La guerra del fin del mundo (27 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—No fue idea mía la de no ir al puerto —dijo—. En todo caso, ya ves. aquí están la Gobernación y el Concejo en pleno. A tus órdenes.

Era un hombre enérgico, con una calvicie pronunciada y un vientre pugnaz, que no disimulaba su preocupación. Mientras el Barón saludaba a los presentes, Gumucio cerró la puerta. El humo enrarecía la atmósfera. Había jarras con refrescos de frutas en una mesa y, como no alcanzaban los asientos, unos se iban sentando en los brazos de los sillones y otros permanecían apoyados contra los estantes. El Barón demoró en terminar la ronda de saludos. Cuando se hubo sentado, reinó un silencio glacial. Los hombres lo miraban y en sus miradas, además de inquietud, había una muda súplica, una confianza angustiada. La expresión del Barón, hasta entonces jovial, se fue agravando mientras pasaba revista a las caras fúnebres.

—Ya veo que las cosas no están para que les cuente si el Carnaval de Niza se parece al nuestro —dijo, muy serio, buscando a Luis Viana—. Empecemos por lo peor. ¿Qué es lo peor?

—Un telegrama que llegó al mismo tiempo que tú —murmuró el Gobernador, desde un sillón en el que parecía aplastado—. Río acordó intervenir militarmente en Bahía, con el voto unánime del Congreso. Manda un Regimiento del Ejército Federal contra Canudos.

—Es decir, el Gobierno y el Congreso oficializan la tesis de la conspiración —lo interrumpió Adalberto de Gumucio—. Es decir, los fanáticos Sebastianistas quieren restaurar el Imperio, con ayuda del Conde de Eu, de los monárquicos, de Inglaterra y, por supuesto, del Partido Autonomista de Bahía. Todas las patrañas estúpidas de la ralea jacobina convertidas en verdad oficial de la República.

El Barón no demostró ninguna alarma.

—La venida del Ejército Federal no me sorprende —dijo—. A estas alturas, era inevitable. Lo que me sorprende es lo de Canudos. ¡Dos expediciones derrotadas! —Hizo un gesto de estupor, mirando a Viana—. No lo entiendo, Luis. A esos locos había que dejarlos en paz o acabar con ellos a la primera. Pero no hacer algo tan mal hecho, no dejar que se convirtieran en un problema nacional, no hacer un regalo así a nuestros enemigos.

—¿Quinientos soldados, dos cañones, dos ametralladoras, te parece poca cosa para enfrentar a una banda de pillos y de beatas? —repuso Luis Viana, vivamente—. Quién podía imaginar que con semejante fuerza Febronio de Brito se haría derrotar por unos pobres diablos.

—La conspiración existe, pero no es nuestra —volvió a interrumpirlo Adalberto de Gumucio. Tenía el ceño fruncido y las manos crispadas y el Barón pensó que jamás lo había visto tan afectado por una crisis política—. El Mayor Febronio no es tan inepto como quiere hacernos creer. Su derrota ha sido deliberada, negociada, decidida de antemano con los jacobinos de Río de Janeiro, a través de Epaminondas Goncalves. Para tener ese escándalo nacional que buscan desde que Floriano Peixoto dejó el poder. ¿No han estado inventando conspiraciones monárquicas desde entonces para que el Ejército clausure el Congreso e instale la República Dictatorial?

—Las conjeturas después, Adalberto —dijo el Barón—. Primero, quiero saber exactamente lo que ocurre, los hechos.

—No hay hechos, sólo las fantasías y las intrigas más increíbles —intervino el Diputado Rocha Seabrá—. Nos acusan de
azuzar a
los Sebastianistas, de enviarles armas, de estar conspirando con Inglaterra para restaurar el Imperio.

—El
Jornal de Noticias
nos acusa de eso y de peores cosas desde la caída de Don Pedro II —sonrió el Barón, haciendo un gesto desdeñoso.

