La guerra del fin del mundo (53 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—¿Adonde vamos? —dijo el Enano—. ¿Y los soldados?

Ella encogió los hombros. Los soldados, los yaguznos, qué más daba. Se sentía harta de todo y de todos y con el único deseo de olvidar lo que había visto. Iba arrancando hojas y ramitas para chuparles el jugo.

—Tiros —dijo el Enano—. Tiros, tiros.

Eran descargas cerradas, que en unos segundos impregnaron la caatinga densa, serpenteante, que parecía multiplicar las ráfagas y salvas. Pero no se veía a ser viviente por los alrededores: sólo una tierra trepadora, cubierta de zarzas y hojas desprendidas de los árboles por la lluvia, charcas fangosas y una vegetación de macambiras con ramas como garras y mandacarús y xiquexiques de puntas aceradas. Había perdido las sandalias en algún momento de la noche y, aunque buena parte de su vida anduvo descalza, sentía los pies heridos. El cerro era cada vez más empinado. El sol caía de lleno en la cara y parecía recomponer, resucitar, sus miembros. Supo que ocurría algo por las uñas del Enano, que se le incrustaron. A cuatro metros los apuntaba una escopeta de caño corto y boca ancha, sujeta por un hombre boscoso, de piel de corteza, extremidades ramosas y pelos que eran penachos de yerbas.

—Largo de aquí —dijo el yagunzo, sacando la cara del manto—. ¿No te dijo Pajeú que te fueras a la entrada de Geremoabo?

—No sé cómo ir —respondió Jurema.

«Shhht, shhht», oyó al momento, en varias partes, como si los matorrales y los cactos se pusieran a hablar. Vio que asomaban cabezas de hombres, entre la enramada.

—Escóndelos —escuchó ordenar a Pajeú, sin saber de dónde salía la voz, y se sintió empujada al suelo, aplastada por un cuerpo de hombre que, a la vez que la envolvía en su manto de yerbas, le soplaba: «Shhht, shhht». Permaneció inmóvil, con los ojos entrecerrados, espiando. Sentía en el oído el aliento del yagunzo y pensaba si el Enano estaría también así como ella. Vio a los soldados. Se le encabritó el corazón al verlos tan cerca. Venían en columna de a dos, con sus pantalones de tiras rojas y sus casacas azuladas, sus botines negros y el fusil con la bayoneta desnuda. Contuvo la respiración, cerró los ojos, esperando que reventaran los disparos, pero como no ocurría volvió a abrirlos y ahí estaban siempre los soldados, pasando. Podía verles los ojos encandilados por la ansiedad o devastados por la falta de sueño, las caras impávidas o sobrecogidas, y oír palabras sueltas de sus diálogos. ¿No era increíble que tantos soldados cruzaran sin descubrir que había yagunzos casi tocándolos, casi pisándolos?

Y en ese momento la caatinga se encendió en una reventazón de pólvora que, un segundo, le recordó la fiesta de San Antonio, en Queimadas, cuando venía el circo y se quemaban cohetes. Alcanzó a ver, entre la fusilería, una lluvia de siluetas enyerbadas, que caían o se alzaban contra los uniformados, y en medio del humo y del trueno de los tiros se sintió libre del que la sujetaba, izada, arrastrada, a la vez que le decían: «Agáchate, agáchate». Obedeció, encogiéndose, hundiendo la cabeza, y corrió a todo lo que le daban sus fuerzas, esperando en cualquier momento el impacto de los balazos en su espalda, deseándolos casi. La carrera la empapó de sudor y era como si fuera a escupir el corazón. Y en eso vio al caboclo sin nariz ahí a su lado, mirándola con cierta sorna:

—¿Quién ganó la pelea? ¿Tu marido o el alunado?

—Se mataron los dos —acezó.

—Mejor para ti —comentó Pajeú, con una sonrisa—. Ahora podrás buscarte otro marido, en Belo Monte.

