La herencia de la tierra (42 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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El discurso que cuestionaba el orden establecido fue adquiriendo importancia en Europa de manera que, inquieta, la burguesía empezó a tomar medidas. Así, en julio de 1855 los intentos de prohibir las asociaciones obreras provocaron la primera huelga general en Barcelona. Las manifestaciones de protesta fueron secundadas por dos terceras partes de los setenta y cinco mil trabajadores industriales. Ante el éxito de la convocatoria, otras ciudades españolas se sumaron a las reivindicaciones. Y la respuesta de las autoridades en la capital catalana no se hizo esperar, se persiguió a los huelguistas y las calles se convirtieron en un campo de batalla.

Aquel 9 de julio de 1855 la espiral de violencia en Barcelona estaba ya fuera de control. Las angostas calles que fragmentaban el barrio del Raval habían sido el escenario de las primeras disputas. Los 74 fabricantes textiles, 2.443 telares y 657 máquinas de hilar que había en ese barrio, registrados en el Padrón de Fabricantes en 1829, dan una idea de la gran actividad del barrio. Ahora, los obreros reivindicaban el derecho de asociación y la jornada laboral de diez horas.

Rosendo, informado por Henry de la huelga, decidió ver por sí mismo lo que estaba pasando. En cuanto su amigo escocés lo puso al corriente, lo primero que pensó fue «tengo que evitar que algo así suceda en la mina», y decidió estudiar el tema sobre el terreno. A pesar de las protestas de Henry, quiso ir solo, le sería más fácil pasar desapercibido. Incluso se vistió con ropa vieja y poco llamativa.

Cuando el minero llegó a la calle Sant Pau empezó a escuchar lo que dedujo eran los gritos de un grupo de obreros en manifestación. Cerca estaba La España Industrial, una de las fábricas más importantes de la zona.

—¡Asociación o muerte! ¡Asociación o muerte! —gritaban al unísono.

Decenas de proletarios recorrían en masa las diminutas y oscuras calles del Raval arrasando con todo lo que se interponía en su camino. Pasaron al lado del minero sin prestarle atención y continuaron con sus reclamaciones:

—¡Pan y trabajo! —gritaba el cabecilla dando pie a que los demás lo secundaran.

Cuando se estaban alejando en la distancia, Rosendo escuchó la voz desgarrada del dirigente:

—¡Corred!

Y entonces, los hombres que hacía unos instantes marchaban solemnes cantando sus protestas volvieron a toda velocidad sobre sus propios pasos. Un grupo de militares a caballo había aparecido por una esquina y se estaba abalanzando sobre ellos. Rosendo notó cómo alguien le tiraba de la manga para meterlo en un portal. Al volverse vio en la penumbra a una anciana que le hacía gestos para que se mantuviera en silencio. Con cuidado, Rosendo se asomó a la calle y vio al líder obrero forcejear con algunos de los soldados. Lo tenían agarrado de pies y manos, pero él se revolvía tratando de escapar dando patadas y puñetazos al aire. El cuchicheo de la anciana llamó su atención:

—Otro que deportarán a La Habana, a Cuba —se atrevió a decir en voz baja—. Pobre familia… ¿de qué vivirán si se llevan al padre?

Rosendo no respondió. Sólo miró a la mujer con el gesto ceñudo.

—Ayer ya se llevaron a setenta… y los que les quedan.

Pasados unos momentos de tensión, Rosendo volvió a sacar la cabeza de su escondrijo. La multitud que hacía unos minutos lo había apartado del paso se esparció por los callejones hasta desaparecer. Rosendo miró a un lado y a otro y al ver la zona despejada continuó su camino.

Pasó el resto del día transitando por las calles saturadas y ennegrecidas de Barcelona. Presenció numerosas manifestaciones frente a diversas fábricas y en una de ellas se introdujo furtivamente aprovechando las sombras de un patio de carga porticado. A Rosendo le violentó descubrir cómo los obreros se ensañaban a conciencia contra las máquinas destrozando sus piezas para evitar que continuaran siendo utilizadas.

La brutalidad que manifestaban aquellos hombres le impresionó. Eran la viva imagen de la desesperación. Sabía por Henry que el enojo se había ido fraguando a fuego lento bajo las duras condiciones de trabajo en las que todos ellos habían vivido largo tiempo. Durante ese lapso, probablemente habían permanecido sumisos, callados, mientras en su interior la injusticia incubaba esa ira que al final no había tenido otra salida que revelarse. Pensó en sus trabajadores de la mina y en las numerosas penalidades que habían vivido. Se dio cuenta de que el descontento alimenta la revolución y una chispa prende la mecha. La figura de don Roque se entreveró con ese pensamiento en una asociación de ideas inquietante que lo puso sobre aviso. Debía estar alerta en el futuro.