—La diferencia es que, ahora, no es sólo el
Jornal de Noticias
sino medio Brasil —dijo Luis Viana. El Barón lo vio revolverse en el asiento, nervioso, y pasarse la mano por la calva—. De pronto, en Río, en Sao Paulo, en Belo Horizonte, en todas partes empiezan a repetir las imbecilidades y las vilezas que inventa el Partido Republicano Progresista.

Varias personas hablaron a la vez y el Barón les pidió, con las manos, que no se atropellaran. Por entre las cabezas de sus amigos podía ver la huerta, y, aunque lo que oía le interesaba y lo alarmaba, desde que entró en el escritorio no había dejado de preguntarse si entre los árboles y arbustos estaría escondido el camaleón, un animal con el que se había encariñado como otros con perros o gatos.

—Ahora sabemos para qué formó Epaminondas la Guardia Rural —decía el Diputado Eduardo Glicério—. Para que proporcionara las pruebas, en el momento oportuno. Fusiles de contrabando para los yagunzos y hasta espías extranjeros.

—Ah, de eso no te has enterado —dijo Adalberto de Gumucio, al ver la expresión intrigada del Barón—. El summum de lo grotesco. ¡Un agente inglés en el sertón! Lo encontraron carbonizado, pero era inglés. ¿Cómo lo supieron? ¡Por sus pelos rojos! Los exhibieron en el Parlamento de Río, junto con fusiles supuestamente encontrados al lado de su cadáver, en Ipupiará. Nadie nos escucha, hasta nuestros mejores amigos, en Río, se tragan esos disparates. El país entero cree que la República está en peligro por Canudos.

—Supongo que yo soy el genio tenebroso de la conspiración —murmuró el Barón.

—Sobre usted se echa más lodo que nadie —dijo el Director del
Diario de Bahía

.
Usted entregó Canudos a los rebeldes y viajó a Europa para entrevistarse con los emigrados del Imperio y planear la rebelión. Se ha llegado a decir que hubo una «bolsa subversiva» y que usted puso la mitad del dinero y la otra mitad Inglaterra.

—Socio a partes iguales de la corona inglesa —murmuró el Barón—. Caramba, me sobreestiman.

—¿Sabe a quién mandan a debelar el alzamiento restaurador? —dijo el Diputado Lelis Piedades, que estaba sentado en el brazo del asiento del Gobernador—. Al Coronel Moreira César y al Séptimo Regimiento.

El Barón de Cañabrava adelantó un poco la cabeza y pestañeó.

—¿El Coronel Moreira César? —Quedó pensativo un buen rato, moviendo a veces los labios como si hablara en silencio. Después, se dirigió a Gumucio —: Tal vez tengas razón, Adalberto. Ésta pudiera ser una operación audaz de los jacobinos. Desde la muerte del Mariscal Floriano, el Coronel Moreira César es su gran carta, el héroe con el que cuentan para recuperar el poder.

Nuevamente oyó que se disputaban la palabra, pero esta vez no los contuvo. Mientras sus amigos opinaban y discutían, él, simulando escucharlos, se distrajo de ellos, algo que hacía con gran facilidad cuando un diálogo lo aburría o sus propios pensamientos le parecían más importantes que lo que oía. ¡El Coronel Moreira César! No era bueno que viniera. Era un fanático y, como todos los fanáticos, peligroso. Recordó la manera implacable como había reprimido la revolución federalista de Santa Catalina, hacía cuatro años, y cómo, cuando el Congreso Federal le pidió que viniera a dar cuenta de los fusilamientos que había ordenado, contestó con un telegrama que era un modelo de laconismo y de arrogancia: «No». Recordó que entre los fusilados por el Coronel, allá en el Sur, había un Mariscal, un Barón y un Almirante que él conocía y que, al instalarse la República, el Mariscal Floriano Peixoto le encargó depurar del Ejército a todos los oficiales conocidos por sus vinculaciones con la monarquía. ¡El Séptimo Regimiento de Infantería contra Canudos! «Adalberto tiene razón, pensó. Es el summum de lo grotesco.» Haciendo un esfuerzo, volvió a escuchar.

