Lamentablemente, las instalaciones médicas alemanas dejan bastante que desear y me temo que no están a la altura de las circunstancias. —El comandante alemán arqueó una ceja—. Ya conoce a
Herr
Blucher, ¿no? Creo que en su momento le tomó erróneamente por un miembro de nuestra estimada policía estatal, la Gestapo, ¿no es cierto? Pero le aseguro que no lo es.
Von Reiter hizo otra pausa.
—Y lleva un pequeño regalo de un amigo suyo, señor Hart —añadió—. El teniente coronel de aviación Pryce envió estos objetos a través de valija diplomática. Creo que los obtuvo en el hospital de Ginebra donde ahora reside. Teniente Fenelli, ¿quiere echarme una mano?
—¡Phillip! —exclamó Hugh Renaday—. ¿Cómo averiguó…?
Von Reiter se encogió de hombros.
—No somos bestias, teniente. Al menos no todos. Haga el favor, teniente Fenelli…
Fenelli dio un paso adelante y
Herr
Blucher le entregó un paquetito envuelto en papel marrón y atado con un cordel. El médico de Cleveland lo abrió rápidamente y exclamó con sincera gratitud:
—¡Santo cielo! ¡Gracias a Dios, gracias a Dios!
Se volvió y los otros vieron que el paquete contenía sulfamidas, desinfectante, gasas estériles, varias jeringuillas, media docena de preciosos viales de penicilina y una cantidad similar de morfina.
—¡Primero la penicilina! —dijo Fenelli. Sin más dilación, llenó una jeringuilla—. Tanta como sea posible, lo más rápido posible. —Arremangó la manga de Tommy y desinfectó un punto cerca de su hombro. Le clavó la aguja, murmurando—: Lucha, Tommy Hart. Ahora tienes una oportunidad de vivir.
Tommy inclinó la cabeza hacia atrás. Durante unos breves momentos, se permitió creer que quizá lograría sobrevivir.
Fenelli siguió hablando, como consigo mismo, pero en realidad se dirigía a todos los que se hallaban presentes.
—Ahora morfina para el viaje. Aliviará el dolor. Suena bien, ¿no, Hart?
Von Reiter alzó de nuevo la mano.
—Teniente, le ruego que se detenga un momento antes de que le administre la morfina —le dijo.
Fenelli se detuvo cuando estaba llenando la jeringuilla.
Von Reiter miró a Fritz Número Uno, que había entrado en el despacho portando una tosca caja.
El comandante alemán sonrió una vez más. Pero era una sonrisa fría, que revelaba los muchos años dedicados al duro servicio de la guerra.
—Tengo dos regalos para usted, señor Hart —dijo con tono quedo—. Para que recuerde estos días.
Se llevó la mano al bolsillo de la guerrera y sacó un pañuelo. Era el pañuelo de seda manchado de sangre con el que Tommy se había vendado la mano momentos después de su pelea con Visser.
—Creo que esto es suyo, señor Hart. Sin duda un importante regalo de una amiga en Estados Unidos, que sospecho que debe de tener un valor sentimental…
El alemán extendió el reluciente pañuelo blanco sobre la mesa frente a él. Las manchas de sangre se habían secado y presentaban unos tonos rojos amarronados.
—Se lo devuelvo, teniente. Pero observo la extraña coincidencia de que las iniciales de su amiga son idénticas a las de mi antiguo ayudante, el
Hauptmann
Heinrich Albert Visser, que murió valerosamente al servicio de su patria.
Tommy contempló las HAV bordadas con unas floridas letras en una esquina del pañuelo. Miró a Von Reiter, que meneó la cabeza.
—La guerra, por supuesto, consiste en una serie de desconcertantes coincidencias.
Von Reiter suspiró y tomó el pequeño pañuelo de seda, lo dobló con cuidado tres veces y lo entregó a Tommy Hart.
—Tengo otro regalo para usted, señor Hart. Después de que usted lo vea, el señor Fenelli puede administrarle la morfina.
Von Reiter hizo un gesto a Fritz Número Uno, que avanzó y depositó la caja que sostenía a la altura de la cintura a los pies de Tommy Hart.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el coronel MacNamara—. ¡Parecen sombreros!
Von Reiter dejó que su siniestra sonrisa se asomara en las comisuras antes de responder.
—Tiene usted razón, coronel. Son sombreros. Algunos son unos gorros de lana, otros unos sombreros de piel y otros unos simples tocados de tejido. Presentan distintas formas, tamaños y estilos. Pero tienen un detalle en común. Al igual que el pañuelo que he devuelto, están manchados de sangre, por lo que habrá que limpiarlos antes de que puedan volver a ser utilizados.
—¿Unos sombreros? —inquirió el oficial superior americano—. ¿Qué tiene que ver Hart con esos sombreros? Y encima manchados de sangre.
—Son sombreros rusos, coronel.
—Bueno —continuó MacNamara—, no comprendo…
Von Reiter le interrumpió fríamente.
—Ochenta y cuatro sombreros, coronel. Ochenta y cuatro sombreros rusos.
El comandante se volvió hacia Tommy Hart.
