La guerra del fin del mundo (15 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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Las fuerzas del Mayor Febronio de Brito estaban ya en Queimadas. Eran quinientos cuarenta y tres soldados, catorce oficiales y tres médicos seleccionados en los tres batallones de Infantería de Bahía —el 9, el 26 y el 33—, a los que la pequeña localidad recibió con discurso de Alcalde, misa en la Iglesia de San Antonio, sesión en el Consejo Municipal y día feriado para que los lugareños gozaran del desfile con redoble de tambor y cometería alrededor de la Plaza Matriz. Antes de que empezara el desfile, ya habían partido hacia el Norte mensajeros espontáneos que llevaban a Canudos el número de soldados y armas de la Expedición y su plan de viaje. Las noticias no causaron sorpresa. ¿Cómo podía sorprenderlos que la realidad confirmara lo que Dios les había anunciado por boca del Consejero? La única novedad era que los soldados vendría esta vez por el rumbo del Cariacá, la Sierra de Acarí y el Valle de Ipueiras. João Abade sugirió a los demás cavar trincheras, acarrear pólvora y proyectiles y apostar gente en las laderas del Cambaio, pues por allí tendrían que pasar forzosamente los protestantes.

El Consejero parecía por el momento más preocupado por apurar la construcción del Templo del Buen Jesús que por la guerra. Seguía dirigiendo los trabajos desde el amanecer, pero éstos se demoraban por culpa de las piedras: había que acarrearlas de canteras cada vez más apartadas y subirlas a las torres era tarea difícil en la que, a veces, se rompían las cuerdas y los pedrones se llevaban de encuentro andamios y operarios. Y, a veces, el santo ordenaba echar abajo un muro ya levantado y erigirlo más allá o rectificar unas ventanas porque una inspiración le decía que no estaban orientados en la dirección del amor. Se lo veía circular entre la gente, rodeado del León de Natuba, del Beatito, de María Quadrado y de las beatas del Coro que estaban batiendo constantemente las manos para espantar a las moscas que venían a perturbarlo. A diario llegaban a Canudos tres, cinco, diez familias o grupos de peregrinos, con sus minúsculos hatos de cabras y sus carretas, y Antonio Vilanova les designaba un hueco en el dédalo de viviendas para que levantaran la suya. Cada tarde, antes de los consejos, el santo recibía, dentro del Templo todavía sin techo, a los recién llegados. Eran encaminados hacia él por el Beatito, a través de la masa de fieles, y aunque el Consejero trataba de impedírselo diciéndoles «Dios es otro», se tumbaban a sus pies para besárselos o tocar su túnica mientras él los bendecía, mirándolos con esa mirada que daba la impresión de estar mirando siempre el más allá. En un momento dado, interrumpía la ceremonia de bienvenida, poniéndose de pie, y entonces le abrían camino hasta la escalerilla que subía a los andamios. Predicaba con rauca voz, sin moverse, sobre los temas de siempre: la superioridad del espíritu, las ventajas de ser pobre y frugal, el odio a los impíos y la necesidad de salvar a Canudos para que fuera refugio de justos.