—No viene a liquidar a los Sebastianistas del sertón sino a nosotros —decía Adalberto de Gumucio—. Viene a liquidarte a ti, a Luis Viana, al Partido Autonomista, y a entregarle Bahía a Epaminondas Goncalves, que es el hombre de los jacobinos aquí.

—No hay razones para suicidarse, señores —lo interrumpió el Barón, alzando un poco la voz. No estaba risueño ya, sino muy serio, y hablaba con firmeza—. No hay razones para suicidarse —repitió. Pasó revista a la concurrencia, seguro de que su serenidad acabaría por contagiar a sus amigos—. Nadie nos va a arrebatar lo que es nuestro. ¿No están, en este cuarto, el poder político de Bahía, la administración de Bahía, la justicia de Bahía, el periodismo de Bahía? ¿No están aquí la mayoría de las tierras, de los bienes, de los rebaños de Bahía? Ni el Coronel Moreira César puede cambiar eso. Acabar con nosotros sería acabar con Bahía, señores. Epaminondas Goncalves y quienes lo siguen son una curiosidad extravagante en esta tierra. No tienen ni los medios, ni la gente, ni la experiencia para tomar las riendas de Bahía aunque se las pongan en las manos. El caballo los echaría al suelo en el acto.

Hizo una pausa y alguien, solícitamente, le alcanzó un vaso de refresco. Bebió con fruición el líquido, en el que reconoció el gusto almibarado de la guayaba.

—Nos alegra mucho tu optimismo, por supuesto —oyó que decía Luis Viana—. De todos modos, reconocerás que hemos sufrido unos reveses y que hay que actuar cuanto antes.

—Sin ninguna duda —asintió el Barón—. Vamos a hacerlo. Por lo pronto, ahora mismo vamos a enviar un telegrama al Coronel Moreira César congratulándonos por su venida y ofreciéndole el apoyo de las autoridades de Bahía y del Partido Autonomista. ¿Acaso no estamos interesados en que venga a librarnos de los ladrones de tierras, de los fanáticos que saquean haciendas y no dejan trabajar en paz a los moradores? Y hoy mismo, también, iniciaremos una colecta que será entregada al Ejército Federal a fin de que se emplee en la lucha contra los bandidos.

Esperó que se apaciguaran los murmullos, bebiendo otro trago de refresco. Hacía calor y se le había mojado la frente.

—Te recuerdo que, desde hace años, toda nuestra política consiste en impedir que el gobierno central interfiera demasiado en los asuntos de Bahía —dijo Luis Viana. al fin.

—Pues, ahora, la única política que podemos tener, a menos de elegir el suicidio, es demostrar a todo el país que no somos enemigos de la República ni de la soberanía del Brasil —dijo el Barón, secamente—. Hay que desmontar esa intriga de inmediato y no hay otra manera. Daremos a Moreira César y al Séptimo Regimiento un gran recibimiento. Nosotros, no el Partido Republicano.

Se secó la frente con su pañuelo y volvió a esperar que el murmullo, más fuerte que antes, decreciera.

—Es un cambio demasiado brusco —dijo Adalberto de Gumucio y el Barón vio que varias cabezas asentían, tras él.

—En la Asamblea, en los diarios, toda nuestra actuación ha sido tratar de evitar la intervención federal —dijo el Diputado Rocha Seabrá.

—Para defender los intereses de Bahía hay que seguir en el poder y para seguir en el poder hay que cambiar de política, al menos por el momento —replicó el Barón, con suavidad. Y, como si no tuvieran importancia las objeciones que le hacían, prosiguió dando directivas —: Los hacendados debemos colaborar con el Coronel. Alojar al Regimiento, facilitarle guías, provisiones. Somos nosotros, junto con Moreira César, quienes acabaremos con los conspiradores monárquicos financiados por la Reina Victoria. —Hizo un simulacro de sonrisa, a la vez que se pasaba de nuevo el pañuelo por la frente—. Es una mojiganga ridícula, pero no tenemos alternativa. Y cuando el Coronel acabe con los pobres cangaceiros y santones de Canudos celebraremos con grandes fiestas la derrota del Imperio Británico y de los Braganza. Nadie lo festejó, nadie se sonrió. Todos estaban callados e incómodos. Pero, observándolos, el Barón comprendió que, aunque a regañadientes, algunos admitían ya que no les quedaba otra cosa que hacer.

