La guerra de las salamandras (8 page)

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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de las salamandras
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—¿Y quién te encontraría aquí? —siguió preguntando Mr. Abe.

Queridita reflexionó un momento.

—Nadie. Si hubiese aquí gente ya no sería yo Robinsona —dijo Li con una lógica sorprendente—. Por eso sería tan formidable, Abe. Yo estaría aquí siempre sola. Imagínate, Lily Valley en el principal y único papel.

—¿Y qué harías durante toda la película?

Li se apoyó en un codo.

—Eso ya lo he pensado. Me bañaría y cantaría subida en las rocas.

—¿En pijama?

—Sin —dijo Queridita—. ¿No crees que tendría un éxito extraordinario?

—¡No querrás decir que irías desnuda en toda la película! —gruñó Abe con un vivo sentimiento de desaprobación.

—¿Por qué no? —se extrañó inocentemente Queridita—. ¿Qué tendría que ver?

Mr. Abe dijo algo incomprensible.

—Y después —siguió imaginando Li—… espera, ya está. Después me raptaría un gorila, ¿sabes? Un gorila terriblemente peludo, un gorila bien negro.

Mr. Abe se sonrojó, tratando de ocultar sus desgraciadas piernas, todavía más, entre la arena.

—Pero si aquí no hay gorilas —exclamó poco convencido.

—Hay. Aquí hay toda clase de animales imaginables. Debes ver las cosas desde el punto de vista artístico, Abe. A mi tez le sentaría un gorila oscuro magníficamente. ¿Te has fijado qué piernas tan peludas tiene Judy?

—No —respondió Abe, a quien no le agradaba el tema.

—Unas piernas terribles —continuó Queridita, mirándose sus pantorrillas—. Y cuando el gorila me llevara en sus brazos, saldría de la selva un joven y hermoso salvaje y me salvaría.

—¿Cómo iría vestido?

—Llevaría un arco —decidió sin vacilar Queridita— y una corona de flores silvestres en la cabeza. Y ese salvaje me llevaría prisionera a una tribu de caníbales.

—Aquí no existen caníbales —dijo Abe, tratando de defender la islita de Tahuara.

—¡Sí que los hay! Y esos caníbales me querrían sacrificar a sus dioses, y cantarían para celebrarlo canciones hawaianas, ¿sabes?, como ésas que cantan los negros en el Café Paraíso. Pero el caníbal joven se enamoraría de mí —suspiró Queridita, abriendo los ojos de par en par con entusiasmo— y todavía se enamoraría de mí otro salvaje, quizás el jefe de la tribu… y después, un blanco…

—¿Y de dónde saldría el blanco? —preguntó, para estar seguro, el señor Abe.

—Estaría también prisionero de la tribu. Podría ser algún famoso tenor que cayó en manos de los salvajes. Es para que pueda cantar en la película, ¿sabes?

—¿Y cómo iría vestido?

Queridita examinó el dedo pulgar de su pie.

—Iría vestido… sin nada, como van los caníbales.

Mr. Abe movió con desaprobación la cabeza.

—Queridita, eso es imposible. ¡Si todos los tenores famosos son terriblemente gordos!

—¡Qué lástima! —exclamó Queridita—. Entonces Fred podría interpretar el papel del blanco, y el tenor cantaría. ¿Sabes cómo se hace la sincronización en las películas?

—¡Pero si a Fred se lo había tragado un tiburón!

Queridita se enfadó.

—No seas tan terriblemente realista, Abe. Contigo es
imposible
hablar de arte. Y ese jefe de la tribu enlazaría mi cuerpo con un cordón de perlas…

—¿De dónde las iba a sacar?

