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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (40 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Le llevaría tiempo recordar que debía adaptar sus palabras y acciones de modo que satisficieran a la sacerdotisa de la diosa drow. No era una tarea que a Nisstyre le sedujera.

19
Vuelta al punto de partida

F
yodor despertó algo más tarde aquella noche, estremeciéndose de frío y con la familiar náusea que seguía a un ataque de furia combativa. Se levantó con esfuerzo, comprendiendo vagamente lo que había ocurrido. Sucedía a menudo que los
bersérkers
deambulaban, dominados aún por la furia batalladora, hasta que los derribaba el agotamiento o las heridas sufridas en el combate. En aquella ocasión había vagado durante mucho tiempo y muy lejos, pues el poco profundo arroyo que bordeaba el campo de batalla se había ensanchado hasta convertirse en un frío y profundo río, y sus agitadas aguas reflejaban la luz de la luna creciente, que se hallaba muy alta en el cielo.

El guerrero pasó revista con rapidez a sus heridas. Sentía punzadas en la cabeza, y la piel de un lado del cuello le ardía con un agudo dolor. La tocó con suavidad, percibió las ampollas y recordó la gota de fuego que el hechicero drow había lanzado. Fyodor observó también que la tela de su camisa y su chaqueta habían recibido varias cuchilladas y que las prendas estaban pegadas a sus brazos con sangre seca. Desató el jubón de cuero y se desprendió de las destrozadas ropas; al hacerlo, varios de los cortes se abrieron y empezaron a sangrar otra vez. Ninguno de ellos era muy profundo, pero todos necesitaban atención.

El joven sacó de su mochila un samovar de viaje —una pequeña y estrecha tetera de hojalata muy apreciada por los rashemitas— y cogió agua del río con ella. No tardó en tener una fogata encendida y calentó el agua junto con hierbas que eran a la vez curativas y buenas como bebida. Cuando la infusión estuvo bien cargada y caliente, vertió un poco sobre una tela y limpió con cuidado los cortes. Un brazo no estaba muy mal y lo vendó lo mejor que pudo; el otro requería más trabajo.

Alegrándose de llevar siempre un frasco extra de vino de fuego rashemita, Fyodor tomó un buen trago del potente licor. A continuación, enhebró una aguja curva y empezó a coser el corte más profundo, lo que no fue tarea fácil, debido a que las manos le temblaban de frío y agotamiento. El joven se dio cuenta de que su cuerpo estaba conmocionado; si no entraba en calor enseguida, moriría con la misma certeza que si una espada drow le hubiera atravesado el corazón.

Cuando los cortes quedaron cerrados y vendados, el guerrero recogió toda la leña de la zona que encontró y convirtió la fogata en una llameante hoguera. Luego se quitó toda la ropa y se sumergió en las heladas aguas del río.

La impresión lo dejó sin aliento e hizo que la sangre fluyera atropelladamente por todos sus miembros. Vadeó hasta la orilla, aliviado por la familiar y estimulante sensación de frío exterior y calor interno. Los rashemitas eran una raza robusta, y tanto hombres como mujeres solían practicar el deporte de correr por la nieve: agotadoras carreras de relevos que se llevaban a cabo en invierno, ligeramente vestidos y a pie. Fyodor sobresalía en tal deporte, pero sabía que en su actual estado no podría aguantar el frío de la noche durante mucho tiempo.

El joven luchador corrió junto a la hoguera y tomó su espada, con la intención de calentarse realizando un entrenamiento; pero el arma era demasiado pesada para que pudiera empuñarla con eficacia excepto en plena furia; los puntos del brazo le dolieron y ardieron por el esfuerzo de levantar la espada. Así pues, la descartó a favor del garrote e inició una sencilla pero enérgica rutina de mandobles y paradas.

En poco tiempo, el ejercicio y el calor del fuego hicieron correr hilillos de sudor por el pecho del muchacho, y éste se sumergió de nuevo en el río, y otra vez volvió a hacer fintas con un enemigo invisible. Finalmente se dejó caer junto a la hoguera, caliente pero totalmente exhausto. Se envolvió en su capa y se sirvió una jarra de fuerte té del samovar y, mientras lo sorbía, se permitió por primera vez rememorar el combate.

Fyodor lo recordaba con vaguedad. Había varios drows, uno de ellos el hechicero de cabellos cobrizos con el que había luchado en la lejana Rashemen. Mientras el pensamiento quedaba registrado en su mente, la frente del joven guerrero se arrugó en una expresión de perplejidad.

Aquello no podía estar bien. Él había seguido a cinco drows a la Antípoda Oscura: a dos los habían matado murciélagos gigantes en la caverna y los otros tres eran los guerreros caídos en combate esa misma noche. Cinco drows. El hechicero era el número seis.

Mientras Fyodor reflexionaba sobre el asunto, otros detalles, igualmente perturbadores, regresaron a su mente. Recordaba el complejo tatuaje que se curvaba hacia lo alto en la mejilla de uno de los drows, y estaba completamente seguro de que ninguno de los ladrones elfos oscuros había lucido aquella marca. Y el cabello del luchador drow era muy corto, tan corto que Fyodor apenas había podido sujetarlo bien. Todos los drows que había visto en Rashemen llevaban los cabellos largos y sujetos en la nuca. ¿Era posible que hubiera seguido a la banda de drows equivocada, o acaso sus recuerdos del combate de esa noche estaban deformados?

