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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (46 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—¿Cómo? Has perdido el juicio —le reprochó Caramon, frotándose los ojos antes de dirigirle una mirada fulminante.

—N... no, señor —balbuceó un soldado, que había entrado en el aposento junto a Garic y ahora se erguía tras él, dilatadas las pupilas por el sobrecogimiento que le provocaba hallarse en presencia del máximo mandatario de las tropas y sin que, al parecer, la desnudez y el atontamiento de éste menoscabasen su admiración—. Han comenzado a reunirse en el patio, señor. Los enanos, los bárbaros de las Llanuras y algunos otros...

—No los caballeros —se apresuró a intervenir el centinela.

—Lo he comprendido —atajó el general al soldado cuando éste se disponía a continuar—. Ordenadles que se dispersen, ¡maldita sea! —exclamó con un gesto de la mano—. ¡En nombre de los dioses, tres cuartas partes de mis hombres estaban borrachos como cubas la noche pasada!

—Esta mañana han recobrado la sobriedad, señor —explicó Garic—. Creo que deberías ir; es tu hermano quien los conduce.

—¿Qué significa esto? —inquirió Caramon.

El aire que expulsó al hablar formó una nubécula blanca en el gélido aire. Era aquélla la mañana más fría del otoño, un delgado manto de escarcha cubría las piedras de Pax Tharkas y, al hacerlo, desdibujaba compasivo las purpúreas manchas de sangre que salpicaban su superficie. Abrigado en una gruesa capa de lana, vestido tan sólo con unos calzones de cuero y calzado con las botas que se había embutido a toda prisa, el general oteó el recinto. Se hallaba atestado de enanos y hombres, todos ellos distribuidos en ordenadas formaciones, quietos, sombrío su talante, atentos a la orden de marchar.

El guerrero clavó su mirada en Reghar Fireforge para desviarla después hacia Darknight, cabecilla de los bárbaros.

—Ayer convinimos en que era preferible aguardar —les recordó a ambos. Impregnada su voz de una cólera mal disimulada, se plantó frente al adalid de los Enanos de las Colinas—. Los carros de provisiones no llegarán hasta dentro de dos días y, según tu mismo me informaste, no nos quedan víveres suficientes para el viaje, así que tendremos que esperar refuerzos. No encontraréis ni siquiera conejos en los llanos de Dergoth.

—No nos importa racionar el alimento si es necesario —repuso Reghar, poniendo especial énfasis en el «nos» para dejar constancia de su intención. De todos era conocido el desmesurado apetito de Caramon.

Tal comentario no contribuyó precisamente a mejorar el humor del general, quien, sonrojado, bramó:

—¿Y qué me dices de las armas, necio barbudo? Además, aunque vosotros resistáis sin comer, los caballos han de refrescarse de vez en cuando. Carecemos de forraje, de agua fresca, y no podremos proporcionarles cobijo. ¿Crees que aguantarán?

—No es tan larga la travesía de los llanos como para preocuparse de esos detalles —contestó inconmovible el hombrecillo, destelleantes sus ojos—. Los Enanos de las Montañas, Reorx maldiga sus almas de roca, se han desperdigado. Hemos de atacarlos antes de que reagrupen sus fuerzas.

—Todo eso se especificó ya en el cónclave —repitió el guerrero, exasperado—. Nadie ignora que sólo nos hemos enfrentado a una parte de sus huestes, ni que en estos momentos Duncan debe de haber destacado un ejército al pie de la montaña, presto a abalanzarse sobre nosotros.

—Quizá sí, quizá no —replicó Reghar, huraño, puesta la vista en el sur y con los brazos cruzados sobre el pecho—. En cualquier caso, hemos cambiado de opinión. Nos iremos de aquí hoy mismo, contigo o sin ti.

El hombretón consultó en silencio a Darknight, que no había despegado los labios durante el intercambio. El bárbaro se limitó a asentir levemente con la cabeza. Sus hombres, alineados a su espalda, se mostraban graves y callados, aunque Caramon descubrió algunos rostros macilentos y dedujo que no todos se habían recuperado de la celebración de la víspera.

Por último, el atónito guerrero buscó con los ojos a una figura que, enlutada, se hallaba sobre la grupa de un equino, de crin azabache. Aunque la capucha nada dejaba traslucir de su expresión, el fornido luchador había sentido su mirada entre penetrante y divertida desde que atravesara la puerta interior de la gigantesca fortaleza.

Abandonando al enano a sus auspicios, el hombretón se dirigió de manera abrupta hacia Raistlin. No le sorprendió distinguir junto a él a Crysania, montada también a caballo y envuelta en su capa de viaje. Al aproximarse se apercibió de que el repulgo de sus ropajes presentaba vestigios de sangre y que su semblante, apenas visible detrás del pañuelo que se había anudado en torno a la barbilla y el cuello, estaba pálido pero sereno. Se preguntó qué había estado haciendo durante la larga noche, mas decidió concentrarse, de momento, en su gemelo.

—Todo esto es obra tuya —le acusó sin alzar la voz, al mismo tiempo que extendía la mano sobre la cerviz del animal del nigromante.

