La gran caza del tiburón (10 page)

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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
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MARCHA POR LA JUSTICIA
[1]

NO HAY RELACIONES ENTRE LA POLICÍA Y LA COMUNIDAD EN LAS COMUNIDADES CHICANAS. NO, DESDE EL MOTÍN DE LA POLICÍA DEL 29 DE AGOSTO, EL HECHO DE QUE EL DEPARTAMENTO DE POLICÍA DE LOS ÁNGELES, LOS ALGUACILES Y LA PATRULLA DE TRAFICO LLEVEN AÑOS INTENTANDO SISTEMÁTICAMENTE DESTRUIR EL VERDADERO ESPÍRITU DE NUESTRO PUEBLO, SE HA HECHO TAN EVIDENTE QUE NADIE PUEDE IGNORARLO. HASTA AHORA, LA POLICÍA HA DESBARATADO TODOS LOS INTENTOS QUE HA HECHO NUESTRO PUEBLO POR LOGRAR JUSTICIA, HAN GOLPEADO A LOS ESTUDIANTES JÓVENES QUE PROTESTABAN POR LOS ESCASOS MEDIOS EDUCATIVOS CON QUE CUENTAN, HAN INVADIDO DESPACHOS Y OFICINAS, DETENIDO A DIRIGENTES, NOS HAN LLAMADO COMUNISTAS Y BANDIDOS EN LA PRENSA, Y HAN HECHO LO QUE LES HA PARECIDO EN LAS CALLES CUANDO LA PRENSA NO ESTABA PRESENTE.

AUN MAS INSIDIOSOS QUE LA REPRESIÓN POLÍTICA DIRECTA CONTRA DIRIGENTES Y MANIFESTANTES SON LOS ATAQUES DE QUE SE HACE OBJETO A LOS HABITANTES DEL BARRIO EN SU VIDA DIARIA. TODOS LOS BARRIOS HAN SUFRIDO CASI TODOS LOS MESES POR LO MENOS UN CASO DE GRAVE BRUTALIDAD, O ASESINATO, Y LUEGO HAN LUCHADO POR DEFENDER A AMIGOS Y TESTIGOS QUE SE ENFRENTAN A PALIZAS. UNA SEMANA ES EN SAN FERNANDO, LA SIGUIENTE EN LINCOLN HEIGHTS, LOS ANGELES ESTE, VENICE, EL HARBOR Y POMONA… ATACAN UN BARRIO CADA VEZ, INTENTANDO ROMPER NUESTRA UNIDAD Y NUESTRO ANIMO.

EL 29 DE AGOSTO, HUBO EN TODOS NUESTROS BARRIOS MANIFESTACIONES POR LA PAZ Y LA JUSTICIA Y LA POLICÍA SE DESMANDO Y ATACO. POR PURO MIEDO, IMPUSIERON LA LEY MARCIAL, DETENIENDO Y MALTRATANDO A CIENTOS DE MIEMBROS DE NUESTRA COMUNIDAD. MATARON A GILBERTO DÍAZ, A LYNN WARD Y A RUBÉN SALAZAR, EL HOMBRE QUE PODÍA EXPLICAR NUESTRA HISTORIA A LA NACIÓN Y AL MUNDO.

NO DEBEMOS OLVIDAR LA LECCIÓN DEL 29 DE AGOSTO. EL PRINCIPAL PROBLEMA SOCIAL Y POLÍTICO QUE TENEMOS PLANTEADO ES LA BRUTALIDAD POLICIAL. LOS ATAQUES DE LA POLICÍA SE HAN RECRUDECIDO A PARTIR DEL DÍA 29, Y SI EL PUEBLO NO CONTROLA A LA POLICÍA, ACABAREMOS VIVIENDO EN UN ESTADO POLICIAL.

NO DEBEMOS PERMITIR QUE LA POLICÍA ROMPA NUESTRA UNIDAD. DEBEMOS MANTENER VIVO EL ESPÍRITU DE RUBÉN SALAZAR Y EXPONER ESTA BRUTALIDAD A LA NACIÓN Y AL MUNDO. EL COMITÉ CHICANO DE LA MORATORIA TE CONVOCA PARA QUE APOYES NUESTRA MANIFESTACIÓN PACIFICA EN PRO DE LA JUSTICIA EN LOS BARRIOS DE TODA LA ZONA DE LOS ANGELES.

