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Authors: Andrés Vidal

La herencia de la tierra (12 page)

BOOK: La herencia de la tierra
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Cuando Helena se puso a la altura de Fernando, le preguntó.

—¿Tú crees que saldrá de ésta?

—Ni en broma. Yo creo que los próximos cinco años tendremos un esclavo a nuestra disposición. Pienso hacerle pagar su insolencia muy cara.

—Espero que tengas razón. —Una sombra de duda invadía a Helena.

—¿Lo llevas todo? —preguntó Fernando.

—¿Qué es lo que he de llevar?

—Lo que papá te preparó, las monedas dentro de su cinta labrada y el juego de fumador. ¿Vas a ver a tu futuro marido y vienes con las manos vacías?

—Parece que seas tú el que te vayas a casar con el barón. No te preocupes.

—Pues si no me preocupo yo…

Helena dejó que su hermano se adelantara, así podría dejar que sus pensamientos deambularan de una imagen a otra. Iban a casa de Baltasar de las Heras, el barón de la Masanía. La boda la habían concertado los dos patriarcas como un arreglo para enriquecer a ambas familias, una con un título prestigioso y otra con poder económico. Ella comprendía la conveniencia de ese enlace pero no albergaba ninguna ilusión al respecto.

Y las pocas que pudiera tener se habían desvanecido con la aparición de Rosendo, el joven campesino arrogante que se creía capaz de arruinar la puesta de largo de la mujer más prometedora de toda la comarca. Además, la había ignorado, como si hubiera olvidado aquella situación, años atrás, a la orilla del río, como si ese momento, excitante y vergonzoso a un tiempo, no hubiera significado nada para él y en su vida hubieran existido desde entonces muchas otras mozas dispuestas a plegarse a sus deseos, a disfrutar de su cuerpo recio pero verdadero, de esos músculos trabajados con sudor y esfuerzo que ella todavía soñaba con morder y acariciar. Todavía ahora se le erizaba el vello de la nuca con tan sólo recordarlo. A otros hombres el trabajo duro los doblegaba y los abatía, los volvía huraños y oscuros. Rosendo, en cambio, parecía asimilar el trabajo modelando sus músculos. El solo recuerdo de esa piel asomando bajo la camisola la turbaba y le hacía sentir un calor que siempre creía desterrado hasta que lo volvía a ver. Aquel lejano día, aunque ella estuvo a su alcance, él se mantuvo impertérrito y la dejó sola con su deseo insatisfecho. Rosendo aparecía de nuevo justo ahora, en vísperas de su matrimonio con el amigo de su padre, como para recordarle que no había significado nada para él, como para darle a entender que existía otra forma de amar y ser hombre, y que sólo él podría llegar a hacerle sentir, como Helena no dudaba que merecía, plenamente mujer.

Y también, lo mucho que se estaba perdiendo.

Capítulo 17

Una esquirla de carbón le golpeó el pómulo. Se secó el sudor con la manga de la sucia camisa y continuó picando. Todavía le quedaba tiempo antes de ir al mercado. Se imponía aprovechar cada minuto, cada segundo. Estaba a punto de cumplirse el primer año desde que firmó el contrato con los Casamunt y sabía que aún le faltaba mucho para alcanzar a pagar el canon. Los veinte o veinticinco sacos que vendía cada semana entre el mercado y sus clientes fijos parecían no ser suficientes. Encerrado en un callejón sin salida, lo único que tenía eran sus brazos y su capacidad de trabajo. No quería pensar en la posibilidad de fracasar, así que no hacía otra cosa que golpear la montaña sin descanso.

La salida del sol le anunciaba que tenía que marcharse a Runera. No quiso entretenerse en lavarse o cambiarse de ropa a pesar de que había aprendido lo importante que era tener una buena presencia en el mercado. Su suciedad, al fin y al cabo, provenía del carbón y él vendía carbón; nadie lo criticaría por ello, pensó. Preparó la carretilla con gesto mecánico. Su rostro tenía la expresión de quien mira a través de una ventana una casa vacía. Con paso nervioso, se dirigió a Runera.

