La herencia de la tierra (20 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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El hijo mayor los miró extrañado durante un instante y, a continuación, se comió otro trozo de la torta azucarada a la vez que encogía los hombros.

Cuando terminó de cenar, Rosendo salió de casa y se dirigió hacia la zona donde estaba la hoguera. El encargado de encenderla fue el herrero, Matías, quien presumía ante todos de saber hacer las hogueras más altas y duraderas de toda la comarca. Para encender la de ese día tuvo que intentarlo tres veces. En medio del jolgorio general los chavales le echaban agua sobre la antorcha prendida cada vez que intentaba acercarla al montón de madera y rastrojos.

En cuanto la hoguera estuvo al fin encendida, los jóvenes, y alguno no tan joven, se dispusieron a saltarla. El primero de todos ellos fue Jordi, el hijo de Matías, que pavoneándose con el pecho descubierto la saltó sin la menor complicación. Tras el brinco, clavó los pies en el suelo y saludó al público como si fuera un artista. Mientras los músicos tocaban sus acordeones y la gente acompañaba el ritmo haciendo palmas, los atrevidos fueron saltando uno tras otro ante las aclamaciones de los asistentes.

Hubo especial expectación cuando Henry quiso saltar. El escocés se entretuvo primero en trazar una marca en el suelo. Ése era el punto exacto donde debía iniciar el salto. Después, se tapó el pelo con un pañuelo que previamente había empapado en agua y se remangó la camisa cuidadosamente. Ante tal visión, alguien exclamó impaciente:

—¡Vamos, Henry, que se apaga la hoguera!

Henry pidió a los músicos que dejaran de tocar y, dando varios pasos, se situó próximo a la marca. Colocó un pie delante del otro y, ayudándose con los brazos, empezó a balancearse. En medio de un silencio tenso, sólo roto por el crepitar de la madera, Henry comenzó a correr. Dando pasos largos y elásticos llegó hasta la señal, se impulsó y realizó un salto mortal por encima de la hoguera que provocó un largo aplauso de todos los espectadores. Aterrizó en el suelo mediante una genuflexión y se incorporó enseguida para realizar una marcada reverencia ante la fuerte ovación de los allí presentes. La música volvió a sonar y, con ella, arrancó el baile alrededor de la hoguera.

Siguiendo la tradición, algunos habían llevado ropas y enseres viejos que habían ido lanzando a la hoguera para quemar con ellos también el pasado. Era una manera de renovarse ante una temporada nueva. Entre las chicas era habitual llevar papelitos en los que la que sabía escribir se había dedicado a anotar los deseos que las demás esperaban que se cumplieran ese año. Y los chicos saltaban sobre el fuego ante las miradas coquetas de las más jóvenes esperando alcanzar la buena fortuna con alguna de ellas.

Cuando la celebración alcanzó su clímax y los más atrevidos se animaron a meterse en el río, Rosendo se apartó un poco del ajetreo.

Se sentó en el suelo y se dedicó a observar complacido cómo todos disfrutaban de aquella noche de fiesta. Teresa vio desde lejos a Rosendo sentado solo y se acercó a él correteando para convencerlo de que bailara con ella. Le tiró del brazo todo lo que pudo pero Rosendo se negó. Ante su rechazo, Teresa se alejó enfurruñada y volvió al jolgorio. De camino se tropezó con Jordi, que le preguntó si había visto a Ana, la hija del alfarero. Teresa, sin mediar palabra, lo tomó de la mano, se la colocó en su cintura y se puso a danzar con un ritmo frenético, decidido y ofuscado. Jordi se dejó llevar.

AI poco rato, Ana apareció bordeando el río, con las manos escondidas a la espalda. Se dirigió directamente a Rosendo. Éste, al verla acercándosele, le sonrió. Ya se disponía a avisarla de que no bailaba cuando, para su sorpresa, Ana mostró lo que portaban sus manos: una Biblia. Rosendo la miró extrañado: reconoció que era la Biblia que había regalado a su madre hacía ya tres años. Ana se arrodilló a su lado y abrió el libro por un punto señalado, con la ilusión de una niña que quisiera mostrarle a un adulto un hallazgo o, tal vez, algo que había aprendido a hacer. Siguiendo las líneas con el dedo, comenzó a leer vacilante:

—«¡Feliz el hombre que consigue la sabiduría, el hombre que llega al conocimiento! La sabiduría…»Ana leía trabajosamente, deteniéndose en algunas ocasiones. Rosendo la miraba ensimismado.

—«…es más lucrativa que la plata, le sacarás más provecho que al oro, vale más que…»

El esfuerzo que le estaba suponiendo la lectura hacía que sus mejillas se arrebolaran. Llevaba el pelo recogido en una cola, pero era tan largo y rizado que un par de bucles oscilaban rebeldes por su rostro.

—«…que las piedras preciosas, rebasa lo que puedas desear. Con una mano ofrece larga vida, con la otra, riqueza y honor…»

Rosendo se fijó de nuevo en sus delicadas manos, que sujetaban el libro en su regazo y temblaban casi imperceptiblemente. En aquel momento, ese ligero temblor le recordó a los pétalos de una flor moviéndose con la brisa.

