La hija del Nilo (39 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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«¡Lo sabía!».

—Eso mismo ha hecho todos los días —dijo Marco Antonio—, pero luego se ha quedado en la ladera.

—¡Hoy no! —respondió el explorador—. Hoy salen todos. Muchos. Salen muchos a la llanura.

César se acercó al germano y lo agarró por los hombros.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Sí, César. Lo he visto con estos ojos míos.

—¡Magnífico!

César se volvió hacia sus oficiales y empezó a impartir órdenes a la velocidad de una descarga de flechas.

—¡Tocad a generala! ¡Levantad el pabellón rojo sobre mi tienda! ¡Que salgan al campo por las cuatro puertas! ¡Tirad la empalizada a ambos lados de la puerta pretoria y rellenad la trinchera con tierra para que puedan salir más hombres a la vez!

—Pero, César —objetó Claudio Nerón—, si hacemos eso y tenemos que retirarnos al campamento, no lo podremos defender.

César le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Fíjate si estoy seguro de la victoria, amigo mío, que si en vez de un campamento esto fuera una flota, la quemaría entera. Hoy la consigna será Venus Venetrix
[9]
. ¡Vamos, en marcha todos!

Cada mando se dirigió hacia su unidad para impartir órdenes. Antes de alejarse, Marco Antonio agarró del brazo a César y le dijo:

—¿De veras estás tan seguro de la victoria? ¿Crees que es prudente lo que acabas de hacer?

—¿Qué es la duda, Antonio?

—¿Ahora te vas a poner filosófico?

—Tú contéstame.

Marco Antonio frunció el ceño, seguramente tratando de recordar sus lecciones de filosofía y retórica.

—La duda es la suspensión del juicio cuando hay dos decisiones posibles —dijo por fin.

—Pues yo les he quitado a mis hombres toda posibilidad de dudar. Los soldados de Pompeyo saben que tienen dos opciones: vencer o rendirse y vivir un día más. Nosotros sólo podemos vencer.

—O morir, claro.

—Esa opción no la decidiremos nosotros, sino Fortuna o el enemigo.

46

Los soldados tenían tan automatizadas las rutinas y maniobras que una hora después el ejército de César ya formaba en el llano. Frente a ellos, a unos mil metros, las tropas de Pompeyo se veían desplegadas a tres kilómetros de su campamento en el monte. La llanura entre ambas huestes era tan lisa como cualquier comandante podría soñar. «Sobre todo uno de caballería», pensó César.

Aunque la batalla oficial no había comenzado, en la tierra de nadie que separaba ambos ejércitos ya se empezaban a librar escaramuzas entre destacamentos de infantería ligera. También salían escuadrones a caballo de uno y otro bando que se acercaban a las líneas fronteras, lanzaban sus desafíos y algún que otro proyectil y aprovechaban para echar una ojeada a la disposición del adversario e informar a sus jefes.

Uno de esos jinetes era Hrodulf. El sobrino de Saxnot regresó galopando junto a César. El general contemplaba el terreno y las operaciones desde la relativa altura que le brindaba su caballo Ascanio, un corcel elegido no sólo por su tamaño y su sangre, sino porque relucía tan blanco como la cima del Olimpo; montado en él con su capa roja parecía una mancha de sangre sobre la nieve, y sus hombres podían divisarlo desde grandes distancias.

—¿Has visto los estandartes y los números? —preguntó César.

—¡Sí! Son los mismos que todos los días —respondió el germano.

César asintió. Él también había desplegado a los suyos como en las jornadas anteriores. En el campamento quedaban dos mil hombres nada más, los que por edad, enfermedad o alguna herida se hallaban en peores condiciones. Aunque César no se lo había dicho a los soldados ni a sus oficiales, los que quedaban en la guarnición habían recibido la orden de rellenar los huecos de la empalizada. Una cosa era que sus hombres no tuvieran opciones, y otra muy distinta que no las tuviera su general.

En el campo de batalla había alineado a veintidós mil legionarios más un millar de jinetes. Por lo que sabía, Pompeyo contaba con cuarenta mil efectivos de infantería y siete mil de caballería, más varios millares de aliados en reserva. Su frente, que empezaba en el río Enipeo y se extendía hacia los montes del norte, ocupaba unos tres kilómetros. Para cubrir una distancia similar, César se había visto obligado a adelgazar sus líneas, de tal manera que cada cohorte formaba con seis filas, mientras que las de Pompeyo tenían diez de profundidad.

César había dividido en tres secciones el frente. A la izquierda, empezando en la orilla del río, estaba Marco Antonio con cuatro legiones; entre ellas la VIII y la IX, que tras haber sufrido tantas bajas en Dirraquio actuaban coordinadas como una sola unidad. En el centro se encontraba Calvino con las dos legiones que había traído de Macedonia y también con la XIV. El ala derecha la mandaba el legado Sila con la XIII, la XXVII y la VI. En el extremo, el puesto de mayor privilegio y peligro, formaba la X, la niña de los ojos de César; aunque en los últimos meses la VI empezaba a disputarle ese honor.

