La hija del Apocalipsis (29 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Los oye? Hace cinco días que están encerrados. Los retretes se desbordaron la primera noche. Hace cinco días que comen hierba y se olfatean como lobos. Ahí dentro se cometen asesinatos, señora. Montones de asesinatos. Tipos de los barrios ricos que se han visto sorprendidos por la tormenta y a los que los pobres han despedazado. E indigentes también. Hemos contado quince por el momento, arrojados por encima de la pared. Y ha habido violaciones. Mujeres y niños. Asuntos feos. Así que no me perdonaría que le pasara algo.

Otra bomba de chicle. El sargento abre la puerta del coche de Marie. Su mirada llamea. Está en el límite, no tardará en caer.

—¿Va armada?

—Sí.

—Si se produce un tumulto y tiene que disparar contra civiles, ¿se siente capaz de hacerlo?

—Tranquilo, sargento. Con estos cuatro armarios a mi lado, me siento capaz de todo.

El sargento indica a sus muchachos que escolten a Marie. Avanzan hacia el Dome y siguen un pasillo de hormigón que atraviesa la pared del edificio. El hedor se concentra. El vocerío se vuelve ensordecedor. Marie pestañea al salir a la luz. Los marines han restablecido la corriente con ayuda de grupos electrógenos conectados a los postes, que iluminan un bosque de caras y de bocas torcidas. En el centro del Dome, el césped se ha transformado en un campamento improvisado: interminables hileras de colchonetas, lonas, mesas de plástico, algunas sillas. Eso es todo lo que el ejército ha podido lanzar con paracaídas. También agua, pero comida no. Durante las primeras horas, proporcionaron raciones de combate, pero ese maná provocó tales escenas de violencia que el alto mando ordenó interrumpir el aprovisionamiento.

Marie permanece inmóvil bajo la luz cegadora de los focos. Un imbécil ha tenido la ocurrencia de encender la pantalla gigante conectada a unas cámaras que enfocan a la multitud. Parecen olas humanas elevándose para aplaudir un partido de otra época en el que los perdedores no salen vivos del estadio. Roma. En eso piensa Marie mientras escruta los miles de rostros mugrientos.

Nota unos dedos fuertes que se cierran sobre su brazo, una respiración contra su oreja. El cabo que está al mando del destacamento. Su aliento huele a caramelo de menta.

—Tenemos cuatro minutos antes de que se produzca una posible reacción de la muchedumbre. Con la condición de que no nos quedemos inmóviles.

Marie asiente. En su mente flota el rostro del elfo. Recorre la grada norte hasta una escalera que desaparece entre el gentío. El cabo la alcanza.

—¿Adónde va?

—Sé dónde están. No me pregunte cómo. Lo sé y punto.

El cabo señala a la multitud. Unas caras están volviéndose hacia ellos. Unos dedos apuntan en su dirección.

—No tengo intención de meterme en esa masa humana, señora.

Antes de que el marine haya tenido tiempo de reaccionar, Marie empieza a subir la escalera, avanzando en medio de un bosque de brazos, cuerpos y piernas. Huele a orina y a excrementos. Justo antes de atacar los primeros peldaños, se ha agachado para coger un puñado de tierra reblandecida por la lluvia con la que se ha embadurnado la cara y la ropa. Pese a ello, unas miradas se detienen en sus pechos y en su pubis. Miradas de hombres. Están hambrientos. Han sufrido una regresión. Ya no sienten el peso de los tabús. Marie nota que una mano se mete entre sus muslos. Un crujido. Un grito. La mano, con los dedos rotos, desaparece en la multitud. Avanza, ha llegado al final de las gradas. Acaba de ver al elfo. Lleva en brazos a la niña, a la que ha tapado con su abrigo. De vez en cuando, mueve lentamente las piernas para acunarla Marie busca con los ojos los otros dos abrigos blancos. Ve a Kano quien le indica por señas que se acerque. El elfo sonríe.

—Si no me equivoco, usted debe de ser Cyal, y él, el de allí, Kano. ¿Dónde está Elikan?

—Ha ido a tirar el cadáver de uno de nuestros enemigos por encima de la valla. Ya era hora de que llegara.

—¿Por qué?

Marie mira hacia donde le indica Cyal. Al otro lado, en la grada sur, una decena de indigentes se abren paso entre el gentío. Levantan las cabezas dormidas, apartan las mantas que cubren cuerpos tendidos. Más abajo, en el césped, otra docena de vagabundos avanza entre las hileras de colchonetas. Uno de ellos está en el centro del estadio, con los ojos cerrados. Parece que esté husmeando algo.

—La busca a usted.

Marie se dispone a contestar cuando el hombre abre los ojos y la mira a través de la multitud. Se vuelve hacia sus acólitos alargando el brazo en dirección a la grada norte. Marie levanta el
walkie-talkie.

—¿Cabo…?