—Dieciséis hombres se enfrentaron al pelotón de ejecución con la cabeza descubierta.
Entonces Von Reiter se encogió de hombros.
—Esto me sorprendió mucho —agregó—. Supuse que por el asesinato a sangre fría de un oficial alemán que había obtenido numerosas condecoraciones, la Gestapo fusilaría a todo el campo de trabajo. A todos los rusos. Pero comprobé asombrado que sólo eligieron a cien hombres como represalia.
Von Reiter rodeó su escritorio y se sentó de nuevo en la silla. Dejó que el silencio se difundiera unos instantes por la habitación antes de asentir con la cabeza y hacer un gesto a Fenelli, que sostenía la jeringuilla de morfina preparada.
—Vaya con
Herr
Blucher, señor Hart. Váyase de aquí y llévese todos sus secretos consigo. El coche de
Herr
Blucher lo transportará a la estación. El tren le transportará a Suiza, donde le esperan su amigo el teniente coronel Pryce, un hospital y unos doctores. No piense en ese centenar de hombres. Ni durante un segundo. Bórrelos de su memoria. Luche por sobrevivir. Regrese a su casa en Vermont. Conviértase en un anciano rico y dichoso, teniente Hart. Y cuando sus nietos se le acerquen un día y le pregunten sobre la guerra, dígales que la pasó tranquilamente, leyendo libros de derecho, en un campo de prisioneros alemán llamado Stalag Luft 13.
Tommy no tenía palabras con que responder. Era vagamente consciente del pinchazo de la aguja.
Pero la dulce y sedante sensación de la morfina al penetrar en su organismo fue como beber un trago del agua más pura y cristalina de un arroyo en casa.
Lydia Hart estaba en el cuarto de baño, dándose los últimos toques a su peinado, cuando dijo:
—¡Tommy! ¿Quieres que te ayude a hacerte el lazo de la corbata? —Se detuvo, esperando una respuesta, que llegó como una negativa pronunciada a través de un sonido gutural, que era lo que ella había supuesto y le hizo sonreír mientras se cepillaba la cascada plateada que aún lucía sobre los hombros. Luego añadió—: ¿Cómo vamos de tiempo?
—Disponemos de todo el tiempo del mundo —repuso Tommy con lentitud.
Estaba sentado junto al ventanal de la
suite
de su hotel, desde donde podía ver la imagen reflejada de su esposa en el espejo y, cuando se volvía y miraba a través del cristal de la ventana, el lago Michigan. Era una mañana estival y el destello veteado del sol se reflejaba en la superficie del agua, de un azul intenso. Tommy había pasado el último cuarto de hora observando atentamente los veleros que realizaban ágiles piruetas a través del ligero oleaje, trazando unos dibujos aleatorios sobre el agua. La gracia y velocidad de los lustrosos veleros, describiendo círculos debajo de la blanca vela agitada por el viento, resultaba fascinante. Se preguntó por qué había preferido siempre los botes de pesca a los escandalosos motores, y dedujo que se debía a su inclinación por ciertos destinos, pero luego comprendió que le habría representado un trabajo excesivo manipular a la vez el timón y la escota mayor de un velero navegando a toda velocidad impulsado por el viento.
Bajó la vista y miró su mano izquierda. Le faltaba el dedo índice y la mitad del meñique. El tejido de la palma presentaba cicatrices de color púrpura. Pero daba la impresión de ser más inservible de lo que en realidad era. Su esposa llevaba más de cincuenta años preguntándole si quería que le ayudara con la corbata, y durante ese tiempo él le había respondido invariablemente que no. Había aprendido a hacer los lazos tanto de las corbatas que se ponía para acudir a la oficina como de los sedales que utilizaba cuando salía a pescar en su bote. Cada mes, cuando el gobierno le enviaba un modesto cheque por invalidez, él lo firmaba y lo enviaba al fondo de becas de Harvard.
Con todo, su mano que había sufrido heridas de guerra había desarrollado últimamente una tendencia a la rigidez y la artritis, y en más de una ocasión se le había quedado paralizada. Tommy no había hablado con su esposa de esas pequeñas traiciones.
—¿Crees que habrá algún conocido? —preguntó la mujer.
Tommy se apartó a regañadientes de la visión de los veleros y fijó los ojos en el reflejo de los de ella. Durante un momento entrañable pensó que Lydia no había cambiado un ápice desde que se habían casado, en 1945.
—No —respondió—. Probablemente un montón de dignatarios. Él era muy famoso. Quizás haya algunos abogados que yo conocí a lo largo de los años. Pero nadie que conozcamos a fondo.
—¿Ni siquiera alguien del campo de prisioneros?
Tommy sonrió y meneó la cabeza.
—No lo creo.
Lydia dejó el cepillo del pelo y tomó un lápiz para delinear los ojos. Después de aplicárselo unos momentos, dijo:
—Ojalá Hugh estuviera vivo, así podría hacerte compañía.
—Sí, a mí también me gustaría que estuviera presente —respondió Tommy con tristeza.