Las gentes lo escuchaban anhelantes, convencidas. La religión colmaba ahora sus días. A medida que surgían, las tortuosas callecitas eran bautizadas con el nombre de un santo, en una procesión. Había, en todos los rincones, hornacinas e imágenes de la Virgen, del Niño, del Buen Jesús y del Espíritu Santo, y cada barrio y oficio levantaba altares a su santo protector. Muchos de los recién venidos se cambiaban de nombre, para simbolizar así la nueva vida que empezaban. Pero a las prácticas católicas se injertaban a veces, como plantas parásitas, costumbres dudosas. Así, algunos mulatos se ponían a danzar cuando rezaban y se decía que, zapateando con frenesí sobre la tierra, creían que expulsarían los pecados con el sudor. Los negros se fueron agrupando en el sector norte de Canudos, una manzana de chozas de barro y paja que sería conocida más tarde como el Mocambo. Los indios de Mirandela, que sorpresivamente vinieron a instalarse a Canudos, preparaban a la vista de todos cocimientos de yerbas que despedían un fuerte olor y que los ponían en éxtasis. Además de romeros vinieron, por supuesto, milagreros, mercachifles, buscavidas, curiosos. Por las cabañas que se enquistaban unas en otras, se veían mujeres que leían las manos, pícaros que se ufanaban de hablar con los muertos y troveros que, como los del Circo del Gitano, se ganaban el sustento cantando romances o clavándose alfileres. Ciertos curanderos pretendían curar todos los males con bebedizos de jurema y manacá y algunos beatos, presas de delirio de contrición, declamaban a voz en cuello sus pecados y rogaban a quienes los oían que les impusieran penitencias. Un grupo de gentes de Joazeiro comenzó a practicar en Canudos los ritos de la Hermandad de Penitentes de esa ciudad: ayuno, abstinencia sexual, flagelaciones públicas. Aunque el Consejero alentaba la mortificación y el ascetismo —el sufrimiento, decía, robustece la fe — terminó por alarmarse y pidió al Beatito que pasara revista a los romeros a fin de evitar que con ellos entraran la superstición, el fetichismo o cualquier impiedad disfrazada de devoción.

La diversidad humana coexistía en Canudos sin violencia, en medio de una solidaridad fraterna y un clima de exaltación que los elegidos no habían conocido. Se sentían verdaderamente ricos de ser pobres, hijos de Dios, privilegiados, como se los decía cada tarde el hombre del manto lleno de agujeros. En el amor hacia él, por lo demás, cesaban las diferencias que podían separarlos: cuando se trataba del Consejero esas mujeres y hombres que habían sido cientos y comenzaban a ser miles se volvían un solo ser sumiso y reverente, dispuesto a darlo todo por quien había sido capaz de llegar hasta su postración, su hambre y sus piojos para infundirles esperanzas y enorgullecerlos de su destino. Pese a la multiplicación de habitantes la vida no era caótica. Los emisarios y romeros traían ganados y provisiones, los corrales estaban repletos igual que los depósitos y el Vassa Barris afortunadamente tenía agua para las chacras. En tanto que João Abade, Pajeú, José Venancio, João Grande, Pedrão y otros preparaban la guerra, Honorio y Antonio Vilanova administraban la ciudad: recibían las ofrendas de los romeros, distribuían lotes, alimentos y ropas y vigilaban las Casas de Salud para enfermos, ancianos y huérfanos. A ellos llegaban las denuncias cuando había reyertas en el vecindario por cosas de propiedad.

A diario llegaban noticias del Anticristo. La Expedición del Mayor Febronio de Brito había seguido de Queimadas a Monte Santo, lugar que profanó al atardecer del 29 de diciembre, mermada de un cabo de línea muerto a consecuencia de la picadura de un crótalo. El Consejero explicó, sin animadversión, lo que ocurría. ¿No era acaso una blasfemia, una execración, que hombres con armas de fuego y propósitos destructores acamparan en un santuario que atraía peregrinos de todo el mundo? Pero Canudos, a la que esa noche llamó Belo Monte, no debía ser hollada por los impíos. Exaltándose, los urgió a no rendirse a los enemigos de la religión, que querían mandar de nuevo a los esclavos a los cepos, esquilmar a los moradores con impuestos, impedirles que se casaran y se enterraran por la Iglesia, y confundirlos con trampas como el sistema métrico, el mapa estadístico y el censo, cuyo verdadero designio era engañarlos y hacerlos pecar. Todos velaron esa noche, con las armas que tenían al alcance de la mano. Los masones no llegaron. Estaban en Monte Santo, reparando los dos cañones Krupp, descentrados por lo abrupto de la tierra y aguardando un refuerzo. Cuando, dos semanas más tarde, partieron en columnas en dirección a Canudos, por el Valle del Cariacá, toda la ruta que seguirían estaba sembrada de espías, apostados en cuevas de chivos, en la urdimbre de la caatinga o en socavones disimulados con el cadáver de una res cuya calavera se había convertido en atalaya. Velocísimos mensajeros llevaban a Canudos noticia de los avances y tropiezos del enemigo.