Un chisporroteo. La voz del suboficial suena en medio de los rugidos que se elevan de las gradas.

—¿Se puede saber qué hace? ¡La multitud está cerrándose!

—Los vagabundos que se acercan…

—¿Por dónde?

—Justo enfrente de usted. La amenaza son ellos.

—Las amenazas son cosa mía. Usted dese prisa en volver.

Marie se vuelve hacia Elikan, que acaba de regresar. Tiene las manos y los antebrazos manchados de sangre. Marie suspira.

—Sois una calamidad, tíos. No podéis seguir cargándoos a la gente así. Estamos en Estados Unidos, no en el mundo de Narnia.

Elikan baja la cabeza mascullando. Marie siente que olores de bosque penetran en su mente. Perfume a hojas secas y a arroyo. La niña acaba de abrir los ojos y la mira. Marie se arrodilla junto a ella y le acaricia el pelo.

—¿Eres tú la pillina que se cuela en mis sueños y me hace atravesar medio Estados Unidos confundiendo mi camioneta con un coche teledirigido?

Holly asiente con la cabeza. Marie sonríe.

—Me llamo Marie. Marie Parks.

—Ya lo sé.

—Claro.

A Holly se le nubla la mirada. La niña alarga los brazos hacia Marie, se coge de su cuello y pasa lentamente de las rodillas del elfo a sus brazos. Cyal siente una punzada de celos mientras Holly se aleja. Marie abraza a la niña. Nota sus brazos y sus piernas alrededor de su cuerpo. La pequeña tiembla, está al límite de sus fuerzas. La voz se le quiebra.

—Mi mamá. Quiero ir con mi mamá.

Marie siente que las lágrimas se agolpan en sus ojos. Acuna a Holly suavemente y le acaricia el pelo.

—Ahora estoy yo aquí, cariño. Estoy aquí.

VIII

Los Guardianes de los Ríos

79

Las puertas de cristal del asilo de Parchman dejan entrar ráfagas de lluvia y un torbellino de hojas. El guarda levanta los ojos hacia Walls. Estaba leyendo una novela pornográfica escondida en una revista de modas. Piensa en su ex, que lo dejó hace seis meses. Sufre muchísimo imaginándola entre los brazos de otro. Absorbiendo los pensamientos que escapan de su mente, Walls se percata de que ese tipo es alcohólico. Piensa en someterse a un tratamiento, pero todavía no lo ha hecho. Está empezando a sufrir las consecuencias de su enfermedad. Se encuentra en la fase en la que la copa de la mañana apacigua los temblores de la noche. También tiene un cáncer de garganta, pero aún no lo sabe.

El guarda se sumerge de nuevo en su revista mientras Walls se dirige hacia el mostrador de información. El enfermero de guardia está viendo un partido de béisbol en un televisor portátil y no presta atención a los indicadores luminosos conectados a las habitaciones que parpadean detrás de él. Se llama Glenn. Le encanta la pesca con caña, los 4 × 4 y masturbarse. Le gusta hacerlo mirando mujeres en bañador en los catálogos de venta por correspondencia. Walls carraspea. El enfermero levanta los ojos.

—¿Qué desea?

—Soy inspector de Medicaid.

—¿El seguro de enfermedad de los mendigos? Ha venido al sitio adecuado; aquí los coleccionamos.

Glenn se revuelve en el sillón. No le gusta la mirada de ese tipo.

—Si es para controlarnos, tendrá que volver mañana. Pregunte por el doctor Colman. El jefe de este hotel es él.

—Tienen ingresado a un hombre que se llama Chester Walls.

—¿Matusalén? Ese tipo es un verdadero misterio. Viejísimo y en estado de muerte clínica desde hace veinte años. Hemos tenido varios cortes de corriente, pero ni siquiera eso lo ha matado. Así que no nos queda más remedio que tenerlo aquí y pasar de vez en cuando para cambiarle el gotero y las sábanas hasta que se decida a palmar. ¿Ha venido para desconectarlo?

—¿En qué habitación está?

—En la 27, en el segundo piso, al final del pasillo. Lo hemos metido ahí porque es la habitación que está más cerca de la salida de emergencia.

—¿Por si hay que evacuar el edificio?

—Sí. Pero esa puerta ya no funciona. Así, si hay un incendio…

Glenn deja de reír de golpe. Hace una mueca mientras se lleva las manos a las sienes. Desde hace unos segundos, un dolor le atraviesa el cerebro. Al principio podía soportarlo, pero ahora tiene la impresión de que una mano invisible está abriendo un túnel sangriento en sus meninges con un taladro del doce. Walls afloja la presión en el momento en el que gruesas gotas de sangre empiezan a caer de la nariz de Glenn sobre el registró de ingresos. El enfermero se limpia la nariz y mira la palma de su mano.

—¿Ha dicho la 27?

—Sí, hostia, sí, eso he dicho.