El mercado estaba tan concurrido como siempre, pero a diferencia de otros días Rosendo no pudo evitar sentirse molesto, como si las conversaciones a su alrededor trataran sobre él. Oía risas sobre su fracaso y se cruzaban miradas furtivas que le decían que era el único de allí que no hacía dinero de verdad. Trató de concentrarse en lo suyo y pronto todo lo que le rodeaba se convirtió en un murmullo lejano. Tan absorto estaba que no se percató de la presencia de Manel, el chiquillo al que siempre daba un puñado de carbón, cuando éste pasó por delante de su parada sin atreverse a despertarlo de su cansada ensoñación.

Manel se alejó del puesto de Rosendo al escuchar el griterío de otros niños en la entrada del pueblo. Llegó corriendo y pudo ver el motivo del alboroto: cerca de la fonda se encontraba el caballo más grande y bonito que había visto nunca. Montado en él, había un hombre delgado, rubio, muy blanco de piel, con perilla cuidada y que vestía de una manera extraña, con una elegante levita poco habitual por aquellos lugares. Parecía un barón, alguien importante que venía de lejos. El caballo, un impresionante
shire
de crines largas y fortísimas patas, se dejaba guiar dócilmente por su dueño, que lo llevó a la parte trasera de la fonda. Envuelto por una nube de niños y algún que otro adulto curioso, el hombre bajó, se quitó la chistera, los guantes, se desanudó un pañuelo de seda bermellón que tenía alrededor del cuello y, haciendo chocar los talones, saludó sonriente, realizando una reverencia a la multitud. El mozo de cuadras salió a recibirlo maravillado ante tan enorme animal.

El dueño de la fonda, alertado por el vocerío, salió, y al contemplar al extraño se secó las manos en la camisa y lo saludó.

—Bienvenida vuestra merced a nuestra humilde fonda, caballero —le dijo con voz engolada.

—Mi nombre es Henry Gordon, señor —respondió el visitante mientras le tendía la mano—. Soy un viajero escocés de visita por estas tierras y necesitaría de alimento y descanso, si dispone de lugar para mí,
of course.

—Llámeme Josep, ¡y claro que tenemos sitio! —Se volvió gritando al interior—. ¡Marcela! ¡Prepara la mejor habitación! ¡Tenemos a un lord!

Gordon se sonrió, pero evitó corregirlo. Estaba acostumbrándose a que su presencia llamara la atención, sobre todo desde que una vez atravesada Francia quedaba más cercano el Mediterráneo. No le importaba ni le hacía sentirse incómodo: al fin y al cabo venía buscando exotismo y nuevas aventuras que vivir.

Manel se quedó con ganas de verlo más de cerca porque tras hacer pasar a Henry Gordon, el mesonero echó a los niños del lugar con aspavientos, como si fueran un molesto enjambre de abejas. El mozo de cuadras también cerró la puerta con una mueca de suficiencia. Nadie se acercaría al caballo más que él. Puestas así las cosas, Manel volvió hacia el mercado. Las tripas le rugían y ya era hora de ver si conseguía algo a lo que hincarle el diente.

En el mercado, Rosendo permanecía impasible en su sitio. En esta ocasión sí vio a Manel y le hizo gestos para que cuidara de su puesto mientras llevaba el carbón a los clientes fijos. Al regresar, le dejó tomar su puñado de carbón habitual.

A Manel se le ocurrió dirigirse a la fonda con su carbón. Así tendría excusa para asomarse y ver de nuevo al huésped y al caballo. Entró por la puerta principal y Manel vislumbró al fondo de la sala al extranjero sentado y comiendo. Cuando quiso acercarse más, Josep le cerró el paso.

—Si es carbón de primera, señor, ande y mire que se lo cambio todo por un platillo de su cocido, que sale ganando seguro. ¡Es carbón del bueno, el mejor!