—«…conduce por caminos deleitosos, por senderos tranquilos».

El calor de la hoguera hacía que el rostro de Ana brillara. Rosendo se dejó mecer por la voz de la muchacha, que era dulce y melodiosa. No escuchaba ya ni la música ni a los demás riendo, sólo esa voz que sonaba fresca.

—«Feliz quien se aferra a la sabiduría: se aferra al árbol de la vida.»

Ana cerró el libro con suavidad y, sin elevar la mirada, se quedó en silencio escuchando la respiración de Rosendo. Tras un instante, aún con los ojos gachos, reconoció:

—Le pedí a tu madre que me enseñara a leer. Ella es muy amable y tiene conmigo una paciencia infinita.

Levantó el rostro muy despacio y miró con sus iris verdes a los de Rosendo.

Él tragó saliva. Acababa de descubrir a la mujer más bonita del mundo. No sabía qué decir ni qué hacer, sólo podía mirarla mudo y arrobado mientras sobre sus pupilas comenzaba a aparecer una humedad que nunca antes había experimentado. Era la que precedía a las lágrimas de felicidad.

Capítulo 26

El río Llobregat dibujaba la ruta comercial del carbón de Rosendo Roca. En cinco años, el número de clientes con los que contaba la unión Roca y Gordon se había incrementado cuantiosamente. Gracias a ello, los cánones anuales de los Casamunt se seguían pagando de forma puntual.

Henry continuaba expandiendo sus contactos mercantiles mientras Rosendo y sus mineros se encargaban de obtener la materia prima. Fue en uno de esos viajes a finales del verano de 1836 cuando el escocés descubrió una gran oportunidad de negocio, una oportunidad que se convertiría en el punto de inflexión de la futura actividad financiera e industrial de él y su socio.

—Tienes que acompañarme a Terrassa —anunció Henry excitado.

Rosendo bebió agua y se refrescó la cara. Después, sereno, preguntó al escocés:

—¿Por qué?

—Porque nos vamos a hacer ricos.

Rosendo apretó los labios y sonrió levemente.

—¿De qué se trata?

—Tenemos la posibilidad de vender nuestro carbón como combustible para una de esas máquinas modernas. Tragan como condenadas.

Rosendo arrugó el ceño desconcertado.

—La fábrica Textiles del Vallés de Terrassa ha comprado una máquina de vapor —aclaró Henry.

El minero continuaba esperando a que el escocés se expresara con más claridad. Por mucho que intentara ilustrarse, su amigo, por procedencia y experiencia le llevaba demasiada ventaja. Decidió esperar, a ver dónde quería ir a parar.

—Te hablé de ella hace tiempo. Este invento ha revolucionado Inglaterra.

Henry buscaba las palabras adecuadas. Se movía nervioso alrededor del minero a la vez que le daba vueltas a su bombín entre las manos.

—El progreso ha llegado por fin aquí y lo mejor, socio, es que… ¡el carbón es su energía! —añadió entusiasmado, mientras alzaba los brazos y elevaba la voz.

Rosendo permaneció unos segundos asimilando la información antes de afirmar:

—Salimos de inmediato.

En el camino, Henry se encargó de informar a su socio con tiempo suficiente:

—Well,
verás, después de numerosas tentativas, un británico, James Watt, mejoró la máquina de vapor en 1765. Y este simple hecho cambió la historia, amigo mío.

—No veo cómo —respondió Rosendo algo escéptico.

—¿Que no ves cómo?
Oh, my God!
—Henry movía la cabeza con incredulidad—. ¡Pues porque por primera vez un artilugio era capaz de transformar la ebullición del agua en energía mecánica. ¿No lo ves? ¡El vapor hacía que las máquinas se movieran! Esto dio origen a una revolución industrial que nació en el Reino Unido primero y, poco después, llegó a la Europa continental.

—¿Y? —Rosendo se divertía a costa de su amigo. Intuía qué quería decirle, pero en ocasiones le gustaba hacerse un poco el tonto ante él para disfrutar de su elocuencia y su entusiasmo. Además, esas charlas eran como clases para él: Henry se explicaba mejor que ningún libro, y sólo conseguía eso si lograba que le contara toda la historia desde el principio.

—¡¿Eso es lo único que sabes decir?! —Henry perdía la paciencia por momentos—. ¿No comprendes que esa revolución llega ahora a España a través principalmente de Cataluña y el País Vasco? ¿No ves cómo eso puede beneficiarnos a nosotros? La aplicación del vapor en la industria textil ocasionará grandes cambios: las hilaturas y los telares disponen de una fuerza que los hace crecer a un ritmo elevado y eso nos permitirá competir con la industria de Inglaterra y de mi tierra. Los precios se modificarán; puede que incluso lleguemos a exportar nuestro carbón —explicó Henry muy sonriente, satisfecho porque Rosendo no le había interrumpido.