El joven guerrero echó una mirada a su espada y recordó haber matado al drow que empuñaba otra; pero no recordaba haber recuperado la suya del cadáver del elfo oscuro. Eso resultaba preocupante, pero Fyodor sabía que a menudo era así. Las armas eran valiosas y caras, y los
bersérkers
las recuperaban aparentemente de modo instintivo. De todos modos, le inquietaba no recordarlo.

Luego otro dato lo golpeó con la misma fuerza que un puñetazo. Había recuperado sus armas, pero había descuidado llevar a cabo la tarea más importante. ¡No había registrado los cuerpos de los drows en busca del amuleto del Viajero del Viento!

La cabeza de Fyodor se inclinó al frente y un gemido de pura desesperación escapó de él. Su furia enloquecida era cada vez peor, más incontrolable, pues cada vez recordaba menos y vagaba más lejos; ahora se había visto sumergido de tal modo en el frenesí combativo que había olvidado su misión. Tenía que recuperar el amuleto pronto, o antes de que la fiebre batalladora bramara con demasiado ardor y ferocidad. No quería ni pensar en lo que podía hacer en los momentos anteriores al instante en que la muerte lo reclamara.

En algún rincón de su mente, Fyodor decidió retroceder sobre sus pasos para regresar al lugar del combate y remediar su descuido de inmediato. Si el amuleto Viajero del Viento se hallaba allí, lo encontraría. Pero su magullado y agotado cuerpo no pudo obedecer esa orden; ni tampoco proporcionaba la pálida luz de la luna suficiente claridad para seguir huellas.

En cuanto amanezca, se juró mientras se sumía veloz en un sopor, con las primeras luces volveré a seguir el rastro. Si los dioses estaban de su parte, tal vez aún podría hallar un modo de salir de la peculiar esclavitud que era su herencia y su maldición.

Poco después del alba, Fyodor desanduvo sus pasos de regreso al campo de batalla. Con gran sorpresa por su parte, encontró sólo dos cadáveres drows y las pisadas de tres juegos de botas elfas que retrocedían en dirección al este. Inició la persecución al instante, sin molestarse en romperse la cabeza sobre el nuevo drow.

Cuando se dio cuenta de que los elfos oscuros regresaban al punto de partida describiendo un círculo, abandonó todo esfuerzo por rastrearlos y tomó la ruta más directa en dirección a las cuevas que conducían de vuelta a la Antípoda Oscura. Ganó tiempo, pues a diferencia de los drows, no tenía que buscar un lugar donde esconderse con la llegada de cada nuevo día. Aun así, dedicó poco tiempo, pues estaba decidido a dar alcance a la banda drow antes de que se introdujeran de nuevo en el mortífero laberinto que era su hogar.

Dos días, calculó Fyodor, o tal vez un poco más, y volvería a encontrarse en la entrada de aquel mundo horrible. Mientras avanzaba con paso firme por el escarpado terreno, se preguntó qué clase de combate le aguardaría allí, y cuántos elfos oscuros más se unirían a la esquiva banda que llevaba persiguiendo durante tantos días.

Liriel salió vacilante a la brillante luz de la luna unos dos días después de haber sido sacada de Menzoberranzan. El hechizo de teleportación de Kharza la había enviado a un lugar cercano a la caverna donde había puesto en escena un combate en consideración a Fyodor de Rashemen. Había seguido el sendero que el humano podría haber tomado, ascendiendo por la empinada y sinuosa pendiente, y se había metido en una extensa red de cuevas que se hallaban entre las laderas de las Tierras de Arriba.

Sin osar detenerse ni una sola vez, había huido de la Antípoda Oscura y de la voraz codicia asesina drow que había despertado sin querer. Las advertencias de Kharza habían resonado en su mente como carcajadas burlonas mientras corría alocadamente por el túnel y ascendía al laberinto de cuevas. Su instintivo sentido de la dirección la condujo infaliblemente hacia arriba, en dirección a la luz.

Poco a poco, la joven se deslizó fuera de la cueva, alerta y vigilante a pesar de su cansancio. Retrocedió ante lo que vio al otro lado, y sus labios se movieron en un silencioso grito de consternación.

El paisaje que se extendía ante ella no se parecía a nada que hubiera visto o imaginado. Onduladas colinas pedregosas parecían extenderse interminables y, alzándose a lo lejos, en lo alto, se veía la infinita profundidad y amplitud del cielo nocturno. Aquello no se parecía en nada al bosque, con sus reconfortantes paredes de árboles y enredaderas, y sus claros, que eran como cavernas talladas en el espeso follaje. Aquello era inmenso, despejado y yermo.