—Venga, que ya tengo carbón, sal afuera y no molestes, vamos, que no tengo todo el día —le replicó con tono condescendiente Josep.

La situación se prolongó un par de minutos más, hasta que la voz de Gordon los reclamó.

—Anda, niño, déjame ver ese carbón —pidió el extranjero.

El crío sonrió ufano: había conseguido su objetivo. Y se acercó esquivando un amago de pescozón de Josep.

—Disculpe usted, señor lord… —prosiguió el mesonero.

—Llámeme Henry, por favor —puntualizó el escocés mientras hacía ademán de tomar el hatillo con el carbón que le ofrecía un sonriente Manel.

—Oh, sí, claro, señor lord Henry, pues como le decía, disculpe usted, ya sabe cómo son los chiquillos…

Henry miró al mesero dando a entender que no pasaba nada. Desplegó el trapo sobre la mesa y contempló el carbón. Tomó un trozo entre sus dedos y preguntó al chiquillo.

—¿De dónde has sacado esto?

—Me lo da Rosendo por cuidarle su puesto, es que Rosendo tiene una mina, ¿sabe usted?

Henry, con expresión incrédula, miró al crío. Josep intervino:

—Sí, ese Rosendo tiene fama de… —hizo el gesto de llevarse el dedo índice a la sien— de no estar muy en sus cabales, ya me entiende. Pero la verdad es que sí, ya casi lleva un año con la mina.

—No sabía que aquí hubiera una mina, no me dijeron nada en el pueblo anterior —musitó Henry mientras contemplaba el carbón brillando en su mano.

—Eso será porque Rosendo sólo vende el carbón en nuestro mercado —le explicó Josep.

Henry enarcó una ceja en un ademán entre la sorpresa y la ironía.

—¿Sólo aquí? Qué extraño… —dejó escapar. Dirigiéndose al muchacho, le dijo—. Tú pareces conocerlo bien, ¿me lo presentarás?

—¡Claro! ¡Si quiere vamos ahora mismo!

El escocés negó con la cabeza.

—Vamos por partes, primero nuestro negocio. ¿Cuánto quieres por tu carbón? —El chico se encogió de hombros—. ¿Te parece bien si me acompañas a comer?

Manel sonrió de oreja a oreja. Henry indicó que trajeran un plato y una cuchara para el chico, quien se sentó feliz al compartir mesa con tan peculiar personaje. Mientras comían, Henry fue respondiendo a las preguntas del crío. Le contó que venía de Escocia, que allí trabajó durante años para una destilería de whisky, que se encargaba de contactar con los clientes, de atender sus pedidos y de asegurarse de que las cajas les llegaban correctamente. El chico le preguntó:

—¿Y allí todos habláis así?

—¿Así cómo? —preguntó desconcertado Henry.

—Pues así, raro.

Henry soltó una carcajada.

—Oh, my God!
Bueno, en mi país se habla inglés y gaélico. Pero yo sé español porque hemos tenido muchos contactos con España. ¿Sabes dónde está Jerez? Pues bien, allí compramos los barriles para guardar nuestro whisky, barriles que hayan tenido jerez.

Manel, partiendo con las manos un trozo de pan, continuó:

—¿Y has venido a vender güi… a vender eso aquí, a Runera?

El rostro de Henry se ensombreció.

—¡Oh, no! Ya no trabajo en eso… —dijo con tristeza.

Manel lo miraba mientras masticaba sonoramente. Henry se quedó en silencio.

—¿Y qué vendes ahora? —insistió el crío.

El escocés reaccionó y mudó la expresión.


Well…
Ahora estoy de viaje. No vendo ni compro sino que estoy abierto a las sorpresas del camino.

Josep, mientras le traía otro plato, soltó:

—Pues aquí poca sorpresa se va a llevar, la verdad… El loco ese de Rosendo es lo más llamativo, fíjese usted —dijo con retranca.

—¡Oh, no diga eso, Josep! Dígame si no es sorprendente lo buena que está esta comida. ¡Exquisita! —le replicó Henry.

