo un gran trabajo de todas formas —dijo Enzo—. Cuando Magdy se empeña en algo, es difícil hacerlo dar marcha atrás.

—¿De qué iba? —pregunté.

—Es algo tonto.

—Eso ya lo sé —dije, y entonces me pregunté si Enzo lo entendería mal. Sonrió. Primer punto para Enzo—. Me refiero a lo que lo causó.

—Magdy es muy sarcástico, pero también muy bocazas. Hizo una observación hiriente sobre la ropa de los otros cuando pasaban. Uno de ellos se molestó y se enzarzaron.

—Así que estuvisteis a punto de tener una discusión por la moda.

—Ya te dije que era una tontería. Pero ya sabes cómo es. Te picas y es difícil pensar de manera racional.

—Pero tú sí estabas pensando racionalmente.

—Es mi trabajo —dijo Enzo—. Magdy nos mete en un lío y yo saco las castañas del fuego.

—Así que os conocéis desde hace tiempo.

—Es mi mejor amigo desde que éramos pequeños. No es ningún capullo, de verdad. Pero a veces no piensa lo que hace.

—Y tú lo cuidas —dije.

—Funciona a dos bandas. No soy un gran luchador. Hasta el día de hoy, un montón de chicos se habrían aprovechado de eso si no supieran que en ese caso Magdy los golpearía en la cabeza.

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