ACUDIRÁN GRUPOS DE DOCENAS DE CIUDADES Y DE TODOS NUESTROS BARRIOS. TODOS NOS ENCONTRAREMOS EN LA SUBCOMISARIA DEL ALGUACIL DE LOS ÁNGELES ESTE, EN LA CALLE TERCERA ENTRE FETTERLY Y WOODS. A LAS ONCE DEL 31 DE ENERO DE 1971. ÚNETE A TU GRUPO LOCAL. PARA MAS INFORMACIÓN, LLAMAR AL 268-67-45.

(Folleto del Comité Nacional Chicano de la Moratoria)

Mi primera noche en el Hotel Ashmun no pude descansar. Los otros se habían ido hacia las cinco, luego hubo el escándalo del yonqui de las siete… seguido, una hora después, de un griterío atronador, baja fidelidad, de quejumbrosa música
norteña
de la máquina de discos del Café Bulevar, que quedaba enfrente… y luego, hacia las nueve y media, me despertó de nuevo una serie de sonoros silbidos procedentes de la acera, debajo justo de mi ventana, y una voz que decía:

—Hunter, ¡despierta, hombre! Tenemos que ponernos en marcha.

¡Dios mío!, pensé. Sólo tres personas en el mundo sabían donde estaba yo en aquel momento, y las tres estaban dormidas. ¿Qué otra persona podría haberme localizado en aquel lugar? Separé las láminas de la persiana lo suficiente para mirar a la calle y ver a Rudy Sánchez, el tranquilo y pequeño guardaespaldas de Oscar, que miraba hacia mi ventana y me hacía señas con urgencia:

—Vamos, hombre, ya es hora. Oscar y Benny están arriba en el Sweetheart. Es el bar de la esquina, aquél en el que hay tanta gente a la puerta. Te esperamos allí, ¿de acuerdo? ¿Estás despierto?

—Claro que estoy despierto —dije—. Estaba aquí
esperando
sentado por vosotros, criminales cabrones y holgazanes. ¿Por qué coño necesitarán dormir tanto los mexicanos?

Rudy sonrió y se volvió para marcharse:

—Te esperamos allí. Estamos bebiendo un montón de Bloody Maries y ya sabes cuál es la regla aquí.

—Por eso no te preocupes —murmuré—. Tengo que darme una ducha.

Pero no había ducha en mi habitación. Y aquella noche alguien había conseguido cruzar un alambre de cobre sin proteger en la bañera y conectarla a un enchufe que había debajo de la pila, junto a la puerta de entrada del baño. ¿Por qué razón? Ron del diablo, no tengo ni idea. Allí estaba yo, en la mejor habitación de la casa, buscando la ducha y encontrándome sólo una con bañera electrificada. Y tampoco había sitio para un afeitado decente: en el mejor hotel de la zona. Por último, me froté la cara con una toalla caliente y crucé la calle camino del Sweetheart.

Allí estaba Oscar Acosta, el abogado chicano, apoyado en el mostrador, charlando tranquilamente con los clientes. De las cuatro personas que le rodeaban (todos de veinticinco a treinta) dos eran exconvictos, dos dinamiteros vocacionales de media jornada y petardistas e incendiarios conocidos, y tres de los cuatro eran veteranos consumidores de ácido. Pero nada de esto afloraba en la conversación. Se hablaba de política, aunque sólo en función de la actividad forense. Oscar tenía dos juicios muy politizados al mismo tiempo.

En uno, el juicio de los «Seis de Baltimore», defendía a seis jóvenes chicanos a los que habían detenido por intentar incendiar el hotel Biltmore una noche hacía un año, cuando el gobernador Ronald Reagan pronunciaba un discurso allí en el salón de baile. Su culpabilidad o su inocencia carecían de importancia a aquellas alturas, porque el juicio se había convertido en una tentativa espectacular de echar abajo todo el sistema de selección del gran jurado. En los meses anteriores Acosta había convocado a todos los jueces del tribunal supremo del condado de Los Angeles y había interrogado exhaustivamente a todos los 109 que eran, bajo juramento, sobre su «racismo». Era una afrenta espantosa para todo el sistema judicial, y Acosta hacía horas extras para lograr que fuese lo más espantosa posible. Allí estaban aquellos 109 viejos, aquellos
jueces,
obligados a sacar tiempo restándolo de lo que estuvieran haciendo para ir a otro juzgado a afrontar y negar las acusaciones de «racismo» que les hacía un abogado al que todos despreciaban.