—Aquí hay una
barbaridad
de perlas —aseguró Li—. Y Fred, lleno de celos, boxearía con ellos en las rocas, sobre el oleaje furioso del mar. Fred estaría formidable en silueta, teniendo como fondo el cielo, ¿no te parece? ¿Verdad que es una idea formidable? Durante la lucha, los dos caerían al mar —Queridita resplandeció—, y aquí podríamos poner ese detalle del tiburón. ¡Qué rabia le daría a Judy si Fred trabajara conmigo en una película! Y yo me casaría con aquel hermoso salvaje. —Cabellos de oro Li se puso en pie de un salto—. Estaríamos aquí, en esta orilla… contra la puesta del sol, completamente desnudos… Y la película acabaría lentamente… —Li se quitó el albornoz—. ¡Voy a bañarme!

—No te has puesto el bañador —advirtió Abe angustiado, volviéndose hacia donde estaba el yate para ver si alguien miraba. Pero su queridita Li ya bailaba por la arena en dirección a la laguna.

«En realidad, vestida está mejor», resonó en el joven una voz brutalmente fría y criticona. Abe quedó sorprendido de su tibieza de enamorado, sintiéndose casi culpable, pero…
well
, cuando Li llevaba traje y sandalias, estaba mucho más bonita.

«Quizás quieres decir más decente», trató de defenderse Abe contra aquella voz fría.

«Well
, eso también. Y mucho más atractiva: ¿Por qué caminará de una forma tan rara? ¿Y por qué le tiembla la carne de los muslos al andar? ¿Por qué esto, y por qué lo otro…?»

«¡Para ya!», gritó Abe horrorizado. «Li es la muchacha más bonita que existe en el mundo. Yo la quiero terriblemente.»

«¿Hasta cuando estará desnuda?», dijo sin piedad la voz fría y criticona.

Abe apartó sus ojos de Li dirigiéndolos hacia el yate que se mecía en la laguna. «¡Qué hermosura! ¡Qué belleza de líneas!» Lástima que Fred no estuviera allí. Con él podría hablar sobre la belleza de su yate…

Mientras tanto, Queridita ya estaba metida en el agua hasta las rodillas. Alzó sus brazos hacia el sol poniente y cantó.

«¡Caramba! ¡que se bañe ya de una vez!», pensó Abe, molesto. «¡Pero qué bonita estaba antes, acostada en la arena, hecha un ovillito y envuelta en el albornoz de felpa! ¡Su Queridita Lü!». Y Abe, lleno de emoción, suspiró y besó la manga de su albornoz. Sí, la quería terriblemente, tanto que sentía un dolor en su corazón.

De pronto se oyó un grito penetrante que llegaba del lago.

Abe se puso de rodillas para ver mejor. Su Queridita Li gritaba, agitaba los brazos y corría presurosa hacia la orilla saltando y salpicando a su alrededor… Abe se levantó y corrió hacia ella.

—¿Qué te pasa, Li?

«¡Mira qué manera tan rara de correr tiene!», le advertía la voz fría y criticona… «¡Levanta tan exageradamente las piernas! Y, además, ¿para qué agita tanto las manos a su alrededor? En resumen, el correr no le favorece mucho, que digamos… Y además, ¡hay que ver cómo cacarea, eso es, cacarea!»

—¿Qué te pasa, Li? —gritó Abe corriendo en su ayuda.

—¡Abe, Abe! —exclamó Li castañeteándole los dientes y, ¡zas!, se colgó de su cuello mojada y fría—. Abe, en el agua había un animal raro.

—No es nada —la consoló Abe—, seguramente algún pez.

—¡Si tenía una cabezota terrible! —gimió Queridita apretando su naricilla mojada contra el pecho de Abe.

Abe le hubiera querido dar unos golpecitos en la espalda para tranquilizarla, pero en un cuerpo mojado eso produce demasiado ruido.

—¡Ea, ea! —gruñó—. Mira, ya no hay nada.

Li miró desconfiada hacia la laguna.

—Ha sido algo tan terrible… —suspiró. Y, de pronto, empezó a gritar de nuevo—. ¡Allí… allí! ¿Lo ves?

Hacia la orilla se aproximaba lentamente una cabezota negra, cuyas fauces se abrían y cerraban. Queridita gritó histéricamente y empezó a correr como una desesperada playa adentro.