El Enano estaba a su lado, también jadeando. Ella divisó a Canudos. Se extendía al frente, a lo ancho y a lo largo, sacudido por explosiones, lenguas de fuego, humaredas diseminadas, bajo un cielo que contradecía ese desorden por lo limpio y azul, en el que el sol reverberaba. Los ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo un ramalazo de odio contra esa ciudad y esos hombres, entrematándose en esas callecitas como madrigueras. Su desgracia comenzó por ese lugar; por Canudos fue el forastero a su casa y así arrancaron las desventuras que la habían dejado sin nada ni nadie en el mundo, perdida en una guerra. Deseó con toda su alma un milagro, que no hubiera ocurrido nada y que ella y Rufino estuvieran como antes, en Queimadas.

—No llores, muchacha —le dijo el caboclo—. ¿No sabes? Los muertos van a resucitar. ¿No has oído? Existe la resurrección de la carne.

Hablaba tranquilo, como si él y sus hombres no acabaran de tirotearse con los soldados. Se limpió las lágrimas con la mano y echó una ojeada, reconociendo el lugar. Era un atajo entre los cerros, una especie de túnel. A su izquierda había un techo de piedras y rocas sin vegetación que le ocultaban la montaña, y a su derecha la caatinga, algo raleada, descendía hasta desaparecer en una extensión pedregosa que, más allá de un río de ancho cauce, se volvía una confusión de casitas de tejas rojizas y fachadas contrahechas. Pajeú le puso algo en la mano y sin ver qué era se lo llevó a la boca. Devoró a poquitos la fruta de pulpa blanda y ácida. Los enyerbados se fueron esparciendo, pegándose a los matorrales, hundiéndose en escondites cavados en la tierra. Otra vez la mano regordeta buscó la suya. Sintió pena y cariño por esa presencia familiar. «Métanse ahí», ordenó Pajeú, apartando unas ramas. Cuando estuvieron acuclillados en el foso, les explicó, señalando las rocas: «Ahí están los perros». En el hueco había otro yagunzo, un hombre sin dientes que se arrimó para hacerles sitio. Tenía una ballesta y un carcaj repleto de dardos.

—¿Qué va a pasar? —susurró el Enano.

—Cállate —dijo el yagunzo—. ¿No has oído? Los heréticos están encima nuestro.

Jurema espió entre las ramas. Los tiros continuaban, dispersos, intermitentes, y allí seguían las nubéculas y llamas de los incendios, pero no alcanzaba a ver desde su escondrijo a las figuritas uniformadas que había visto cruzando el río y desapareciendo en el poblado. «Quietos» , dijo el yagunzo y por segunda vez en el día los soldados surgieron de la nada. Esta vez eran jinetes, en filas de a dos, montados en animales pardos, negros, bayos, moteados, relinchantes, que, a una distancia increíblemente próxima, se descolgaban de la pared de rocas de su izquierda y se precipitaban a galope hacia el río. Parecían a punto de rodar en esa bajada casi vertical, pero mantenían el equilibrio y ella los veía pasar, raudos, usando las patas traseras como freno. Estaba mareada por las caras sucesivas de los jinetes y los sables que los oficiales llevaban en alto, señalando, cuando hubo un encrespamiento de la caatinga. Los enyerbados salían de los huecos, de las rama y disparaban sus escopetas o, como el yagunzo que había estado con ellos y reptaba ahora pendiente abajo, los flechaban con sus dardos que hacían un ruido silbante de cobra. Oyó, clarísima, la voz de Pajeú: «A los caballos, a los que tienen machetes». Ya no se podía ver a los jinetes, pero los imaginaba chapoteando en el río —entre la fusilería y un remoto rebato de campanas distinguía relinchos — y recibiendo en las espaldas, sin saber de dónde, esos dardos y balas que veía y oía disparar a los yagunzos desparramados a su alrededor. Algunos, de pie, apoyaban la carabina o las ballestas en las ramas de los mandacarús. El caboclo sin nariz no disparaba. Con las manos iba moviendo hacia la derecha y hacia abajo a los enyerbados. En eso, le apretaron el vientre. El Enano apenas le permitía respirar. Lo sentía temblando. Lo remeció con las dos manos: «Ya pasaron, ya se fueron, mira». Pero cuando ella también miró, había ahí otro jinete, en un caballo blanco, que descendía la roca con las crines alborotadas. El pequeño oficial sujetaba las riendas con una mano y con la otra blandía un sable. Estaba tan cerca que vio su cara fruncida, sus ojos incendiados, y un momento después lo vio encogerse. Su cara se apagó de golpe. Pajeú le estaba apuntando y pensó que era él quien le había disparado. Vio caracolear al caballo blanco, lo vio girar en una de esas piruetas con que se lucían los vaqueros en las ferias, y, con el jinete colgado del pescuezo, lo vio desandar el camino, subir la cuesta, y, cuando desaparecía, volvió a ver a Pajeú apuntándolo y, sin duda, disparándole.