Al final de la tarde los rayos débiles del sol empezaron a ocultarse tras los sucios edificios. La silueta de fábricas y casas entorpecía la entrada de la ya de por sí poca luz que se filtraba en las constreñidas arterias del Raval. Rosendo se encontraba cavilando, caminando sin destino, cuando las voces que surgían del interior de un pequeño local de una callejuela secundaria lo hicieron acercarse. Un hombre que se hallaba en la puerta cortando el paso lo miró con desconfianza. Al percibir la impasibilidad del rostro de Rosendo y el tamaño de su cuerpo, se apartó para dejarlo entrar.

—Ahora el general Saravia nos ofrece un trato. ¿Qué creéis que debemos hacer con él?

Los allí presentes proferían los insultos más despectivos contra el personaje al que el vocal se estaba refiriendo.

—¡Nada de tratos! ¡Eso es que tienen miedo, todavía nos queda mucho por hacer!

—¡Asociación o muerte! —gritó uno mientras levantaba los brazos en gesto de aprobación. Los demás lo siguieron rápidamente y vocearon la consigna una y otra vez.

Aquel lugar clandestino se hallaba repleto de papeles y sillas descuidadas. El polvo flotaba en el ambiente y provocaba una densidad que dificultaba, incluso, la respiración. La débil luz que ofrecían los quinqués que se distribuían por la sala iluminaba tan sólo algunas de las facciones de los que se encontraban en su interior. Rosendo sólo podía ver ojos, narices, manos y bocas jadeantes, sin dueño ni nombre.

—¿Qué es lo que ha pasado? —se atrevió a preguntar Rosendo a un hombre diminuto que estaba a su lado. La cabeza calva y angulosa se volvió y el personaje, que mostraba una mirada triste y huidiza, respondió:

—El general Espartero, después de invadir la ciudad, ha enviado a su ayudante para proponernos un acuerdo.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Volver a la normalidad a cambio de una nueva ley sobre relaciones entre patronos y obreros.

—Pero eso es bueno, ¿no? —preguntó Rosendo.

—Sí, si no fuera mentira.

—¿Cómo sabe que es mentira?

El hombre se encogió de hombros. Su gesto era de hastío.

—Porque siempre pasa lo mismo, porque las promesas sirven para calmar al pueblo pero no arreglan nada. ¿Qué se cree que pasará en las Cortes? Pues nada, así se lo digo, y mientras tanto seguiremos haciéndolos cada día más ricos. Todo es una patraña, una maldita pantomima.

Rosendo asintió, aunque no supo qué decir. Cuando estaba a punto de salir, el hombre lo tomó del brazo:

—Pero quiero decirle algo…

Por unos instantes los músculos de Rosendo se tensaron.

—Dígame.

El trabajador abrió más los ojos y sus labios se afinaron en un gesto de rabia.

—Que hoy han ganado, pero a la larga ganaremos nosotros. ¿Y sabe por qué?

Rosendo negó con la cabeza.

—Porque cuando nos demos cuenta de que no tenemos nada que perder, entonces, le aseguro que tomaremos lo que merecemos porque no habrá ejército que nos pare.

Capítulo 54

Henry entró en la biblioteca llevando en la mano una maleta. Los tres jóvenes, Anita, Rosendo
Xic
y Roberto, lo miraron expectantes. A pesar del madrugón que suponía, Henry insistía ahora en dar las clases de inglés a las siete y media de la mañana, el escocés sabía siempre cómo llamar su atención sorprendiéndolos con algo nuevo. Todas las miradas se dirigieron a la maleta tumbada sobre la mesa.


Well,
mis chicos —comenzó a abrir los cierres del maletín—, hoy estudiaremos una tragedia sobre cómo la codicia y la vanidad nos pueden conducir a la locura, ¡al desastre!

El tono grandilocuente de Henry hizo sonreír a los muchachos. Las risas llegaron cuando lo vieron vestirse con lo que escondía la maleta: una corona de rey y una pequeña capa que se anudó al cuello. Con la corona sobre la cabeza, Henry adoptó una actitud engreída al tiempo que callaba mediante gestos las risas de sus alumnos. Repartió unas hojas escritas a cada uno.

—Vamos a leer algo en inglés del mejor escritor del mundo, William Shakespeare. Pero como es teatro, ¡haremos teatro! Si se dan cuenta —dijo mientras señalaba las hojas que sujetaba en su mano—, verán que cada uno tiene un personaje distinto. Está subrayado, ¿ven? Yo soy el rey Lear.

Rosendo
Xic
se escandalizó:

—Pero… a mí me ha tocado «Goneril»… ¿eso no es un nombre de chica?

Roberto se mofó de su hermano. Henry, sonriente, le recriminó a Roberto:

—Mi querido amigo, no se burle usted tanto que su personaje, «Regan», también es chica.

Roberto lo miró con apuro. Henry continuó:

—Han de saber que en la época en que se representaban estas obras, los papeles de mujer los hacían hombres, sobre todo muchachos como ustedes, así que no se extrañen. El fragmento que vamos a leer corresponde al momento en qué el rey Lear reúne a sus tres hijas, Goneril, Regan y Cordelia, para explicarles que ha dividido su reino en tres partes. Les pregunta entonces cuál de ellas lo quiere más para ser justo con el amor que cada una le profesa.