Hugh Renaday había muerto diez años atrás. Una semana después de que le diagnosticaran un cáncer y mucho antes de que la inevitable evolución de la enfermedad robara fuerzas a sus extremidades y su corazón, el fornido jugador de jockey había tomado una de sus escopetas de caza favoritas, unas botas para la nieve, una tienda de campaña, un saco de dormir y un infiernillo portátil y, después de escribir unas inequívocas notas de despedida a su esposa, hijos, nietos y a Tommy, lo había cargado todo en el maletero del cuatro por cuatro y había partido hacia los fríos y agrestes paisajes de las Rockies canadienses. Era enero, y cuando su vehículo se negó a seguir avanzando a través de la espesa nieve en un viejo y desierto camino forestal, Hugh Renaday había continuado a pie. Cuando sus piernas se habían cansado de avanzar penosamente a través de los ventisqueros septentrionales de Alberta, se había detenido, había erigido un modesto campamento, se había preparado una última comida y había aguardado pacientemente a que la temperatura nocturna descendiera por debajo de los cero grados y acabara con él.
Tommy averiguó posteriormente a través de un colega de Hugh, perteneciente a la Policía Montada, que la muerte por congelación no era considerada una muerte atroz en Canadá. Tiritabas un par de veces y luego te sumías en un estado aletargado semejante a un apacible sueño, mientras los recuerdos de los años se deslizaban lentamente junto con el último aliento de vida. Era una forma segura y eficaz de morir, había pensado Tommy, tan organizada, sistemática y segura como había sido cada segundo de la vida del veterano policía.
No solía pensar con frecuencia en la muerte de Hugh, aunque en una ocasión, cuando Lydia y él habían emprendido un crucero a Alaska y él había permanecido despierto hasta bien entrada la noche, fascinado por la aurora boreal, confiaron en que el vasto manto de coloridas luces que adornaban el oscuro firmamento hubiese sido la última cosa que Hugh Renaday había contemplado en este mundo.
Cuando recordaba a su amigo, prefería pensar en el momento que ambos habían compartido, pescando no lejos de la casa en la que se había retirado a vivir Tommy en los Cayos de Florida.
Tommy había divisado una gigantesca barracuda, semejante a un torpedo, acechando en el borde de un banco de arena, sumergida en unos palmos de agua esperando atacar por sorpresa a un incauto lucio o a un pez espada que pasara por allí. Tommy había preparado una caña giratoria provista de un señuelo consistente en un tubo rojo fluorescente y un hilo de alambre. Lo había lanzado a poca distancia de las fauces del animal. El pez se había precipitado hacia él sin vacilar y, una vez atrapado, había dado una voltereta, frenético, sus largos costados plateados alzándose sobre la superficie del agua y lanzando unas gigantescas láminas blancas a través de las olas. Hugh había conseguido pescarlo, y mientras posaba para las obligadas fotografías para enviar a casa, se detuvo un momento para contemplar las inmensas hileras de dientes puntiagudos, casi translúcidos y afilados como cuchillas, que ornaban las potentes mandíbulas del pescado.
—El arma de una barracuda —había comentado Tommy—. Me recuerda a algunos de mis honorables colegas abogados.
Pero Hugh Renaday había sacudido la cabeza.
—Visser —le había respondido el canadiense—. El
Hauptmann
Heinrich Visser. Éste es un pez Visser.
Tommy había vuelto a contemplar su mano. El pez Visser, pensó.
Debió de pronunciar esas palabras en voz alta, porque Lydia le preguntó desde el baño:
—¿Qué has dicho?
—Nada —le contestó Tommy—. Pensaba en voz alta. ¿Crees que la corbata roja es demasiado llamativa para un funeral?
—No —contestó su esposa—. Muy adecuada.
Tommy supuso que la reunión de aquella mañana sería un poco como el funeral de Phillip Pryce, que se había celebrado en una de las mejores catedrales de Londres doce años después de terminar la guerra. Phillip había tenido muchos amigos importantes entre los estamentos militares y la abogacía, quienes ocuparon numerosos bancos de la catedral mientras los niños del coro cantaban con sus voces blancas en un sonoro latín. Posteriormente, Tommy y Hugh solían comentar en broma que sin duda muchos de los abogados que habían asumido la parte contraria de un caso habían asistido sólo para cerciorarse de que Phillip estaba muerto.
Phillip Pryce, según habían convenido Tommy y Hugh, había tenido una muerte extraordinaria.
El día en que había conseguido librar a un miembro conservador del Parlamento de una enojosa relación con una prostituta mucho más joven, Pryce había dejado que los miembros más jóvenes de su bufete le invitaran a una cena suntuosa, que se prolongó hasta muy tarde. Después, había pasado por su club para tomarse un brandy Napoleón de más de cien años. Uno de los mayordomos había supuesto que Phillip se había quedado dormido, descansando en una mullida butaca de orejas, con la copa en la mano, pero había descubierto que Pryce estaba muerto. Fue un ataque cardíaco fulminante. El viejo abogado sonreía de oreja a oreja, como si un ser conocido y querido hubiera estado junto a él en el momento de la muerte. Durante el funeral, el bufete en pleno, desde los más veteranos hasta los más jóvenes, habían transportado el féretro hasta el interior de la catedral, como una llorosa cohorte romana.