Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—En primer lugar, yo no escogería esta época del año. Ahora mismo, Newport está casi muerta.
—Pero si decidiera venir en esta época; si tuviera unos días de vacaciones en la universidad, por ejemplo...
—Hum...
El hombre permaneció pensativo mientras yo me dejaba hipnotizar por el ritmo de los limpiaparabrisas.
—¿En los restaurantes, tal vez? —aventuré.
—Sí, claro. Hay muchos jóvenes empleados eventuales en los restaurantes. Los que están al borde del agua. La paga es bastante buena porque la principal industria de Newport es el turismo. No haga usted caso a quien le diga que es la pesca. Hoy día, un barco con una bodega para catorce mil kilos de pescado vuelve a puerto con mil quinientos, como mucho. Y eso, en un buen día.
El hombre continuó hablando mientras yo pensaba en Lucy y dónde estaría. Intenté penetrar en su mente, leerla, alcanzarla de algún modo a través de mis pensamientos. Recé muchas oraciones en silencio y reprimí las lágrimas y el más terrible de todos los miedos. No podría soportar otra tragedia. No podía perder a Lucy. Eso sería lo último. Sería demasiado.
—¿Hasta qué hora suelen estar abiertos esos locales? —pregunté.
—¿Qué locales?
Me di cuenta de que el taxista seguía hablando de la pesca. Algo acerca de ciertas variedades de peces que se destinaban a comida para gatos.
—Los restaurantes. ¿Estarán abiertos todavía a estas horas?
—No, señora. La mayoría de ellos, no. Es casi la una de la madrugada. Si de veras quiere ayudar a su sobrina a encontrar un empleo, lo mejor es que salga por la mañana. Casi todos los locales abren a las once; algunos, más temprano, si sirven desayunos.
Naturalmente, el taxista tenía razón. De momento, lo único que podía hacer era irme a la cama e intentar dormir un poco. Mi habitación en el Marriott tenía vistas al puerto. Desde mi ventana, el agua era negra y las luces de los hombres que habían salido a pescar se mecían en un horizonte que no alcanzaba a distinguir.
Me levanté a las siete porque de nada me servía seguir acostada. No había dormido. Tenía miedo de lo que pudiera soñar.
Pedí el desayuno, abrí las cortinas y me enfrenté a una mañana gris plomiza. El agua casi se confundía con el cielo. A lo lejos, unos gansos volaban en formación como una escuadrilla militar, y la nieve se había convertido en lluvia. Saber que lo encontraría casi todo cerrado a aquella hora tan temprana no me desanimó para intentarlo y, a las ocho, ya estaba fuera del hotel con una lista de tabernas populares, bares y restaurantes que me había facilitado el conserje.
Deambulé un rato por los muelles, entre marineros de indumentaria adecuada para el tiempo que hacía: impermeables amarillos y pantalones de peto. Me detuve a hablar con cualquiera que quisiera escucharme y en cada ocasión mi pregunta fue la misma, igual que lo fueron las respuestas. Yo describía a mi sobrina y mi interlocutor decía no saber si la había visto. Había tantas muchachas empleadas en los locales para turistas...
Caminaba sin paraguas y el pañuelo que llevaba en la cabeza no me protegía de la lluvia. Pasé junto a esbeltos veleros y yates cubiertos de gruesos plásticos como protección para el invierno, y dejé atrás pilas de grandes anclas rotas y corroídas por el óxido. No había mucha gente, pero varios locales habían abierto ya y hasta que vi fantasmas, duendes y otras criaturas espectrales en los escaparates de Brick Market Place no caí en la cuenta de que estábamos en el día de Difuntos.
Anduve durante horas sobre los adoquines de Thames Street y me detuve a mirar los escaparates de tiendas en las que se vendía de todo, desde conchas pintadas hasta obras de arte. Tomé por Mary Street y pasé por la taberna Inntowne Inn, cuyo encargado no había oído nunca el nombre de mi sobrina. Tampoco la conocían en Christie's, donde tomé un café y, sentada tras una ventana, contemplé la bahía de Narragansett.