—¡Qué barbaridad! —protestó Anita.

Henry, llevándose un dedo a los labios, la silenció.

—Está bien, damas y caballeros, no olviden pronunciar correctamente y que comience la función.

El escocés los hizo ponerse en pie mientras él, encorvando la espalda como si fuera viejo, caminaba entre ellos. Tras comenzar Henry recitando el texto de memoria con la voz de un anciano, le tocó el turno a Rosendo
Xic,
que leyó con un más que correcto acento aunque sin nada de entonación. Anita, en el papel de Cordelia, la hija menor, intervino poniéndole cuerpo y alma, con gestos incluso exagerados. Cuando se le dio entrada a Roberto, éste se entusiasmó tanto que se olvidó del papel que tenía en la mano y tuvo que parar una y otra vez para corregir sus errores. enseguida llegaron al momento crucial: el rey Lear le pregunta a Cordelia cómo es su amor por él, henchido de vanidad tras las grandes lisonjas que le han dedicado las otras dos hijas. Cordelia se muestra humilde y sencilla, sin caer en desmedidos halagos. El rey toma esa respuesta como una falta de respeto a su persona y la rechaza y deshereda. La lectura de Henry en ese momento fue tan intensa que Anita, temblorosa, no pudo evitar que sus ojos se empañaran en lágrimas y que el ceño de los chicos se frunciera en señal de desaprobación.

—¡Oh! ¡Pero es terrible! —suspiró Anita—. ¡Es la única que lo quiere de verdad!

—Qué sincera… —dijo Roberto.

—Qué cruel… —añadió Rosendo
Xic.

Henry se fue quitando la corona y la capa mientras decía:

—Con esta obra aprenderán los peligros de la codicia y de la vanidad. Ustedes son los hijos de un hombre que con el tiempo será muy poderoso en la zona, así que es mejor que se… —buscó la palabra exacta— ¿vacunen?
All right,
eso, que sean precavidos. Es por eso,
my friends,
por lo que su padre se preocupa tanto por ustedes. Precisamente me he cruzado con él cuando venía para aquí y me ha dejado recado de que les diga a ustedes dos —dijo señalando a los jóvenes— que tras la clase se dirijan al establo. Hay que limpiarlo y lavar también los caballos.

Las caras de ambos hermanos mostraron cierta decepción, aunque se limitaron a asentir.

—Y usted, mi estimada niña, deberá dirigirse a la cocina, donde la estarán esperando para una lección práctica.

Anita protestó:

—¡Pero yo quiero estudiar y no hacer esos trabajos!

—Querida, recuerde lo que siempre les digo: sé filósofo, pero, en medio de toda tu filosofía, sé hombre. En cualquier caso, eso será después de la clase, porque esto es una clase, les recuerdo, así que vamos a continuar hablando sobre la obra y el inglés utilizado en ella. Hagan el favor de tomar nota…

Y Henry reanudó sus explicaciones hablando en inglés mientras los chicos se afanaban por apuntar y entender todas las enseñanzas sin rechistar, a pesar del sueño y del espléndido sol que lucía a esa hora temprana de verano y que invitaba más a salir fuera que a estar encerrados en la biblioteca.

Tras terminar la clase, Anita preguntó extrañada:

—¿Entonces mañana no hay clase de inglés?

—En efecto, mañana me gustaría introducir a sus hermanos en el noble arte del boxeo. Hace días que tenemos pendiente esa asignatura. ¿Tienen inconveniente en que sea mañana, caballeros?

Los hermanos se miraron y encogieron los hombros.

—No —contestó Roberto—, no hay problema.

—Pues nos vemos a las seis.

—¿A las seis de la tarde, supongo? —preguntó Rosendo
Xic.

Henry sonrió.

—Lamento decirles que no, a las seis de la mañana.

El escocés intentó apaciguar las esperadas protestas con una justificación:

—Ésa es la hora a la que se celebran los duelos entre caballeros. Recuerden, la cita es a las seis
ante meridiem,
vayan a dormir temprano y descansen, muchachos.
Have a nice day!

Roberto se llevó las manos al rostro y se frotó los ojos.

—¡Buff! Pero si a esa hora no es ni de día… ¿Tenemos que boxear a oscuras? ¡Dichoso Henry y sus horarios de monje!

—Vamos, vamos —terció Rosendo
Xic—,
al fin y al cabo haremos algo divertido, ¿no?

Antes de que salieran de la biblioteca, Rosendo
Xic
preguntó a Anita:

—Oye, cuando acabemos del establo, nos iremos a dar un paseo con los caballos. ¿Quieres venir?

—¡Claro!

Más tarde, sobre el animal, Rosendo
Xic
le dijo a Anita:

—Vamos hacia el río, hacia el remanso, tenemos que quitarnos esta peste. Espero que no te moleste…

—Id tranquilos —contestó levantando la barbilla—, yo me quedaré en el bosque.

—Sabes que ni papá ni mamá quieren que vayas sola —le recordó Rosendo
Xic.

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