Cuando supo que la tropa, después de enormes dificultades para arrastrar los cañones y ametralladoras, había llegado por fin a Mulungú y que, impelidos por la hambruna, se habían visto obligados a sacrificar la última res y dos mulas de arrastre, el Consejero comentó que el Padre no debía estar descontento con Canudos cuando comenzaba a derrotar a los soldados de la República antes de que se hubiera iniciado la pelea.

—¿Sabes cómo se llama lo que ha hecho tu marido? —silabea Galileo Gall, con la voz rota por la contrariedad—. Una traición. No, dos traiciones. A mí, con quien tenía un compromiso. Y a sus hermanos de Canudos. Una traición de clase.

Jurema le sonríe, como si no entendiera o no lo escuchara. Está haciendo hervir algo, inclinada sobre el fogón. Es joven, de rostro terso y bruñido, lleva los cabellos sueltos, viste una túnica sin mangas, va descalza y sus ojos aún están cuajados del sueño del que la ha arrancado la llegada de Gall, hace un momento. Una débil luz de amanecer se insinúa en la cabaña por entre las estacas. Hay un mechero y, en un rincón, una hilera de gallinas durmiendo entre vasijas, trastos, altos de leña, cajones y una imagen de Nuestra Señora de Lapa. Un perrito lanudo merodea a los pies de Jurema y aunque ella lo aparta pateándolo él vuelve a la carga. Sentado en una hamaca, acezando por el esfuerzo que ha sido viajar toda la noche al ritmo del encuerado que lo trajo de vuelta a Queimadas con las armas, Galileo la observa, iracundo. Jurema va hacia él con una escudilla humeante. Se la alcanza.

—Dijo que no iba a ir con los del Ferrocarril de Jacobina —murmura Gall, con la escudilla entre las manos, buscando los ojos de la mujer—. ¿Por qué cambió de opinión?

—No iba a ir, porque no querían darle lo que les pidió —replica Jurema, con suavidad, soplando la escudilla que humea en sus manos—. Cambió porque vinieron a decirle que sí se lo darían. Él fue ayer a la Pensión Nuestra Señora de las Gracias a buscarlo y usted se había ido, sin dejar dicho adónde ni si iba a volver. Rufino no podía perder ese trabajo.

Galileo suspira, abrumado. Opta por beber un trago de su escudilla, se quema el paladar, su cara se tuerce en una mueca. Bebe otro sorbo, soplando. El cansancio y el disgusto han arrugado su frente y hay ojeras alrededor de sus ojos. De tanto en tanto, se muerde el labio inferior. Aceza, suda.

—¿Cuánto va a durar ese maldito viaje? —gruñe por fin, sorbiendo la escudilla.

—Tres o cuatro días —Jurema se ha sentado frente a él, al filo de un viejo baúl con correas—. Dijo que usted lo podía esperar y que, a su regreso, lo llevaría a Canudos.

—Tres o cuatro días —Gall revuelve los ojos, con exasperación—. Tres o cuatro siglos, querrás decir.

Se oye el tintineo de los cencerros, afuera, y el perrito lanudo ladra con fuerza y se lanza contra la puerta, queriendo salir. Galileo se incorpora, va hacia las estacas y ojea el exterior: el carromato está donde lo ha dejado, junto al corral contiguo a la cabaña, en el que hay unos cuantos carneros. Los animales tienen los ojos abiertos pero están ahora quietos y ha cesado el ruido de los cencerros. La vivienda corona un promontorio y cuando hay sol se ve Queimadas; pero en este amanecer gris, de cielo encapotado, no, sólo el desierto ondulante y pedregoso. Galileo vuelve a su asiento. Jurema le llena otra vez la escudilla. El perrito lanudo ladra y escarba la tierra, junto a la puerta.