Abe estaba indeciso. ¿Debía seguir a Li para protegerla, o quedarse quieto, para demostrarle que no le tenía miedo a aquel bicho? Decidió, desde luego, lo segundo. Se acercó hacia la orilla hasta que el agua le mojó los tobillos, y con los puños cerrados miró al animal a los ojos. La cabeza negra se paró, se balanceó en forma rara y dijo:
Chiss, chiss, chiss…

Abe sintió cierta angustia, pero la disimuló lo mejor que pudo.

—¿Qué hay? —dijo secamente dirigiéndose a la cabezota.


Cbiss, chiss, chiss
—respondió el animal.

—¡Abe, Abe, Abe…! —gritó Queridita Li.

—¡Voy en seguida! —contestó Abe, y lentamente (para que no dijeran…), se acercó a la muchacha. Todavía se paró una vez más y miró hacia el mar.

En la orilla, donde el mar dibujaba en la arena su eterno y efímero encaje, estaba de pie sobre sus patas traseras una especie de animal oscuro con una cabezota redonda, que se retorcía como avergonzado. Abe quedó paralizado. Su corazón latía fuertemente.


Chiss… chiss… chiss…
—hizo el animal.

—¡Abe! —gimoteó Queridita medio desmayada.

Abe retrocedía paso a paso, sin apartar sus ojos del animal. Éste no se movía, volviendo solamente hacia él su inmensa cabeza.

Finalmente, Abe llegó junto a su queridita que, tirada de cara al suelo, lloraba horrorizada.

—Es una especie de foca —exclamó Abe, algo inseguro—. Debemos volver al yate, Li.

Pero Li no hacía más que temblar.

—No es peligroso —afirmó Abe. Le hubiera gustado arrodillarse junto a Li, pero debía permanecer, como un valiente, entre ella y el extraño animal. «Si al menos estuviese vestido», pensaba, «o tuviera una navajita o algún bastón…»

Comenzaba a anochecer. El animal se acercó unos treinta pasos más y luego se quedó parado. Y tras él aparecieron en el agua otros siete u ocho animales iguales, que, inseguros y tambaleándose, fueron aproximándose al lugar en que Abe protegía a su Queridita Li.

—¡No mires, Li! —gritó Abe. Pero era innecesario, porque Li no se hubiera atrevido a mirar por nada del mundo.

Del mar surgieron nuevas sombras que se acercaron en semicírculo.

«Serán ya sesenta, por lo menos», contó Abe mentalmente.

«Aquello claro de allá es el albornoz de mi Queridita Li». Sí, el albornoz sobre el que dormía hacía un momento. Mientras tanto, los animales se acercaban hacia «aquello claro de allá», que estaba extendido en la arena.

Entonces Abe hizo algo natural y sin sentido, como aquel caballero de Schiller que entró en la jaula del león a recoger el guante de su dama. ¡Qué se puede hacer! ¡Hay tantas cosas naturales y sin sentido que los hombres harán mientras el mundo sea mundo! Sin pensarlo, con la cabeza erguida y los puños apretados, Abe Loeb se metió entre los animales para recuperar el albornoz de su Queridita Li.

Los animales retrocedieron un poco, pero no escaparon. Abe recogió el albornoz, se lo echó sobre el hombro, como un torero, y se quedó parado.

—Abe… —gemía una voz tras él.

Abe se sintió animado por una fuerza poderosa y un gran valor.

—Bueno, ¿qué hay? —les dijo a aquellos animales, y se les acercó un poco más—. ¿Qué diablos queréis?


Chiss, chiss, chiss…
—hizo uno de los animales. Y después, con una especie de sonito gutural y desvencijado, se oyó—:
¡Naif!


Naif
—resonó de nuevo un poco más lejos—.
¡Naif, naif!

—A-be…

—No tengas miedo, Li, parece que piden
knives
, cuchillos…


Li, Li, Li
—ladraron los bichos—.
A-be, A-be…

Abe creía estar soñando.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieren?


¡Naif!