Era casi media tarde cuando llegaron a la fábrica Textiles del Vallés de Terrassa. El escocés, impecable con su traje
tweed
a cuadros blancos y negros, su lazada en el cuello y su bombín, avanzó con paso decidido hacia el interior de la factoría. Rosendo se quedó hipnotizado al descubrir que la nave estaba repleta de inmensas y atronadoras máquinas que no había visto en su vida. El ruido era ensordecedor.

Tras preguntar por el director a una de las trabajadoras, Henry se dirigió junto a Rosendo al despacho con paredes de cristal del segundo piso. En su interior había dos individuos. El escocés llamó a la puerta y tras una pausa la abrió educadamente:

—Siento interrumpirlos, señores. Nos gustaría hablar con el director de esta fábrica.

El individuo de más edad inclinó la cabeza e hizo un gesto de extrañeza mientras respondía:

—Pasen, pasen. ¿De qué se trata?

—Somos Rosendo Roca —dijo Henry señalando a su compañero— y Henry Gordon. Verá, quisiéramos hablar con…

—Conmigo. Soy quien están buscando, Mateu Vilatasca.

—Sure,
señor Vilatasca. Sabemos que acaban de adquirir una máquina de vapor…

—Queremos venderle carbón —lo interrumpió Rosendo impaciente.

El director de la fábrica dirigió su mirada al silencioso personaje con el que había estado despachando minutos antes, le sonrió y se encogió de hombros.

—Tomen asiento, por favor —les dijo al tiempo que les ofrecía unas sillas y también él tomaba asiento detrás de su mesa.

El hombre que se hallaba junto a él permaneció de pie escuchando la conversación. Tenía un aspecto algo gris que suscitó la curiosidad del escocés: era calvo y tenía las cejas muy pobladas, y a pesar de que debía superar la edad de Rosendo en no más de diez años, su figura encorvada podía calificarse de barriguda y enjuta a la vez.

—¿Qué me ofrecen ustedes que los demás proveedores no puedan? —Vilatasca fue directo al asunto que le interesaba.

—Constancia, compromiso y un excelente precio —respondió Henry.

El señor Vilatasca se irguió en su asiento y esbozó una sonrisa:

—Eso dicen todos. ¿Por qué debería creerles?

—Porque le doy mi palabra —respondió Rosendo convencido.

—Bueno, bueno, eso está muy bien, pero las palabras se las lleva el viento… Hoy en día, la confianza está subestimada.

Rosendo no respondió.

—Tiene razón,
míster
Vilatasca —resolvió Henry tratando de salvar la situación—. Si quiere puedo proporcionarle un listado con las personas a las que proveemos combustible. Ellas podrían confirmarle las palabras de mi amigo mediante datos probados.

—Eso está mejor… —resolvió Vilatasca. Y, asintiendo, decidió continuar:

—¿Y qué precio tienen?

—Digamos que por veintidós quintales pactaríamos sesenta y cinco reales —respondió Henry mientras hacía rápidos cálculos en su cabeza.

—No está mal. No, no está mal.

Y tras suspirar sonoramente, se puso en pie en señal de despedida:

—Espero ese listado, señor Gordon. —Encajó su mano con la del escocés—. Señor Roca. —Repitió la acción con Rosendo, que no había vuelto a mentar palabra—. Ahora, si me disculpan, tengo otros asuntos que atender. Buenas tardes.

Los acompañó a la puerta y cerró tras ellos. Henry y Rosendo bajaron las escaleras y salieron de la fábrica con una leve sensación de fracaso.

—No va a ser fácil —trató de consolarle Henry.

Cuando cabizbajos se disponían a tomar la calle, alguien se paró frente a ellos para interceptarles el paso.

—Yo podría ayudarles a cerrar el trato con el señor Vilatasca —anunció la voz.

Era el extraño hombre que instantes antes habían dejado en el despacho con el director de la fábrica. Enfundado en un traje gris oscuro, por debajo de la chaqueta abierta se descubría un chaleco del mismo color. En su bolsillo lateral se perdía la cadena dorada de un reloj. Henry dirigió su mirada perpleja hacia la mancha que aquel personaje tenía junto al cuello de su camisa blanca. Era tinta.

—¿Quién es usted? —le preguntó el escocés acariciándose la perilla.

—Me llamo Pantenus Miral y soy abogado. —Estrechó la mano de los dos hombres mientras los observaba con seriedad por encima de sus anteojos, situados casi en el extremo de su prominente nariz.

—¿Y cómo podría usted ayudarnos,
míster
Miral?

—Primero deberían preguntarme por qué. De hecho, yo también debería hacerlo. —Desvió la mirada ceñuda a un costado. Sacó el reloj del bolsillo, lo abrió y lo miró, como si éste contuviera todas las respuestas.

Rosendo lo observaba con el gesto fruncido, sin comprender.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo al fin.

Pantenus elevó la mirada, dejó el reloj en su sitio y observó al minero que esperaba tenso su respuesta.

—Creo que podríamos sernos de mutua ayuda —anunció—. Sí, eso es exactamente lo que deseo.

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