«Tres o cuatro días», piensa Gall. Tres o cuatro siglos en los que pueden ocurrir mil percances. ¿Buscará otro guía? ¿Partirá solo a Monte Santo y contratará allí un pistero hacia Canudos? Cualquier cosa, salvo quedarse aquí con las armas: la impaciencia volvería la espera insoportable y, además, podía ocurrir, como temía Epaminondas Goncalves, que llegara antes a Queimadas la Expedición del Mayor Brito.

—¿No has sido tú la culpable de que Rufino se fuera con los del Ferrocarril de Jacobina? —murmura Gall. Jurema está apagando el fuego, con un bastón—. Nunca te gustó la idea de que Rufino me llevara a Canudos.

—Nunca me gustó —reconoce ella, con tanta seguridad que Galileo siente, por un momento, que se eclipsa su cólera y ganas de reír. Pero ella está muy seria y lo mira sin pestañear. Su cara es alargada, bajo su piel tirante resaltan los huesos de los pómulos y del mentón. ¿Serán así, salientes, nítidos, locuaces, delatores, los que ocultan sus cabellos?—. Mataron a esos soldados en Uauá —añade Jurema—. Todos dicen que irán más soldados a Canudos. No quiero que lo maten, o que se lo lleven preso. Él no podría estar preso. Necesita moverse todo el tiempo. Su madre le dice: «Tienes el mal de San Vito».

—El mal de San Vito —dice Gall.

—Esos que no pueden estarse quietos —explica Jurema—. Esos que andan bailando.

El perro ladra otra vez con furia. Jurema va hasta la puerta de la cabaña, la abre y lo hace salir, empujándolo con el pie. Se escuchan los ladridos, afuera, y, de nuevo, el tintineo de los cencerros. Galileo, con expresión fúnebre, sigue el desplazamiento de Jurema, que vuelve junto al fogón y remueve las brasas con una rama. Un hilillo de humo se disuelve en espirales.

—Pero, además, Canudos es del Barón y el Barón siempre nos ha ayudado —dice Jurema—. Esta casa, esta tierra, estos carneros los tenemos gracias al Barón. Usted defiende a los yagunzos, quiere ayudarlos. Llevarlo a Canudos es como ayudarlos a ellos. ¿Cree usted que al Barón le gustaría que Rufino ayude a los ladrones de su hacienda?

—Claro que no le gustaría —gruñe Gall, con sorna. El campanilleo de los carneros irrumpe de nuevo, más fuerte, y, sobresaltado, Gall se levanta y va de dos trancos hasta las estacas. Mira afuera: comienzan a perfilarse los árboles en la extensión blancuzca, las matas de cactos, los manchones de rocas. Allí está el carromato, con sus bultos envueltos en una lona de color del desierto, y a su lado, atada a una estaca, la mula.

—¿Usted cree que al Consejero lo ha mandado el Buen Jesús? —dice Jurema—. ¿Cree las cosas que él anuncia? ¿Que el mar será sertón y el sertón mar? ¿Que las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y las barrancas cuzcuz de maíz para que coman los pobres?

No hay ni pizca de burla en sus palabras y tampoco en sus ojos cuando Galileo Gall la mira, tratando de adivinar por su expresión cómo toma ella esas habladurías. No lo averigua: la cara bruñida, alargada, apacible, es, piensa, tan inescrutable como la de un indostano o un chino. O como la del emisario de Canudos con el que se entrevistó en la curtiembre del Itapicurú. También era imposible saber, observando su cara, lo que sentía o pensaba aquel hombre lacónico.

—En los muertos de hambre el instinto suele ser más fuerte que las creencias —murmura, después de apurar hasta el final el líquido de la escudilla, escudriñando las reacciones de Jurema—. Pueden creer disparates, ingenuidades, tonterías. No importa. Importa lo que hacen. Han abolido la propiedad, el matrimonio, las jerarquías sociales, rechazado la autoridad de la Iglesia y del Estado, aniquilado a una tropa. Se han enfrentado a la autoridad, al dinero, al uniforme, a la sotana.

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