Raistlin sonrió y se inclinó por encima del pomo de la silla para dialogar con su hermano. Ahora el guerrero pudo vislumbrar su rostro, tan frío y blanco como la escarcha que alfombraba el suelo bajo sus pies.

—¿Qué te propones? —lo interrogó el general en tono confidencial—. ¿Cuál es el propósito de este alzamiento? No podemos avanzar, y menos para entablar una batalla, sin abastos.

—Has hecho tus cálculos muy a la ligera —reprendió el hechicero a su hermano antes de agregar, encogidos los hombros—: Los carromatos nos darán alcance y, en cuanto a los pertrechos, los hombres se han apoderado de los sobrantes del conflicto además de contar con los suyos. Reghar tiene razón, hay que abatirse sobre el enemigo antes de que se reorganice.

—¿Por qué no lo discutiste conmigo? —se encolerizó Caramon, cerrando el puño—. ¡Soy yo quien está al mando de las tropas!

Raistlin rehuyó su escrutinio. Irguió de nuevo la espalda, ladeada la faz, y el hombretón se percató de que su cuerpo temblaba bajo la negra túnica.

—No había tiempo —se disculpó frente a su encolerizado gemelo—. Anoche soñé que Takhisis, mi reina... Sea como fuere —se interrumpió—, reviste una capital importancia que arribe a Zhaman cuanto antes.

El general estudió al archimago en un súbito arranque de clarividencia.

—¡Esas criaturas nada significan para ti! —le recriminó, mientras señalaba a los hombres y enanos que, en posición de firmes, esperaban órdenes—. Lo único que te interesa es ganar acceso a tu precioso Portal.

Enmudeció unos segundos, en los que contempló a Crysania. La sacerdotisa lo miró con perfecta calma, si bien sus ojos grises se habían oscurecido tras una interminable noche de vigilia consagrada a ayudar a los heridos y moribundos.

—¿Vas a respaldarle? —la imprecó Caramon.

—He vivido la experiencia de la sangre —respondió ella sin perder la compostura—. Hay que terminar para siempre con tantos errores; he sido testigo del daño que la humanidad puede infligirse a sí misma.

—¡Lo dudo! Me temo que aún no has visto nada —murmuró el guerrero entre dientes, espiando al nigromante.

Estirando sus huesudas manos, Raistlin desprendió el embozo de su cabeza con el fin de exhibir sus pupilas. El musculoso luchador retrocedió al columbrar su propia efigie, recortada en aquellos delatores espejos que le devolvían la imagen de un hombre de tez cenicienta, desaseado, con el cabello sin peinar y encrespado por la inclemente brisa. Se cruzaron entonces sus voluntades y el archimago, tan intensas las chispas de sus iris como la serpiente que hipnotiza a su presa, le arengó a través de la telepatía.

—Me conoces bien, hermano. La sangre que fluye por tus venas habla en ocasiones con más elocuencia que tus manifestaciones verbales. Has acertado, esta guerra no me incumbe en lo más mínimo. He luchado con un único objetivo, traspasar el Portal, y necesito que tus huestes me franqueen el paso. Una vez cumplidas mis ambiciones, ¿qué más me da que ganen o pierdan?

»Te he dejado jugar a soldaditos, Caramon, porque gozabas invistiéndote como general. Y, he de reconocerlo, tu habilidad me ha causado un gran asombro. Has servido mi propósito, mas todavía no ha concluido tu misión. Guía al ejército hasta Zhaman y, cuando Crysania y yo estemos a salvo entre sus paredes, te devolveré a tu hogar. No olvides, hermano, que en la batalla de Dergoth nuestras fuerzas serán derrotadas como lo fueron las de Fistandantilus. ¡No puedes cambiar la Historia!

—¡No te creo! —se revolvió el guerrero con la boca pastosa y las facciones desencajadas—. Tú nunca te precipitarías así la muerte, hay algo que sabes y que yo ignoro. Algo que...

Se interrumpió, medio asfixiado. El hechicero se había aproximado a él, se diría que arrancaba las palabras de su garganta.

—Mis acciones sólo me atañen a mí —continuó—. La información que pueda poseer es asunto mío, así que no te devanes los sesos en inútiles especulaciones.

—¡Les revelaré la verdad!

El hombretón estaba enloquecido, una vez más le cegaban la desesperación y el odio que le inspiraba la malignidad de su gemelo.

—¿Qué vas a contarles que has visualizado el futuro y están condenados? —apuntó irónico el mago, que no pudo contener una sonrisa ante la angustia del general—. No, hermano, de nada te serviría. Y, ahora, si quieres regresar a casa, te sugiero que subas a tu aposento, te pongas la armadura y conduzcas a tus seguidores.

Levantó de nuevo las manos y cubrió su semblante con la capucha. Caramon contuvo el resuello, como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua glacial, y contempló a la enigmática figura sin atinar a moverse, paralizado por una rabia invencible que dominaba todo su ser.

