La herencia de la tierra (48 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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—¡Ah!, gracias por la información. —Y soltó un bufido que se transformó en carcajada.

Henry sonreía divertido y miraba de reojo a Rosendo que, pese a mantener su habitual gesto serio, se tambaleaba un poco.

—¡Come on, boys,
sigan caminando! —decía a los dos hermanos, que se daban codazos entre risas.

En uno de los empujones, Rosendo
Xic
tropezó con su padre. Rosendo salió rebotado y para evitar caerse dio grandes pasos con el cuerpo hacia adelante. Al salir del empedrado, empezó a bajar a toda velocidad por la resbaladiza pendiente que llevaba al río. Durante unos segundos estuvieron todos mirándolo mientras aguantaban la respiración. A escasa distancia del cauce frenó en seco. Como activado por un resorte, levantó el torso, aunque con tanta fuerza que tuvo que bracear para no caer hacia atrás. Tras un pequeño vaivén hacia adelante y hacia atrás, pudo detenerse. Estabilizado, se volvió hacia sus acompañantes y los saludó con voz pastosa:

—Ya, ya… Todo bien, todo bien…

Levantó un pie para emprender la subida y resbaló. Rosendo no pudo evitar caer al agua. Los hermanos y Henry se precipitaron por la pendiente con gesto preocupado. Al llegar al borde vieron que su padre estaba sentado en el río, que apenas tenía allí dos palmos de profundidad.

—¿Estás bien? —le preguntó Henry.

Rosendo se miró a sí mismo, contempló a sus compañeros y sin poder reprimirse más prorrumpió en sonoras carcajadas. Henry, Rosendo
Xic
y Roberto se sorprendieron: para ellos era la primera vez que lo veían reír así y su risotada era tan contagiosa que, empujados por el alcohol, lo imitaron. La escena acabó con los cuatro hombres dentro del agua, salpicándose y empujándose, riendo empapados.

Al día siguiente Henry bajó a la recepción, donde esperaba el paquete del sastre Morrison. Entregó sus trajes a los Roca, que sufrían fuertes dolores de cabeza y se quejaban a cada instante. Ahora todos iban vestidos de
tweed.

—He alquilado un coche de caballos. Ya sé que el traqueteo no es lo mejor para la resaca, pero estamos a poco menos de cuarenta millas de nuestro destino final, así que llegaremos allí a primera hora de la tarde. ¡Ánimo, hoy alcanzaremos nuestra meta! —exclamó jubiloso Henry.

Roberto, dirigiéndose a su hermano, le preguntó:

—¿Pero cómo es posible que esté así? Yo tengo la sensación de haber sido pisoteado por un tiro de caballos.

—No eres el único…,, mira también a padre.

Rosendo se hallaba más serio de lo acostumbrado, con profundas ojeras malva bajo sus ojos. Los dos hermanos se miraron y se rieron. Inmediatamente, se echaron la mano a la frente al notar unas terribles punzadas.

Después de varias horas por caminos tortuosos pero bucólicos, llegaron por fin al pueblo de Lanark, que daba nombre a la colonia. Ésta estaba situada en un bello paraje junto al río Clyde. Lo primero que vieron al bajar del coche fueron las fábricas y, al lado, los edificios de los obreros. Pagado el chofer, los cuatro, impecablemente vestidos, permanecieron de pie en el centro del complejo de edificios que componían el lugar. Henry fue en busca de
míster
Walker, que había accedido a la dirección de New Lanark tras haberse marchado Robert Owen, su antecesor, a Estados Unidos. Mientras esperaban a Henry, los Roca, rodeados por sus maletas, eran observados por los habitantes del lugar, curiosos y divertidos al ver a aquellos tres extranjeros vestidos exactamente igual.

—Creo que llevar estas ropas —susurró Rosendo
Xic
a su hermano— no ha sido muy buena idea. Nos miran raro, ¿no crees?

Roberto afirmó moviendo la cabeza, y añadió a continuación:

—Deben pensar que somos del Ejército del
Tweed.

Henry llegó acompañado de un hombre maduro de aspecto atlético, vestido con una elegante chaqueta negra de cuello alto, pantalones beige y botas marrones de caña. Se dirigió a ellos ofreciéndoles la mano y les soltó a modo de saludo:

—¡Vaya! Veo que son una familia… —empezó a decir Walker— muy conjuntada. Bien, permítanme acompañarles a sus habitaciones. Descansarán en nuestro hogar, en la casa original de Robert Owen, el impulsor del espíritu de New Lanark.

Cuando se hubieron ubicado —una habitación para Rosendo y Henry, otra para los chicos—, tomaron un té. Luego Walker les ofreció un paseo para familiarizarse con el lugar.

Walker les explicó que el origen de la fábrica se remontaba a 1785, cuando David Dale construyó una algodonera aprovechando la fuerza del agua como fuente de energía. En 1800, el yerno de Dale, Robert Owen, se hizo cargo de la empresa y empezó a poner en práctica sus ideas progresistas. Además de viviendas dignas para los obreros, estaba preocupado por la educación y la salud de los trabajadores.