Por el momento, el propio César se había colocado entre el extremo derecho de la X legión y su propia caballería. Ésta la mandaba Saxnot, de modo que la escolta personal de César quedaba en manos de Hrodulf y veinte jinetes germanos que no debían separarse en ningún instante del general.

Antes de toda batalla había que consultar los auspicios y comprobar la voluntad de los dioses. Primero, el pullarius sacó a los pollos sagrados de la jaula y les echó trozos de pan, que devoraron con gran apetito. Era buen presagio; en cualquier caso, lo contrario habría resultado sorprendente, ya que el pullarius les hacía pasar más hambre de la que habían padecido los soldados en Dirraquio. Después, César en persona degolló un cabritillo delante de la primera fila de la X. Mientras se lavaba las manos, el arúspice, un sacerdote de pura sangre etrusca, rajó el vientre de la víctima, examinó su hígado rojo y brillante y dictaminó que a los dioses les complacía que se batallara ese día.

Llegaba la hora de las arengas. En el texto sobre la guerra de las Galias que ya había corregido, César, respetando una tradición literaria que se remontaba a Heródoto y Tucídides, se presentaba a sí mismo dirigiéndose a todo el ejército a la vez. Pero con un frente de tres mil metros, ni el mítico Esténtor habría logrado que su portentosa voz alcanzara a todos los rincones.

Lo que hizo César fue cabalgar por delante de las líneas, levantando el brazo para saludar y deteniéndose aquí y allá para animar a las diversas unidades, a menudo con comentarios individualizados que conseguían que cada cohorte y cada legión se sintiera la más importante. Las breves soflamas que pronunciaba tenían poco que ver con los discursos que aparecían en los libros. Cuando él mismo escribiera su crónica, contaría que había animado a los soldados hablando de los esfuerzos que había hecho por la paz, de cómo había mandado a Vatinio a conferenciar con Labieno y a Aulo Clodio con Escipión, porque no quería privar a la República de uno de sus ejércitos.

Pero ese discurso no lo podía dar en estas circunstancias. Ahora necesitaba la victoria. Para eso sus soldados tenían que odiar al enemigo. Muchas de las expresiones cuartelarias que utilizó César habrían corroído el papiro del mismo modo que el veneno de la Hidra corroyó la carne de Hércules.

La última unidad que recibió su arenga fue la primera cohorte de la VI legión. Durante los días previos sus hombres habían formado en la primera línea, a pocos metros de la X legión, lo que hacía que se propinaran codazos entre sí y se jactaran: «Somos los favoritos de César». Pero esa misma mañana, mientras salían por una ancha brecha recién abierta junto a la puerta pretoria, Claudio Nerón les había ordenado parar y apartarse a un lado para dejar que el resto de la legión desfilara por delante de ellos.

—¿Qué hemos hecho para que nos castiguen así? —preguntó Pulquerio, que caminaba con Rufino justo delante de Furio.

—No lo digas en voz alta —replicó Rufino—. Por una vez que no estemos en primera línea no pasa nada. ¿Tú te das cuenta de que de cuatrocientos ochenta que éramos en la cohorte no quedamos más que doscientos setenta y ocho?

Furio pensó que resultaba difícil no darse cuenta. Ahora, como optio, dormía en una tienda más grande junto con los demás suboficiales de la centuria. Pero cuando compartía tienda con Rufino y Pulquerio eran ocho contubernales, mientras que ahora sólo quedaban cuatro. Tres habían muerto la noche del desastre, y el gordo Numenio se las había arreglado para quedarse en Apolonia con rebaja de servicio pese a no haber recibido ni un solo rasguño en toda la campaña.

Tras un intervalo de espera —Furio había comprobado que la vida militar se dividía en breves instantes de terror separados por largos periodos de tedio—, desfilaron a la cola de su legión y se quedaron en la tercera línea. Apenas acababan de clavar los estandartes en el suelo cuando les ordenaron que se movieran de nuevo, esta vez hacia la derecha.

—¡Furio! —gritó Esceva desde la vanguardia de la centuria cuando llegaron a su nueva posición—. ¿Qué coño haces ahí atrás? ¡Ven aquí a echarme una mano!

Como optio, la misión de Furio consistía precisamente en quedarse atrás, pero se adelantó sin discutir. Una vez delante, entre él y el primipilo alinearon a la primera fila en su nueva posición.

Que era bastante insólita. En lugar de dar la cara al enemigo, estaban mirando a su propia caballería. En concreto, a las ancas de sus caballos. Por la orientación de las centurias que formaban con ellos, Furio comprendió que había una serie de cohortes, cinco o seis al menos, desplegadas en una línea oblicua con respecto al resto del ejército, entre la retaguardia de la X legión, en el ala derecha, y las tropas de caballería.

—¡En cuclillas! —ordenó Esceva. Todos se miraron extrañados—. ¡He dicho en cuclillas, como mean las nenas!

Pese a no comprender la orden, la obedecieron. Furio se agachó junto al primipilo y, aunque sabía que no era muy proclive a responder preguntas, le dijo:

—¿Qué pasa, señor?

—¿Y a ti qué coño te importa, optio? Tu misión es ponerte detrás y al que retroceda atizarle un estacazo. ¡Vamos, espabila!