Los muelles estaban húmedos y salpicados de gaviotas como manchas blancas, todas vueltas en la misma dirección.
En aquel momento dos mujeres se acercaban a la orilla a contemplar las aguas. Iban muy abrigadas, con gorros y guantes, y había algo en ellas que me hizo pensar que eran más que amigas. De nuevo me asaltó la preocupación por Lucy y sentí la imperiosa necesidad de seguir la búsqueda.
Entré en The Black Pearl, que estaba en Bannister Wharf, y después en Anthony's, en el Brick Alley Pub y en The Inn, los tres en Castle Hill. Tampoco obtuve nada del Callahan's Cafe Zelda ni de un pintoresco local donde vendían
strudels y
natillas. Visité tantos bares que perdí la cuenta e incluso entré dos veces en alguno de ellos. No vi el menor rastro de Lucy. Nadie podía ayudarme. Estaba segura de que a nadie le importaba, y deambulé por Bowden Wharf presa del abatimiento mientras arreciaba la lluvia. El agua caía en auténticas sábanas desde un cielo gris pizarra. Una mujer que pasaba por mi lado apresuradamente me dirigió una sonrisa.
—No se empape, querida —me dijo—. No hay nada peor.
La vi entrar en el edificio de la Compañía de Langostas Aquidneck, al final del muelle, y decidí seguirla simplemente porque se había mostrado amistosa conmigo. La descubrí al instante en una pequeña oficina, tras un tabique de cristal tan ahumado y tan cubierto de albaranes sujetos con cinta adhesiva que yo apenas alcanzaba a ver sus rizos teñidos y sus manos moviéndose entre los papeles.
Para llegar hasta ella pasé junto a unos tanques de agua verdes, cada uno del tamaño de una barca, llenos de langostas, cangrejos y almejas. Los tanques se apilaban hasta el techo —me recordaron nuestra manera de apilar las camillas en el depósito de cadáveres— y unas conducciones aéreas que transportaban agua bombeada de la bahía la vertían sobre los grandes recipientes y la derramaban por el suelo. El interior del almacén de langostas olía a mar y atronaba como un monzón. Los hombres, enfundados en sus pantalones con peto y en sus botas altas de caucho, tenían el rostro curtido por el viento y el sol y hablaban entre ellos a voz en grito.
—Discúlpeme —dije desde la puerta de la oficina. Hasta aquel momento no había reparado en que la mujer estaba en compañía de un pescador. Sólo entonces lo vi, sentado en una silla de plástico, fumando. Tenía las manos enrojecidas, como en carne viva.
—Querida, pillará un resfriado. Pase a calentarse — La mujer, que estaba sobrada de peso y sin duda trabajaba demasiado, me sonrió de nuevo—. ¿Quiere comprar unas langostas? —añadió, e hizo ademán de incorporarse.
—No —me apresuré a decir—. Verá, he perdido a mi sobrina. Se ha mudado, o me dio mal la dirección o algo así. Tenía que encontrarme con ella y... En fin, me pregunto si por casualidad la habrán visto ustedes.
—¿Qué aspecto tiene? —quiso saber el pescador. Describí a Lucy.
—Bien, ¿dónde la ha visto por última vez? —inquirió la mujer, que ahora parecía desconcertada.
Hice una profunda inspiración y el pescador adivinó lo que me sucedía. Leyó en mi mente hasta la última palabra. Lo advertí en sus ojos.
—Se fugó, ¿no? A veces, los jóvenes lo hacen —comentó mientras daba una chupada a su Marlboro—. La cuestión es de dónde ha escapado. Si me dice eso, señora, quizá pueda formarme una idea más precisa de dónde pueda estar.
—Estaba en Edgehill —le informé.
—¿Y ha salido con el alta?