Oscar sostenía que todos los miembros de los grandes jurados eran racistas, puesto que todos los grandes jurados son recomendados por los jueces del tribunal supremo, que tienden, lógicamente, a recomendar a individuos a los que conocen profesional o personalmente. Y, en consecuencia, ningún chicano callejero de mierda, por ejemplo, podía ser nunca juzgado por «un jurado de iguales». Las implicaciones de una victoria en esta causa eran tan evidentes, tan claramente amenazadoras para el sistema judicial, que el interés por el veredicto había ido filtrándose, sistema abajo, hasta llegar a lugares como el Bulevar, el Silver Dollar y el Sweetheart. En estos lugares, no suele ser muy alto el nivel de conciencia política en situaciones normales (sobre todo los sábados por la mañana) pero la simple presencia de Acosta, no importa adonde vaya o lo que parezca que está haciendo, es tan patentemente política que cualquiera que quiera hablar con él sólo puede recurrir a algo que alcance un nivel político significativo.

—El asunto no es bajar nunca la voz —dice—. Nosotros no pretendemos con esto ganar votos. Qué demonios, ese viaje ya está liquidado, es una vía muerta. La idea ahora es hacer
pensar
a la gente. Obligarles a pensar. Y eso no puedes conseguirlo si te dedicas a andar por ahí, dando palmadas en la espalda a los desconocidos e invitándoles a cerveza.

Luego, sonríe y añade:

—A menos que estés borracho perdido o pasadísimo. Que no es mi estilo, claro. Quiero que esto quede muy claro.

Pero aquel día la charla era fácil, sin connotaciones políticas inmediatas.

—Oye, Oscar —preguntó uno—. ¿Cómo vamos con eso del gran jurado? ¿Qué posibilidades tenemos?

Acosta se encogió de hombros.

—Ganaremos. Puede que no ahora, pero ganaremos en la apelación.

—Eso está bien, hombre. Me han dicho que estás atizándoles duro a esos cabrones.

—Sí, estamos jodiéndoles de veras. Pero esto podría durar un año más. Ahora tenemos que pensar en el juicio de Corky. Empieza el martes.

—¿Está Corky en la ciudad?

El interés es evidente. Las cabezas se giran para escuchar. Rudy retrocede unos centímetros para poder observar a todo el bar, escudriñando las caras para ver si hay alguien
demasiado
interesado. Hay mucha paranoia en el barrio. Delatores. Estupas. Asesinos… ¿quién sabe? Y Rudolfo «Corky» Gonzales es un peón importante, objetivo primordial para una trampa o una conjura. Gonzales, hombre culto, y elocuente, ex-boxeador, creó en Denver su «Cruzada por la justicia», una de las pocas organizaciones políticas chicanas
viables
del país. Gonzales es un poeta, un luchador callejero, un teórico, un organizador y el «dirigente chicano» más influyente del país después de César Chávez.

Siempre que aparece Corky Gonzales en Los Angeles Este (aunque sólo sea para un juicio por tenencia de armas) el nivel de tensión política se eleva notablemente. Gonzales tiene muchos seguidores en el barrio. Casi todos sus partidarios son jóvenes: estudiantes, marginados, artistas, poetas, chiflados… la gente que
respeta
a César Chávez, pero que en realidad no puede
relacionarse
con esos peones agrícolas que van a la iglesia.

«Este fin de semana será un infierno —me había dicho Oscar la noche anterior—. Cuando Corky está en la ciudad, mi apartamento se convierte en un zoo. Si quiero dormir algo, tengo que largarme a un motel. Qué coño, no puedo estar toda la noche discutiendo de política si tengo que defender un juicio a la mañana siguiente. Esos condenados de ojos extraviados aparecen a todas horas. Traen vino, porros, ácido, mescalina, armas… Dios mío, Corky no debería atreverse a correr ese riesgo. Ya está aquí, pero no sé dónde se ha metido. Creo que en una especie de mesón o algo parecido, a unos ocho kilómetros, por Rosemeade, pero no le dice a nadie donde está… ni siquiera a mí, a su abogado —sonrió y añadió—: Y hace muy bien, porque si yo supiera dónde estaba, podría acercarme allí cualquier noche borracho perdido y dispuesto a convocar una huelga general para el amanecer, o algún otro disparate peligroso que se me ocurriera».