—A-be… —gimió Queridita—, ¡por favor, ven aquí!

—En seguida. ¿Queréis decir
knife
, cuchillo? Yo no tengo aquí ningún cuchillo, no voy a haceros daño. ¿Qué más queréis?


Chiss, chiss…
—parecía que masticaban ruidosamente. Balanceándose, se acercaban a Abe.

Abe se enrolló el albornoz alrededor del brazo, pero no retrocedió ni un paso.


Chiss, chiss
—repetían los extraños animales.

—¿Qué quieres? —preguntó Abe a un animal que se le acercaba. Parecía que le ofrecía su pata delantera, pero a Abe no le hacía demasiada gracia.

—¿Qué quieres? —dijo con cierta aspereza.


Naif
—ladró el animal, y soltó de su pata algo blanco, como una gota de agua. Pero no era ninguna gota, porque rodó por la arena.

—Abe —sollozaba Li—, ¡no me dejes aquí!

Mr. Abe había perdido completamente el miedo.

—¡Quítate de mi camino! —dijo, y agitó el albornoz delante del animal. Los animales, sorprendidos, retrocedieron rápidamente con torpeza. Ahora ya podía Abe alejarse con honor, pero todavía se dijo: «¡Que vea Li lo valiente que soy!», y se agachó a recoger aquello blanco que el animal había dejado caer en su pata. Eran tres bolitas finas y muy brillantes. Mr. Abe las acercó a sus ojos, porque ya oscurecía.

—A-be —gemía la abandonada Li.

—Ya voy —respondió Mr. Abe—. Li, tengo un regalito para ti; Li, te traigo una cosa.

Haciendo girar el albornoz sobre su cabeza, Mr. Abe Loeb caminaba por la playa como un joven dios.

Li estaba en cuclillas, hecha un ovillo, y temblando.

—Abe… —sollozó— ¿cómo puedes…, cómo puedes…?

Abe se inclinó solemnemente ante ella.

—Lily Valley, los dioses marinos, o sea los tritones, vinieron a rendirte homenaje. He de comunicarte que, desde los tiempos en que Venus surgió de la espuma, ninguna artista había despertado tanta admiración como tú. Como prueba de ello, te envían los tritones… —Abe extendió su mano— estas tres perlas.

—No digas tonterías, Abe —refunfuñó Queridita Li.

—Hablo en serio, Li. Mira y verás que son verdaderas.

—¿A ver? —lloriqueó Li, y con sus trémulos dedos tocó las tres bolitas blancas—. Abe —suspiró—, ¡si son perlas! ¿Las has encontrado en la arena?

—Pero Li, queridita, las perlas no se crían en la arena.

—Sí que se crían —afirmó Queridita—. ¿Lo ves? Ya te decía yo que aquí había montones de perlas.

—Las perlas se crían en una especie de moluscos con una concha dura, que viven bajo el agua —dijo Abe casi con seguridad—. Te lo juro, Li, las perlas te las han traído esos tritones. Vieron cómo te bañabas y quisieron dártelas personalmente, pero como les tenías tanto miedo…

—¡Si son feísimos…! —suspiró Li—. Abe, son unas perlas magníficas. ¡A mí me gustan las perlas con locura!

«Ahora está muy bonita, hay que reconocerlo», dijo la voz fría y criticona. «Arrodillada ahí en el suelo, con las perlas en la mano… En fin, formidable, no se puede decir otra cosa.»

—Abe, ¿y me las han traído, de verdad, esos… animales?

—No son animales, Queridita, sino dioses marinos. Se llaman tritones.

Queridita no se sorprendió ni poco ni mucho.

—¡Qué simpáticos son!, ¿verdad? Son terriblemente agradables. ¿Qué te parece, Abe? ¿Crees que debo darles las gracias?

—¿Ya no les tienes miedo?

Queridita tembló.

—¡Sí que les tengo, Abe! Por favor, ¡vamonos pronto de aquí!

—Mira, es preciso que lleguemos al yate —dijo Abe—. Ven y no temas.

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