Josep carcajeó feliz mientras Manel seguía dándole buenos pellizcos al pan y mojándolos con deleite en la salsa del estofado.

Ya se estaba acercando el final de la mañana y el sol castigaba con fuerza Runera. Rosendo se secó la frente con la manga pero se dejó una mancha de hollín justo debajo del nacimiento del pelo. Cerró los ojos para evitar la cegadora luz en el instante en que una voz conocida se dirigió a él:

—¡Hombre! ¡A quién tenemos aquí! Nada menos que a nuestro potentado minero —comentó con sorna Fernando Casamunt.

Rosendo abrió los ojos y lo vio de pie frente a su puesto, llevando de las bridas a un bello purasangre de color negro. A su lado le acompañaba un criado.

—Veo que te quedan dos sacos que vender… Para que veas que sólo te deseo lo mejor, te los voy a comprar. Recuerda que en poco más de dos semanas tienes que pagar el canon. Ya debes tener el dinero, ¿verdad?

Rosendo no contestó, se limitó a tragar saliva.

—No estás muy parlanchín, ¿eh? Bien, tampoco tengo ganas de perder el tiempo contigo —dijo, y le lanzó un saquito con monedas. El criado se abalanzó hacia el carbón. Fernando entonces ordenó—: Deja que nos lo lleve él al carro. ¿Verdad que tendrás ese detalle con tu cliente?

Sin mediar palabra, Rosendo cargó los dos sacos en la carretilla y comenzó a caminar pesadamente. Fernando se dirigió al criado:

—En cuanto nuestro potentado —dijo señalando a Rosendo— termine de cargar, te vas inmediatamente a casa. Con la llegada del barón ahora tenemos más gastos que nunca. Imagina, potentado —continuó dirigiéndose a Rosendo—, el barón ha resultado ser más pobre que tú: tiene tantas deudas que ha tenido que venir a vivir a nuestra hacienda. Ya sabía yo que ese Baltasar de las Heras no era más que un imbécil bisoño que sólo ha sabido echar a perder toda su fortuna. ¡Y encima el baroncito no para de quejarse de que tiene frío en la habitación! —Soltó un salivazo y continuó—: Si mi padre me hubiera hecho caso…

Cuando Rosendo terminó, tomó la carretilla y sin más comenzó su camino de vuelta.

—¡Eh, potentado! Espera, quiero darte algo antes de que vuelvas a tu cuadra… —vociferó Fernando.

Rosendo detuvo su paso, y apenas volteó su cabeza para mirarlo de soslayo. Fernando añadió:

—Te mereces una propina por tu amabilidad. ¡Ten!

Y le lanzó un puñado de pequeñas monedas al suelo. Espoleó su caballo y se alejó altivo. Rosendo ni miró las monedas, que en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron entre las manos de los chiquillos que contemplaban la escena.

De camino a casa Rosendo se detuvo en la mina. Sólo en ese instante se dedicó a hacer cuentas mentales de lo que había logrado reunir. Durante unos segundos se sintió desesperado: le faltaba más de la mitad y apenas quedaban dos semanas para entregar el primer pago. Si no lo lograba no sólo perdería la oportunidad de tener la mina sino que arruinaría su vida. No podía aceptarlo, así que agarró el pico y se dirigió a uno de los agujeros abiertos, una cavidad del tamaño de una pequeña cueva capaz de albergar a un hombre. Excavaría más y más hasta conseguir que la montaña escupiera toda su riqueza. Debía luchar, seguir luchando hasta que aguantara el cuerpo o no aguantara. Prefería morir luchando a seguir vivo vencido.

Con los ojos inyectados en sangre, hinchó el pecho de aire y golpeó. El pico se clavó de tal manera que tuvo que usar una pierna para, apoyándose en la pared, desengancharlo. Sacando fuerzas de no sabía dónde, Rosendo fue picando la pared cada vez con más furia, con el rostro descompuesto en un gesto animal. Sólo quería adentrarse más y más, perderse en la negrura de la montaña.

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