La única imagen que logró invocar en su cerebro fue la de Raistlin riendo a pleno pulmón junto al árbol del que él estaba suspendido, o acariciando al conejo. Aquella camaradería había sido real, estaba dispuesto a jurarlo, y sin embargo también lo era lo que ahora sucedía. Real, espantoso y punzante cual el filo de un cuchillo expuesto a los luminosos haces solares.

Despacio, aquel puñal fraguado por su fantasía comenzó a adentrarse en el confuso torbellino que invadía la mente del guerrero y, de un sesgo certero, cercenó otro de los nexos que le vinculaban a tan perversa criatura.

El arma actuaba lentamente, eran muchas las ligaduras que tenía que cortar. Había asestado su primer golpe en la ensangrentada arena de Istar y, tras varias acometidas en otras etapas de su periplo, volvía a dar en su diana en aquel patio escarchado de Pax Tharkas.

—Según parece no me queda más alternativa que obedecer —cedió, nublados sus ojos por las lágrimas de la cólera y una honda consternación.

—En efecto —confirmó el hechicero, a la vez que asía las riendas para hacerse a un lado—. Debo atender algunas cuestiones. Por supuesto Crysania cabalgará a tu lado en la avanzadilla. Yo me rezagaré. No os inquietéis si no os acompaño durante todo el trayecto.

«He sido despachado», reflexionó Caramon. Mientras observaba los movimientos de su gemelo, cesó de acosarle la ira; tan sólo era consciente de un dolor sordo, insoportable, que le corroía sin lacerarle. En más de una ocasión había oído decir que tal era la fantasmal sensación que uno recibía al serle amputado un miembro.

Girando sobre sus talones, ajeno a la losa de silencio que había caído en el patio, el general se encerró en su alcoba y procedió a ajustarse la armadura.

Cuando Caramon volvió, engalanado con sus habituales guarniciones doradas y ondeando la capa al viento, los enanos, los bárbaros y sus hombres alzaron sus voces en un resonante clamor.

No admiraban de manera incondicional a aquel fortachón pero todos le concedían una inteligencia superior para la estrategia, que había culminado en la victoria de la víspera. Al general le sonreía la fortuna, quizá contaba con la bendición de algún dios. ¿No era acaso su buena suerte lo que había impedido a los enanos cerrar las puertas?

Muchos se habían sentido incómodos al rumorearse que emprenderían viaje sin él. Fueron innumerables las miradas reprobatorias que convergieron en la persona del mago de Túnica Negra, pero ¿quién se atrevía a expresar su disconformidad?

Al guerrero aquellas ovaciones se le antojaron en extremo reconfortantes y, al principio, fue incapaz de proferir una sola palabra. Necesitó unos minutos para recuperar el habla y, una vez lo hubo conseguido, impartió sin entusiasmo las instrucciones pertinentes.

Lo primero que hizo fue indicar a uno de los caballeros que se acercase.

—Michael, te quedarás aquí y asumirás el mando en mi ausencia —le encargó mientras se enfundaba los guantes.

El aludido se ruborizó complacido frente al inesperado honor que se le otorgaba, si bien no pudo por menos que mirar el espacio vacío que había dejado en su fila.

—Señor, ostento una baja graduación —intentó protestar—. Estoy seguro de que habrá alguien más capacitado...

Caramon lo atajó mediante un gesto de la mano y, con una amabilidad que no logró disfrazar su tristeza, lo aleccionó:

—Permite que sea yo quien juzgue tus virtudes, Michael. Ya he tenido una prueba fehaciente de ellas, ¿recuerdas? Habrías aceptado gustoso la muerte con tal de no defraudar a mi hermano, y hallaste en tu ánimo la suficiente compasión para desobedecerle. ¿Qué más necesito? No será fácil la tarea que te encomiendo, limítate a cumplirla lo mejor que puedas —añadió sin más preámbulos—. Las mujeres y los niños, como es natural, permanecerán en la fortaleza, y te enviaré a los posibles heridos que requieran tratamiento. Cuando lleguen los carros de abastecimiento, ocúpate de hacernos llegar los enseres, aunque quizá sea ya demasiado tarde. —Hizo una pausa y concluyó—: Resistirás bien el invierno si es preciso. No te preocupes por nosotros.

Al ver que los caballeros más próximos intercambiaban unas miradas que destilaban asombro y curiosidad, el general optó por morderse la lengua. No deseaba que su conocimiento de los sucesos aún por venir trasluciera en su discurso, así que fingió una alegría que estaba lejos de sentir y, tras dar unas palmadas en el hombro de Michael, montó sobre su caballo en medio de los vítores de los presentes. Incluso pronunció algunas frases intrascendentes pero plenas de la valentía propia del soldado, para disimular mejor.

El vocerío aumentó en el momento en que el portaestandarte izó su enseña y la estrella de nueve puntas refulgió bajo el sol. Los caballeros formaron detrás de Caramon y Crysania se colocó entre dos de ellos, que, apartándose con su habitual galantería, le hicieron sitio. Aunque los miembros de esta Orden no apreciaban a la «bruja» más que los otros integrantes del ejército, era una mujer y su Código les exigía salvaguardar su vida a cualquier precio.

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