Walls entra en el ascensor. Antes de que la puerta se cierre, ve que Glenn echa la cabeza hacia atrás y se tapona los orificios de la nariz con pañuelos de papel. La cabina se detiene en el segundo piso. Walls avanza ahora por los pasillos desiertos de Parchman. Pasa por delante de habitaciones a través de cuyas puertas entornadas se filtran un olor a formol y ronquidos. Al final de todo, la luz de una salida de emergencia tiembla en la oscuridad. Empuja la puerta de la habitación 27 y deja que sus ojos se acostumbren a la penumbra. Un armario, un escritorio y una cama. El cuarto de aseo al fondo, detrás de otra puerta de la que escapan efluvios de desinfectante. Busca a tientas con los dedos el interruptor. Los tubos de neón se encienden y proyectan su luz mortecina sobre el anciano dormido. A Walls se le hace un nudo en la garganta. Desde que salió de la Mesa, ha intentado imaginar esa escena, pero no estaba preparado para eso. Su abuelo está tan delgado que se le marcan las costillas bajo las sábanas. Dos antebrazos huesudos emergen de la chaqueta del pijama. Su pecho se eleva con dificultad. Lucha contra la máquina que le ayuda a respirar. No consigue morir. Hace veinte años que lo intenta, pero su cuerpo se regenera. Sin embargo, tiene un aspecto terriblemente viejo y consumido, como si su organismo hubiera llegado al límite y se hubiera quedado ahí. Parece un desecho vivo abandonado a una agonía sin fin.

Walls mira a su abuelo a través de la mascarilla de oxígeno. En el plástico se forma una pequeña mancha de vaho. Pone una mano sobre la frente surcada de arrugas y capta unos pensamientos lejanos. Murmullos. Recuerdos. Cierra los ojos. Acaba de comprender lo que sucedió aquel día. El día que Gordon cumplía nueve años.

Su abuelo había jurado a su nuera que se portaría bien. Ella no le creyó, pero aun así lo invitó, porque era incapaz de no dejarle ver a su nieto. Eso fue lo que le replicó a su marido cuando este se enfadó al enterarse de la noticia. Papy se levantó de buen humor ese día. Se puso el traje y se peinó con los dedos. Había pensado ir en autobús a comprar un regalo para Gordon, envuelto con papel bonito, lazo y todo eso. Papy sintió cierto temor al subir al autobús en la parada de Carthage. No le hacía ninguna gracia alejarse de su casa perdida a orillas del río Pearl. Sabía que era peligroso y que lo debilitaba. Por eso no iba nunca de viaje, salvo para visitar a su vieja amiga Akima en Ol'Man River. Cuando le daba por ahí, cogía un morral y su caña de pescar y se ponía en marcha siguiendo los riachuelos hasta el río Big Black, y luego otros hasta el río Yazoo, que desembocaba en el Padre de las Aguas a la altura de Vicksburg. Después no tenía más que remontar el Mississippi hasta la plantación de su vieja amiga. Un trayecto de un centenar de kilómetros a vuelo de pájaro, que él tardaba en hacer un poco más de tres semanas, durante las cuales paraba todos los días para pescar truchas y dormir la siesta. Ese era el secreto de los Guardianes: no alejarse nunca de los cursos de agua. El problema era que los idiotas de la ciudad habían construido el centro comercial lejos del río Pearl. Por eso Papy cogió el autobús aquel día. Llevaba un sombrero de paja y escondía los ojos detrás de unas gafas con los cristales ahumados a fin de que los otros viajeros no se dieran cuenta de que envejecía. No mucho, pero de todos modos… Unas cuantas arrugas más surcaban su piel a medida que las aguas titilantes del Pearl desaparecían de su campo de visión.

Cuando Papy bajó delante del centro comercial de Meridian, se detuvo para tomar una cerveza en un quiosco; luego, armándose de valor, recorrió los expositores de la mayor juguetería de la región. Compró una bonita maqueta Heller, un gran barco de tres mástiles. Salió con el regalo bajo el brazo y atravesó el aparcamiento para ir hasta la parada del autobús. Pensaba en las horas que pasaría construyendo el barco con Gordon. Horas y horas embadurnando de cola las pequeñas piezas, pringándose los dedos y riendo mientras bebían soda con mucho azúcar. No vio la furgoneta que se ponía en marcha justo en el momento en el que una ráfaga de viento se llevaba su sombrero de paja. El conductor frenó con todas sus fuerzas para intentar esquivar al abuelo que corría entre los coches persiguiendo su sombrero. El parachoques hizo un ruido desagradable al partirle el fémur de las dos piernas. Papy chocó contra el asfalto apretando el gran paquete contra sí para protegerlo. Los servicios de urgencias llegaron enseguida; comprobaron que estaba vivo y que, pese a estar en coma, se negaba obstinadamente a soltar el paquete.

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