—Vámonos, vámonos, estamos en medio de la guerra —lloriqueó el Enano, incrustándose de nuevo contra ella.

Jurema lo insultó: «Cállate, estúpido, cobarde». El Enano enmudeció, se apartó y la miró asustado, implorándole perdón con los ojos. El ruido de explosiones, de disparos, de clarines, de campanas continuaba y los enyerbados desaparecían, corriendo o arrastrándose por esa lomada boscosa que iba a perderse en el río y en Canudos. Buscó a Pajeú y el caboclo tampoco estaba. Se habían quedado solos. ¿Qué debía hacer? ¿Permanecer allí? ¿Seguir a los yagunzos? ¿Buscar una trocha que la alejara de Canudos? Sintió fatiga, agarrotamiento de músculos y huesos, como si su organismo protestara contra la sola idea de moverse. Se apoyó contra la pared húmeda del foso y cerró los ojos. Flotó, se hundió en el sueño.

Cuando, removida por el Enano, oyó que éste le pedía disculpas por despertarla, le costó moverse. Los huesos le dolían y tuvo que frotarse el cuello. Era ya tarde, por las sombras en sesgo y lo amortiguada que caía la luz. Ese ruido atronador no era del sueño. «¿Qué pasa?», preguntó, sintiendo la lengua reseca e hinchada. «Se acercan, ¿no los oyes?», murmuró el Enano, señalando la pendiente. «Hay que ir a ver», dijo Jurema. El Enano se le prendió, tratando de atajarla, pero cuando ella salió del foso, la siguió gateando. Bajó hasta las rocas y zarzas donde había visto a Pejeú y se acuclilló. Pese a la polvareda, divisó en las faldas de los cerros del frente un hervidero de hormigas oscuras, y pensó que más soldados bajaban hacia el río, pero pronto comprendió que no bajaban sino subían, que huían de Canudos. Sí, no había duda, salían del río, corrían, trataban de ganar las cumbres y vio, en la otra margen, a grupos de hombres que disparaban y correteaban a soldados aislados que surgían de entre las casuchas, tratando de ganar la orilla. Sí, los soldados se estaban escapando y eran los yagunzos quienes ahora los perseguían. «Vienen para acá», gimoteó el Enano y a ella se le heló el cuerpo al advertir que, por observar los cerros del frente, no se había dado cuenta que la guerra tenía lugar también a sus pies, a ambas orillas del Vassa Barris. De ahí venía el bullicio con el que creyó soñar.

Medio borrados por el terral y el humo que deformaba cuerpos, rostros, vislumbró, en una confusión de vértigo, caballos tumbados y varados en las orillas del río, algunos agonizando, pues movían sus largos pescuezos como pidiendo ayuda para salir de esa agua fangosa donde iban a morir ahogados o desangrados. Un caballo sin jinete, de sólo tres patas, brincaba enloquecido queriendo morderse la cola, entre soldados que vadeaban el río con los fusiles sobre las cabezas, y otros aparecían corriendo, gritando, de entre las paredes de Canudos. Irrumpían de a dos y de a tres, a la carrera, a veces de espaldas como alacranes, y se tiraban al agua con la intención de ganar la pendiente donde estaban ella y el Enano. Les disparaban de alguna parte porque algunos caían rugiendo, aullando, y había uniformados que comenzaban a trepar las rocas.

—Nos van a matar, Jurema —lloriqueó el Enano.