Luego, cabeceó, y contempló su vaso con una sonrisa perezosa. —En realidad,
he
estado pensando en lo de convocar una huelga general. El movimiento está tan escindido en este momento que prácticamente cualquier cosa ayudaría. Sí, quizás debiera escribirle un discurso a Corky en esa base, convocar luego una conferencia de prensa para mañana por la tarde en el Silver Dollar… —se echó a reír con amargura y pidió otro Bloody Mary.

Acosta llevaba tres años practicando la abogacía en el barrio. Yo le había conocido poco antes de eso, en otra era… lo cual no importa aquí gran cosa, salvo por el hecho de que podría no ser del todo justo continuar esta historia hasta el final sin decir al menos una vez, para que conste, que Oscar es un viejo amigo y un antagonista esporádico. Le conocí, si no recuerdo mal, en un bar llamado The Daisy Duck, en Aspen, y se acercó a mí y empezó a vociferar diciendo que había que «deshacer el sistema como si fuera un montón de paja», o algo así… y recuerdo que pensé: «Bueno, aquí tenemos a otro de esos abogados desertores de San Francisco, jodidos y locos de remordimiento… otro tipo que comió demasiados tacos y decidió que era de verdad Emiliano Zapata».

Todo esto a mí me parecía muy bien, pero no era fácil manejar un asunto así en Aspen, por entonces, en aquel verano de 1967. Era la época de Sergeant Pepper, la Subrealistic Pillow y el Buffalo Springfield original. Fue un año bueno para todos… o para
casi todos
en realidad. Hubo excepciones, como siempre. Uno era Lyndon Johnson y otro Oscar Acosta. Por razones completamente distintas. No era un buen verano para ser el presidente de los Estados Unidos, ni para ser un abogado mexicano colérico en Aspen.

Oscar no se quedó mucho. Lavó platos una temporada, trabajó un poco en la construcción, puso a parir al juez del condado unas cuantas veces y salió luego para México dispuesto a tomarse las cosas en serio. La siguiente noticia suya que tuve fue que estaba trabajando para la oficina del abogado de oficio de Los Angeles. Esto era por la Navidad de 1968, que no fue un buen año para nadie… salvo para Richard Nixon y quizás para Oscar Acosta. Porque Oscar empezaba por entonces a encontrar su camino. Era el único «abogado chicano» de Norteamérica, explicaba en una carta, y le gustaba. Todos sus clientes eran chicanos y la mayoría eran «delincuentes políticos», decía. Y si eran culpables, sólo se debía a que estaban «haciendo lo que había que hacer».

Eso está muy bien, me dije. Pero no podía entenderlo del todo, en realidad. Yo estaba absolutamente
a favor de ello,
claro, pero sólo en base a una amistad personal.
Casi todos
mis amigos están metidos en cosas raras que yo no entiendo del todo… y, con unas cuantas excepciones vergonzosas, les deseo que todo les vaya muy bien. ¿Quién soy yo, en realidad, para decirle a un amigo que no debería cambiar su nombre por Oliver High, librarse de su familia y unirse a un culto satánico de Seattle? O discutir con otro amigo que quiere comprarse un Remington Fireball de un solo tiro para poder salir a liquidar policías desde una distancia segura…

Me parece bien, hagan lo que hagan; es lo que digo siempre. No hay que meterse nunca a hurgar en la cabeza de un amigo, ni por accidente. Y si sus viajes privados se descontrolan de vez en cuando… en fin, haces lo que haya que hacer.

Lo cual explica más o menos cómo me encontré de pronto metido en el asunto del asesinato de Rubén Salazar. Estaba yo por entonces en Portland, Oregón, intentando cubrir la Asamblea Nacional de la Legión Norteamericana y el festival de rock de Sky River al mismo tiempo… y una noche volví a mí habitación secreta del Hilton y me encontré un «recado urgente», llamar al señor Acosta de Los Angeles.

Me preguntaba cómo se las habría arreglado para localizarme en Portland, aunque en cierto modo ya sabía lo que pretendía de mí. Había visto el
Los Angeles Times
de aquella mañana, con el artículo sobre la muerte de Salazar, e incluso a más de 3.000 kilómetros de distancia la información despedía un hedor muy intenso. El problema no era que el artículo tuviera un fallo o un agujero; todo él era un error. Carecía totalmente de sentido.

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