El pescador era de Rhode Island y, con su peculiar acento, aplastaba las últimas sílabas como si pisara el extremo de sus palabras.
—Se ha marchado por su cuenta.
—Entonces, o no ha terminado el programa de rehabilitación o el seguro no se hace cargo de los gastos. Sucede muy a menudo, por aquí. Amigos míos internados en ese sitio han tenido que marcharse a los cuatro o cinco días porque el seguro no quería pagar. ¡Para lo que sirve...!
—Mi sobrina no ha terminado el programa —le aclaré. El pescador se quitó la sucia gorra que llevaba y se alisó hacia atrás los rebeldes cabellos negros.
—Supongo que estará usted muy preocupada —intervino la mujer—. Puedo prepararle un café instantáneo...
—Es usted muy amable, pero no, gracias.
—Cuando se marchan tan pronto, suelen empezar de nuevo con la bebida y las drogas —insistió el hombre—. Me disgusta decírselo, pero así son las cosas. Lo más probable, pues, es que la chica haya buscado empleo de camarera o de encargada de barra para estar cerca de lo que quiere. Los restaurantes de por aquí pagan bastante bien. Yo preguntaría en Christie's o en The Black Pearl, en la zona de Bannister Wharf, o en Anthony's, en Waites Wharf.
—Ya he probado en todos esos sitios.
—¿Y en The White Horse? Allí podría sacar un buen dinero.
—¿Dónde queda?
—Por ahí —Señaló en dirección opuesta a la bahía—. Junto a Marlborough Street, cerca del Best Western.
—¿Y dónde podría alojarse? —pregunté—. No es probable que tenga mucho dinero.
—Querida —dijo la mujer—, le diré dónde probaría yo. En el Instituto del Marinero. Queda bastante cerca. Ha tenido usted que pasar por delante de él para llegar hasta aquí.
El pescador asintió y encendió otro cigarrillo.
—Ahí lo tiene. Es un buen lugar para empezar. Allí hay camareras, y en la cocina trabajan vanas chicas.
—¿Qué es ese instituto? —quise saber.
—Un lugar donde los pescadores que pasan una mala racha pueden alojarse temporalmente. Se parece un poco a un albergue de la Asociación de Jóvenes Cristianos, con habitaciones en el piso superior y un comedor y una cafetería.
—Lo gestiona la iglesia Católica. Puede hablar con el padre Ogren, querida. Es el cura que se encarga del local.
—Mi sobrina es una joven de veintiún años. ¿Por qué habría de acudir allí en lugar de a cualquier otro de los sitios que han mencionado? —pregunté.
—Por ninguna razón especial —fue la respuesta del pescador—, a menos que no quiera volver a beber. En ese local no se tolera la bebida —me aseguró con un expresivo gesto de cabeza—. Ahí es precisamente donde va uno si deja el programa antes de tiempo pero no quiere caer de nuevo en la bebida y las drogas. He conocido un montón de tipos que han pasado por el instituto; incluso yo estuve una temporada.
Cuando salí llovía tanto que el agua que caía rebotaba en la acera y se elevaba de nuevo hacia el cielo. Yo estaba calada hasta los huesos, hambrienta, aterida de frío y sin ningún lugar donde ir, como era el caso de tanta gente que llegaba al Instituto del Marinero.
El aspecto del local era el de una pequeña iglesia de ladrillo, pero en la entrada había un menú escrito con tiza sobre un encerado y una pancarta que decía: «Bienvenidos todos.» Entré y, al otro lado de la puerta, vi a unos hombres sentados a una barra ante sendas tazas de café y a otros que ocupaban las mesas de un sencillo salón comedor. Las miradas se volvieron hacia mí con cierta curiosidad y vi reflejados en los rostros muchos años de bebida y mala vida. Una camarera que no parecía mayor que Lucy me preguntó si quería comer algo.
—Busco al padre Ogren —le dije.
—Hace un rato que no lo veo, pero pruebe en la biblioteca o en la capilla.