—Este edificio de aquí —les indicó Walker— es el Instituto para la Formación del Carácter. Además de dar clases a los chicos, se dan clases nocturnas para los adultos y todas las semanas hay actividades culturales, como música, danza, teatro…

Walker dijo sentirse orgulloso de continuar el legado de Owen.

Les explicó también que los trabajadores tenían asistencia médica gratuita, así como un fondo para cubrir necesidades en caso de enfermedad.

—Owen demostró que la empresa puede generar beneficios si se reinvierte en los trabajadores. La partida para su bienestar no se considera un gasto sino una inversión.

Continuaron recorriendo la zona de la mano de Walker, un guía atento y paciente. Esperaba con tranquilidad que fueran traduciendo a Rosendo Roca lo que decía. Tras un buen rato caminando, Walker sacó su reloj de bolsillo y les indicó que debían volver a la casa. Cenaban temprano para levantarse de madrugada, con los trabajadores.

—Mañana tendré el gusto de mostrarles con detalle nuestras máquinas y el proceso que seguimos para tejer el algodón. Ahora creo que es el momento de tomar una deliciosa cena y de que aprovechen ustedes para descansar; han hecho un largo viaje hasta aquí.

Acostumbrados al ritmo del Cerro Pelado no tardaron en adaptarse a los horarios de New Lanark. Después de un primer contacto visitando todos los edificios y las zonas de alrededor, poco a poco fueron dividiéndose el trabajo. Asignaron a los chicos a un mecánico, que fue el encargado de mostrarles el funcionamiento de las máquinas. Trabajaban como el resto de los operarios para aprender todas las fases de la producción. Por su parte, Walker continuó acompañando a Henry y Rosendo siempre que sus ocupaciones se lo permitían. A ratos los transfería a algunos de sus responsables para que pudieran ahondar en cada aspecto de la gestión de la empresa.

Tras uno de esos encuentros, cuando los tres hombres estaban entrando en el comedor común, una voz que provenía del fondo de la sala se superpuso a las suyas y detuvieron su conversación. Rosendo se volvió y vio a un hombre que hablaba subido a una mesa. Walker, junto a él» se mostraba azorado. Encogiéndose de hombros, le preguntó a Henry qué estaba pasando. Henry, elevando las cejas, le explicó al oído:

—Ese hombre de ahí está…
well,
está animando a los trabajadores a que se declaren en huelga.

Capítulo 61

Helena entró en la cocina con paso decidido.

—¿Está lista mi cesta? —preguntó a Manuela.

—Sí, señora, sólo me falta añadir este queso de cabra. Me lo acaban de traer.

Mientras lo introducía, Helena inspeccionó el contenido.

—¿Has puesto todo lo que te dije?

—Sí, señora, todo. ¡La señora se va a dar un buen festín! —dijo tratando de ser simpática.

—La señora no ha pedido tu opinión —replicó Helena sin levantar la mirada de los alimentos.

La cocinera se puso colorada. Frotándose las manos con un trapo que llevaba sujeto a la cintura, se volvió hacia un puchero que comenzaba a hervir.

—Si alguien pregunta por mí, le dices que no llegaré hasta la tarde.

La cocinera contestó con un tímido «Sí, señora» sin atreverse a mirarla. Helena salió en dirección a la cuadra. Allí ordenó al mozo que ensillara su yegua y que la dejara preparada en la puerta con la cesta de comida que encontraría en la cocina.

Marina comenzó a cantar algo de contenido picante. El resto de las mujeres la siguieron entre risas, mientras continuaban con su labor dentro del lavadero. Era un día plenamente otoñal que anunciaba que el verano había concluido. Una voz las interrumpió:

—¡Buenos días a todas! Veo que están muy contentas. ¡Magnífico! —dijo Helena entrando sonriente con la cesta—. ¿Alguna de ustedes me puede ayudar? Pesa un poco…

Las lavanderas se habían quedado mudas al ver de nuevo a Helena, esta vez nada menos que en el lavadero. La más joven se levantó rápidamente para tomar la cesta con sus manos, y la colocó donde Helena le indicó tras unos segundos de duda.

—No se callen por mí… Espero que me disculpen por haberme presentado sin avisar —dijo Helena con cierta timidez—. Resulta que cuando nos vimos me lo pasé tan bien en su compañía que hoy me he atrevido a traerles unas tonterías.

Helena sacó un mantel de la cesta y lo colocó sobre el suelo. Envueltos primorosamente en trapos de hilo bordados, había queso, chorizo, pan, finitos secos, aceite, miel y un par de botellas de vino. Las lavanderas seguían con lo que estaban haciendo pero no podían apartar la mirada de Helena Casamunt. Ésta no cesaba de hablar al tiempo que ponía los alimentos sobre el paño y les explicaba las excelencias de cada uno de ellos.

—Este queso de aquí nos lo traen bien curado de La Vansa. Cuando está en su punto, envían al muchacho al galope para que nos llegue en perfecto estado. ¡Está delicioso! ¿Y este chorizo? Un granjero de Castellterçol organiza cada año una matanza de su mejor cerdo para nosotros. Los jamones todavía se están curando, pero estos chorizos… ¡Mmmm! Los secan a la leña para que queden ahumaditos y sabrosos.