A Liriel le dolieron los ojos por el esfuerzo de abarcar las enormes distancias. De los mapas que había estudiado, sabía que había salido en alguna parte al oeste del gran bosque donde las Elegidas de Eilistaee danzaban. Allí había menos árboles, y ninguno de ellos poseía la mágica grandiosidad de aquel maravilloso bosque. Las plantas le recordaban a enanos verdes: seres pequeños y robustos que se habían ganado su puesto tras una inexorable lucha con la roca y el suelo.

Entonces el viento le llevó unas voces; sonidos ásperos pero a la vez musicales que sólo podían ser drows. Por un instante, la joven pensó que sus perseguidores la habían encontrado, pero luego recordó el extraño curso lineal que el sonido adoptaba allí, al aire libre, y comprendió que la voz venía de fuera de la cueva.

Se arrebujó en su
piwafwi
y pronunció las palabras que le concederían invisibilidad; pero aun así, se ocultó detrás de la protectora roca y se agachó todo lo que pudo para aguardar y observar. Podría ser que aquellos drows fueran como los que había encontrado en el bosque: amables y acogedores; y Liriel esperó que así fuera, pues se sentía muy sola y vulnerable en aquel deprimente territorio.

Los elfos oscuros no tardaron en aparecer. Agiles y vestidos con prendas oscuras, con los cabellos blancos cubiertos por las capuchas de sus capas, los drows andaban con admirable sigilo. Pero de todos modos, la joven supo al instante que aquéllos no eran drows de la Antípoda Oscura. No existía una aureola de magia a su alrededor y, aunque la noche era brillante, sus ojos brillaban con la luz roja que indicaba la utilización del espectro infrarrojo. Incluso Liriel, cuyos ojos estaban acostumbrados a la luz de las velas, podía ver a la perfección sin la infravisión bajo la fuerte luz de la luna. ¿Estaban los sentidos de aquellos cazadores tan debilitados que no podían hacerlo?

Envuelta en su
piwafwi
y calzada con botas hechizadas, tenía la ventaja de la invisibilidad y el silencio, y se deslizó más cerca para averiguar qué podrían estar haciendo aquellos drows. Estos se fueron mostrando inquietos a medida que ella se acercaba, mirando furtivamente en derredor al tiempo que jugueteaban con sus armas, como si sus instintos de cazador percibieran lo que sus sentidos no conseguían.

¿Cuánto tiempo hemos de esperar?
, indicó uno de ellos en el silencioso lenguaje de los elfos oscuros que usaba la gesticulación y la expresión facial.

La jovencita vendrá por aquí
, insistió otro.
Buscaremos tanto tiempo como sea preciso.

¿Cuatro varones que osaban tender una emboscada a una hembra? ¡Era escandaloso, inconcebible! La cólera ardió en el orgulloso corazón de Liriel, concentrando sus pensamientos por primera vez desde que abandonara la Torre de los Hechizos Xorlarrin.

Desenvolvió el paquete de dardos que habían sido bañados con poción somnífera y encajó el primero en su diminuta ballesta. Esta sería la segunda prueba del poder del amuleto, pues el veneno drow era destilado mágicamente en lugares de potente radiación y su esencia no sobrevivía al aire libre.

Con movimientos veloces y seguros, Liriel disparó el dardo. La pequeña flecha encontró su blanco y uno de los oscuros cazadores dio un salto sorprendido. Alargó la mano a su espalda y arrancó de ella el dardo, que contempló casi con cómica incredulidad por un momento para, a continuación, desplomarse inconsciente contra el suelo.

La muchacha sonrió de oreja a oreja y dio una palmadita de agradecimiento a su dorado amuleto. Disparó otros tres dardos y contempló cómo los últimos tres cazadores se tambaleaban y caían. Cuando todos hubieron sucumbido al veneno somnífero, echó hacia atrás los pliegues de su capa protectora y avanzó a grandes zancadas, decidida a obtener algunas respuestas. Se colocó a horcajadas sobre el drow que había sido el último en caer y entonces lo abofeteó hasta devolverle la consciencia.

Los ojos del elfo oscuro se abrieron con un veloz parpadeo y, mientras se esforzaba, medio atontado, por combatir el veneno, luchó por concentrar la mirada en su atormentador.

—¿A quién buscáis? —inquirió ella en lengua drow.

—Cre... creo que... a ti. —Los ojos del otro se posaron en la pequeña daga de oro que colgaba del cuello de la joven.

Liriel se echó hacia atrás, consternada. ¿Cómo podía ser que incluso los drows de la superficie la buscaran? Agarró entre sus manos la capa del cautivo y lo zarandeó con fuerza.

—¿Quién os ha enviado? —exigió saber—. ¿Quién?

Pero el varón ya no podía hablar; la poción había podido con él. Liriel lanzó un juramento y se puso en pie; luego, con movimientos diestros y seguros, registró a los cuatro drows dormidos. Cada uno llevaba un símbolo colgado al cuello con una fina correa de cuero, de un modo muy parecido a como ella llevaba su símbolo de Lloth. Pero no eran gente de Eilistraee, de eso no tenía la menor duda. Las sacerdotisas de la Doncella Oscura habían afirmado que ayudaban a quienes lo necesitaban, y no se parecían en nada a aquellos mortíferos y furtivos drows. ¿Qué significaban aquellos cazadores, y cuál era su interés por ella?

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