—Viajaré a Calumbí —dijo el Barón—. No estaba en mis planes hacerlo todavía. Pero es necesario. Yo mismo pondré a disposición del Séptimo Regimiento lo que les haga falta. Todos los hacendados de la región deberían hacer lo mismo. Que Moreira César vea a quién pertenece esa tierra, quien manda allí.

La atmósfera estaba muy tensa y todos querían hacer preguntas, responder. Pero el Barón pensó que no era conveniente discutir ahora. Luego de comer y de beber, a lo largo de la tarde y la noche, sería más fácil quitarles las dudas, los escrúpulos.

—Vamos a almorzar y a reunimos con las damas —les propuso, levantándose—. Hablaremos después. No todo ha de ser política en la vida. Hay que hacer sitio, también, para las cosas agradables.

II

Q
UEIMADAS
, convertido en campamento, es una hormigueante animación bajo la ventolera que lo cubre de polvo: se escuchan órdenes y se atropellan formaciones entre jinetes con sables que gritan y gesticulan. De pronto, cortan la madrugada unos toques de corneta y los curiosos corren por la orilla del Itapicurú a observar la caatinga reseca que se pierde en la dirección de Monte Santo: están partiendo los primeros cuerpos del Séptimo Regimiento y el aire se lleva el himno que los soldados cantan a voz en cuello.

En el interior de la estación, el Coronel Moreira César desde el alba estudia cartas topográficas, da instrucciones, firma despachos y recibe los partes de servicio de los distintos batallones. Los corresponsales, soñolientos, alistan sus mulas, caballos y el coche de equipajes en la puerta de la estación, salvo el esmirriado periodista del
Jornal de Noticias,
que, el tablero portátil bajo el. brazo y su tintero prendido en la manga, merodea por el local tratando de acercarse al Coronel. Pese a ser tan temprano, los seis miembros del Concejo Municipal están allí, para despedir al jefe del Séptimo Regimiento. Esperan, sentados en una banca, y el enjambre de oficiales y ayudantes que va y viene a su alrededor les presta tan poca atención como a los cartelones del Partido Republicano Progresista y del Partido Autonomista Bahiano que todavía penden del techo. Pero ellos están entretenidos, observando al periodista espantapájaros que, aprovechando un momento de calma, consigue por fin acercarse a Moreira César.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Coronel? —silabea su vocecita gangosa.

—La conferencia con los corresponsales fue ayer —le responde el oficial, examinándolo como lo haría con un ser caído de otro planeta. Pero la estrafalaria apariencia o la audacia del personaje lo ablandan —: Hágala. ¿De qué se trata?

—De los presos —susurran los dos ojos bizcos, posados sobre él—. Me ha llamado la atención que incorpore a ladrones y asesinos al Regimiento. Anoche fui a la cárcel, con los dos tenientes, y vi que enrolaron a siete.

—Sí —dice Moreira César, escudriñándolo con curiosidad—. ¿Cuál es la pregunta?

—La pregunta es: ¿por qué? ¿Cuál es la razón para que prometa la libertad a esos delincuentes?

—Saben pelear —dice el Coronel Moreira César. Y, luego de una pausa —: El delincuente es un caso de energía humana excesiva que se vierte en la mala dirección. La guerra puede encauzarla en la buena. Ellos saben por qué pelean y eso los hace bravos, a veces heroicos. Lo he comprobado. Y lo comprobará usted, si llega a Canudos. Porque —lo vuelve a mirar de pies a cabeza — a simple vista se diría que no aguantará ni una jornada en el sertón.

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