Subí la escalera y entré en una pequeña capilla cuyos únicos ocupantes eran los santos pintados en los frescos de las paredes. Me pareció una capillita encantadora, con cojines de punto de motivos náuticos y suelo de piezas de mármol de varios colores que formaban un dibujo de conchas. Permanecí un instante quieta y contemplé a san Marcos sosteniendo un mástil y a San Antonio de Padua bendiciendo las criaturas de los mares. San Andrés recogía sus redes, y a lo largo de la parte superior de la pared se leía una cita de la Biblia:
Pues Él hará que la tormenta cese y que las olas se calmen. Y ellos se alegrarán de estar en paz y él los llevará a su anhelado refugio.
Mojé las yemas de los dedos en una gran concha llena de agua bendita y me santigüé. Después de una breve oración ante el altar, deposité una limosna en una pequeña cesta de paja. Dejé un billete por Lucy y por mí y un cuarto de dólar por Emily. De la escalera, tras la puerta cerrada, llegaron hasta mí las voces animadas y los silbidos de los residentes. La lluvia repiqueteaba en el tejado como un redoble de tambores sobre un colchón. Más allá de las ventanas opacas chillaban las gaviotas.
—Buenas tardes —dijo una voz serena a mi espalda. Di media vuelta y me encontré ante el padre Ogren, que vestía de negro.
—Buenas tardes, padre —respondí.
—Parece que ha dado usted un buen paseo bajo la lluvia. El sacerdote tenía una mirada apacible y una expresión muy amable.
—Busco a mi sobrina, padre, y estoy desesperada.
No fue necesario que le dijera gran cosa de Lucy. De hecho, aún no había terminado de describirla cuando advertí que el sacerdote sabía de quién le hablaba, y el corazón se me abrió como una rosa.
—Dios es bueno y piadoso —dijo el padre Ogren con una sonrisa—. La ha guiado a usted hasta aquí como guía a otros que se han perdido en el mar. Y como guió a su sobrina hasta nosotros hace unos días. Creo que está en la biblioteca. La he puesto a trabajar allí: cataloga libros y hace otras tareas. Es muy lista. Tiene un proyecto maravilloso para llevar todo esto por ordenador.
La encontré en una mesa de refectorio, en una sala mal iluminada, de paredes con arrimaderos de madera oscura y estanterías llenas de libros gastados por el uso. Estaba de espaldas a mí, enfrascada en elaborar un programa informático por escrito, sin contar con ordenador, como los buenos músicos que componen sus sinfonías en silencio. La noté más delgada. El padre Ogren me dio unas palmaditas en el brazo como despedida y cerró la puerta sin hacer ruido.
—Lucy... —murmuré.
Se volvió y me miró con perplejidad.
—¿Tía Kay? ¡Dios mío! —exclamó en el tono cuchicheante que se emplea en las bibliotecas—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has sabido dónde...?
Tenía las mejillas sonrojadas y una cicatriz en la frente, una marca de un rojo encendido. Acerqué una silla y tomé una de sus manos entre las mías.
—Ven a casa conmigo, por favor.
Lucy continuó mirándome como si viera una aparición.
—Tu nombre está libre de sospechas.
—¿Totalmente?
—Totalmente.
—Así pues, me conseguiste un buen protector.
—Te dije que lo haría.
—Y el protector eres tú misma, ¿verdad, tía Kay? —musitó Lucy, desviando la mirada.
—El FBI ha aceptado que fue Carrie quien te involucró — le aseguré. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Lo que hizo Carrie fue horrible y sé lo dolida y furiosa que debes de estar. Pero te recuperarás. Se sabe la verdad y el ERF quiere que vuelvas. Nos ocuparemos de la denuncia de la policía de tráfico por conducir bebida. El juez se mostrará más comprensivo si se demuestra que alguien te echó de la carretera, y tenemos las pruebas. Pero sigo queriendo que te sometas a tratamiento.