Sí, pensó ella, nos van a matar. Se puso de pie, cogió al Enano, y gritó: «Corre, corre». Se lanzó cuesta arriba, por la parte más tupida de la caatinga. Muy pronto se fatigó pero encontró ánimos para seguir en el recuerdo del soldado que había caído sobre ella en la mañana. Cuando ya no pudo correr, siguió andando. Pensaba, compadecida, en lo extenuado que debía estar el Enano, con sus piernas cortitas, a quien, sin embargo, no había sentido quejarse y que había corrido prendido con firmeza de su mano. Cuando se detuvieron, oscurecía. Se hallaban en la otra vertiente, el terreno era plano a ratos y la vegetación se había enredado. El ruido de la guerra se oía lejos. Se dejó caer en el suelo y a ciegas cogió yerbas y se las llevó a la boca y las masticó, despacio, hasta sentir su juguito ácido en el paladar. Escupió, cogió otro puñado y así fue burlando la sed. El Enano, un bulto inmóvil, hacía lo mismo. «Hemos corrido horas», le dijo, pero no oyó su voz y pensó que seguramente él tampoco tenía fuerzas para hablarle. Lo tocó en el brazo y él le apretó la mano, con gratitud. Así estuvieron, respirando, masticando y escupiendo briznas, hasta que entre el ramaje raleado de la favela se encendieron las estrellas. Viéndolas, Jurema se acordó de Rufino, de Gall. A lo largo del día los habrían picoteado los urubús, las hormigas y las lagartijas y ya habrían comenzado a pudrirse. Nunca más vería esos restos que, a lo mejor, estaban ahí a pocos metros, abrazados. Las lágrimas le mojaron la cara. En eso oyó voces, muy cerca, y buscó y encontró la mano aterrada del Enano, contra el que una de las dos siluetas acababa de chocar. El Enano chilló como si lo hubieran acuchillado.

—No disparen, no nos maten —ululó una voz muy próxima—. Soy el Padre Joaquim, soy el párroco de Cumbe. ¡Somos gente de paz!

—Nosotros somos una mujer y un enano. Padre —dijo Jurema, sin moverse—. También somos gente de paz. Esta vez sí le salió la voz.

Al estallar el primer cañonazo de esa noche, la reacción de Antonio Vilanova, pasado el atolondramiento, fue proteger al santo con su cuerpo. Igual cosa hicieron João Abade y João Grande, el Beatito y Joaquim Macambira y su hermano Honorio, de modo que se encontró cogido con ellos de los brazos, rodeando al Consejero, y calculando la trayectoria de la granada, que debía haber caído por San Cipriano, la callejuela de los curanderos, brujos, yerbateros y ahumadores de Belo Monte. ¿Cuál o cuáles de esas cabañas de viejas que curaban el mal de ojo con bebedizos de jurema y manacá, o de esos hueseros que componían el cuerpo a jalones, habían volado por los aires? El Consejero los sacó de la parálisis: «Vamos al Templo». Mientras, tomados de los brazos, se internaban por Campo Grande en dirección a las iglesias, João Abade comenzó a gritar que apagaran la lumbre de las casas, pues mecheros y fogatas era señuelos para el enemigo. Sus órdenes eran repetidas, extendidas y obedecidas: a medida que dejaban atrás los callejones y barracas del Espíritu Santo, de San Agustín, del Santo Cristo, de los Papas y de María Magdalena, que se ramificaban a las márgenes de Campo Grande, las viviendas desaparecían en las sombras. Frente a la pendiente de los Mártires, Antonio Vilanova oyó a João Grande decir al Comandante de la Calle: «Anda a dirigir la guerra, nosotros lo llevaremos sano y salvo». Pero el ex-cangaceiro estaba aún con ellos cuando estalló el segundo cañonazo que los hizo soltarse y ver tablas y cascotes, tejas y restos de animales o personas suspendidos en el aire, en medio de la llamarada que iluminó Canudos. Las granadas parecían haber estallado en Santa Inés, donde los campesinos que trabajaban las huertas de frutales, o en esa aglomeración continua en la que coincidían tantos cafusos, mulatos y negros que llamaban el Mocambo.

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