Ante tanto detalle las mujeres no podían más que relamerse. Llevaban ya varias horas trabajando duro y nunca habían probado manjares tan exquisitos. Poco a poco se fueron acercando al mantel y se sentaron en el suelo ante la insistencia de la señora. Helena sacó varios cuchillos que esparció por el paño y tomando uno, cortó un trozo de pan y otro de chorizo. En cuestión de pocos minutos, el vino y la buena comida hicieron efecto en las mujeres, que se mostraron confiadas y abiertas. En medio de la conversación, una de ellas preguntó:

—¿Sabéis cuándo vuelve el señor? Porque a la señora se le nota ya mustia. Tantas semanas sin verlo, la pobre…

Otra, al tragar lo que tenía en la boca, contestó:

—Yo he oído decir que no será una larga ausencia.

Todas se alegraron al oír la noticia. Helena le preguntó:

—Entonces… ¿tus amos se llevan bien?

La chica, otra vez tragando, contestó con expresión extrañada:

—¡Uy, señora! ¡Pero si la señora Ana quiere a su marido con locura! —contestó levantando la mano con un trozo de queso entre los dedos. La mayor soltó:

—¡Cómo no lo va a querer con ese corpachón! Si parece un toro, ¡madre mía!

—Pues si en todo es como un toro… —replicó Marina, chorizo en mano.

Todas rompieron a reír ante el atrevimiento de su compañera. El rostro de Helena en cambio se ensombreció unos instantes. Al sentirse observada recompuso el gesto afable y ofreció lo que quedaba de vino.

Cuando las mujeres recuperaron la seriedad, se pusieron a hablar de la señora Ana y de su hija, que seguía sus mismos pasos. La señora, decían, había cuidado siempre a los niños en la escuela y ahora Anita empezaba a ayudarla. Ambas habían sido un importante puntal en los momentos difíciles y ofrecían invariablemente una palabra amable a quien la necesitara.

Al hablar de tragedias no pudieron olvidar que enfrente tenían a una Casamunt y todas conocían los duros enfrentamientos con los Roca. Se hizo entonces un silencio incómodo. Helena soltó otra pregunta mientras cortaba ensimismada un pedazo de pan:

—¿y el señor? ¿El señor también la quiere a ella con locura?

Todas se miraron extrañadas y una de las chicas contestó:

—No le quepa la menor duda, señora.

Helena se quedó unos instantes mirando al vacío, pensativa, hasta que con gesto triste dijo:

—Me alegro.

Al momento se incorporó y se sacudió las migas del vestido. Con una sonrisa un tanto forzada, les comentó que debía regresar a casa y les pidió ayuda para recoger la cesta. Entonces varias manos se lanzaron a guardarlo todo mientras Helena se dirigía a buscar su caballo. La más joven de las lavanderas salió con la cesta mientras el resto permanecía en la puerta del lavadero.

—Muchas gracias, señora, ha sido usted muy amable.

Helena, tomándola de la mano, la miró con dulzura:

—No, gracias a ti por tu ayuda. —Y dirigiéndose a todas añadió—: Gracias por vuestra compañía. Sólo espero no haberos molestado demasiado.

—Señora, el gusto ha sido nuestro.

Helena, con las manos enlazadas, las miraba con expresión tierna.

—Pues repetiremos, seguro. En fin, ahora he de irme. —Y antes de que le diera tiempo a reaccionar, la joven hizo una leve reverencia. Tomando el rostro entre sus manos, Helena la obligó a incorporarse.

—No hace falta, por favor.

La lavandera se sonrojó pensando que quizá había cometido una torpeza. La señora se subió al caballo con agilidad, pero algo se le cayó al suelo. La joven se agachó rápidamente.

—Señora, su pañuelo.

Helena frunció el ceño y con labios temblorosos, respondió:

—No… no. No es mío.

—Perdone, señora, pero ¿está segura?

Helena se aferró entonces a las riendas de su caballo y, dándoles un fuerte tirón, gritó al tiempo que se alejaba al galope:

—¡No es mío! ¡Nunca ha sido mío!

La lavandera se quedó clavada con la prenda en la mano. Se giró hacia sus compañeras y les dijo:

—Pe… pero… vosotras lo habéis visto. Se le ha caído. ¿Qué mosca le habrá picado?

Abrió el pañuelo y se llevó la palma a la boca abierta: el pañuelo tenía las iniciales R. R. bordadas.

Saliendo del Cerro Pelado por el camino de Runera, Helena hizo correr aún más a su caballo. Sentía el sol tibio en su rostro y el viento desordenando su pelo suelto. Tuvo que contenerse para no soltar una lágrima de pura felicidad.

Capítulo 62

Como cada día a esa hora, el agudo sonido de la sirena avisó del descanso para el almuerzo. El pitido persistió en los oídos mientras se producía el relevo de unos operarios por otros con el fin de que las máquinas no parasen ni un instante.

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