Furio volvió a su sitio corriendo a gatas. Una vez allí, Rufino le preguntó qué ocurría. Él, que aprendía rápido los modos del mando, le respondió que qué coño le importaba, que lo único que tenía que hacer era mantener la formación y sacarle las tripas a todo pompeyano que se pusiera por delante. A lo que añadió al final: «¿Te enteras, legionario?».

Se oían trompetas y tambores a lo lejos, y también en sus propias filas. De momento no sonaban preocupantes, porque todos los toques marcaban maniobras rutinarias de despliegue. Mientras tanto, entre sus propias filas los centuriones insistían en la misma cantinela previa al combate que se llevaba repitiendo cuando menos desde los tiempos del gran Camilo. «Silencio. Obedeced las órdenes. No os desordenéis. Mantened las filas. Seguid al estandarte. Que nadie se aparte del estandarte y perseguid al enemigo».

Pasados unos minutos oyeron un gran griterío a su izquierda. Aprovechando que Esceva miraba para otro lado, Furio se estiró un poco y se asomó sobre las cabezas de sus compañeros.

El clamor procedía de la X legión. Delante de sus filas vio ondear una capa roja sobre una mancha blanca y sospechó que se trataba de César.

Poco después el general apareció ante ellos, en el pasillo que había quedado entre Esceva y el flanco izquierdo de la caballería. Cuando algunos soldados hicieron amago de levantarse por pura inercia, César hizo un gesto con la mano y exclamó:

—¡Quedaos ahí descansando, muchachos! ¡Porque cuando os toque el turno vais a tener que trabajar de lo lindo!

—¿Nos vas a poner a cavar letrinas aquí, César? —preguntó Rufino, incapaz de contener las ocurrencias que se le venían a la boca.

—¡No, soldado! ¡Vuestra misión es crucial para esta batalla! ¡Por eso os he dejado para el final!

El caballo de César se encabritó. Él lo controló con las rodillas y siguió hablando. Furio estaba casi seguro de que se trataba de un truco para ofrecer una estampa más espectacular, pero había que reconocer que causaba el efecto deseado.

—¡Cuando llegue el momento, nuestra caballería cederá y fingirá huir! ¡Entonces Labieno y miles y miles de jinetes aparecerán aquí, justo donde me veis a mí, cabalgando para rodear a nuestros camaradas y metérsela bien metida por detrás!

—¡Labieno es un hijo de puta! —gritó alguien, y varias voces lo corearon.

—¡Sí que lo es! —dijo César—. ¡Por eso vosotros, la primera cohorte de la VI, junto con las otras cinco cohortes que he seleccionado, le vais a dar lo suyo y también le vais a dar lo de Pompeyo! Cuando os haga la señal y os diga «¡Cuarta línea, cargad!», os levantaréis, juntaréis los escudos y cada uno empuñará su pilum como una lanza. No lo arrojéis, ¿me escucháis? ¡No lo arrojéis a menos que tengáis el blanco tan cerca que sea imposible fallar!

—¡No se lanza el pilum! —repitió el vozarrón de Esceva.

—¡Labieno creerá que va a encontrarse con legionarios de retaguardia de las últimas cohortes, con soldados desprevenidos! ¡Pero se va a topar con una pared de escudos y pinchos! ¡Y todos sabéis que los caballos no cargan contra una pared! —El corcel blanco piafó en el sitio. Tras una breve pausa, César prosiguió—: ¡Recordad que tenéis que trabar los escudos como si fuerais los muros de Roma! ¡Porque vosotros sois ahora mismo los muros de Roma, el valladar de su legítimo cónsul, que soy yo! ¡Julio César!

—¡¡¡Cééésaaaar!!! —gritaron todos, levantando los puños desde el suelo.

—Aguantad así, sin ceder ni un palmo, ¿me oís? ¡Sin ceder un palmo! Y cuando se os dé la señal, cargaréis. ¡Ese hijo de puta de Labieno cree que va a arremeter él contra nosotros, pero vosotros le vais a demostrar lo contrario!

—¡¡Sííííí, César!!

—¡Una última cosa, soldados de César! Habéis oído que es dulce y decoroso morir por la patria, ¿verdad?

—¡¡Síííí!!

—¡Pues olvidad esa mierda! ¡Nadie ha ganado una guerra muriendo por su patria! ¡Para ganar esta guerra tenéis que conseguir que los que mueran sean esos bastardos que nos jodieron en Dirraquio! ¿Lo habéis entendido? ¡Que mueran ellos! ¡Matad a esos bastardos!

—¡Muerte a los bastardos!

—¡Acabad con Labieno, con Pompeyo y con todos los demás! ¡Matadlos a todos! ¡Muerte a nuestros enemigos!

—¡¡Muerrrrteeee!!

Mientras todavía resonaba la última sílaba, César volvió grupas y se alejó de nuevo hacia el frente. Furio se dio cuenta de que el corazón le palpitaba como el timbal de una procesión de coribantes. Había tenido que refrenarse varias veces para no ponerse de pie, y sospechaba que a sus compañeros les pasaba lo mismo.

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