La gesta del marrano (66 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
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Francisco se entera de que a unos quince metros de distancia un prisionero, mediante un cascote, raspó vigorosamente el adobe hasta abrir la canaleta que une dos mazmorras y asomó los dedos terrosos al otro lado como una invasión celestial. Pudo, entonces, tocar las uñas de su vecino y hablar con él sin jueces ni secretario ni verdugo. Las informaciones habían parecido cuidadosas, pero sólo aliviaban la soledad. Cuando el alcaide descubrió la infracción hizo silbar al látigo, el potro desgarró y los braseros quemaron. Los esclavos rellenaron los huecos y el impenitente fue conducido a un ergástulo tenebroso como tumba.

Días después Juan de Mañozca estira los pliegos que un negro llevaba de una a otra prisión. «No contienen mensajes», se disculpa el negro llorando. Mañozca aproxima la hoja al pabilo y repentinamente el calor descubre las letras escritas con zumo de limones. El negro queda manco en la tortura para que escarmienten los demás. El inquisidor resuelve aumentar la vigilancia de las cárceles. Entonces descubre algo peor: presunta complicidad del alcaide. Se convulsiona la fortaleza; algo así no se tolera. El correo de los golpes brama la noticia.

El alcaide llora como una criatura ante el feroz interrogatorio. Lo recriminan por permitir la perforación de muros y los mensajes con zumo de limones. Lo apuntan con el índice iracundo como si fuese el caño de un arcabuz y le piden explicaciones por una reciente y gravísima infracción: una huida. El alcaide empieza a temblar y narra cómo él mismo se ocupó de perseguir y traer de vuelta al joven que se había fugado. Cae de rodillas e insiste en que los delatores mienten para vengarse. Tampoco es cierto que él se haya aprovechado de su inmunidad para tener relaciones carnales con una prisionera y que para eliminar al peligroso testigo lo indujo a huir… Gaitán aprovecha la ocasión para reprocharle la codicia que lo lleva a embolsar sobornos, porque ha comprado haciendas de campo por mayor valor del que cubre su sueldo. El alcaide se orina en los pantalones: ha cumplido dos décadas de servicios, tiene siete hijos y no lo acompaña la buena salud
[48]
.

El nuevo alcaide asume con bríos, se esmera por descubrir las artimañas insólitas de los prisioneros y encuentra un pedazo de camisa desgarrada y sucia en la talega de su sirviente. La expresión de susto basta para reconocer el delito. El sirviente, aterrorizado, confiesa que se la entregó un reo agonizante para que la arrojara en la calle de los Mercaderes.

—¡Es un mensaje, idiota! ¿A quién debías entregarlo? El negro no miente, no entiende, está arrepentido.

—En la calle de los Mercaderes —repite como un autómata.

El funcionario extiende el trapo: unos signos han sido marcados con el humo de las velas. Manda azotar al idiota y entrega la pieza del delito a los inquisidores. Mañozca coincide con Castro del Castillo: es un texto en hebreo. Lo leen con dificultad, de derecha a izquierda, tratando de intuir las vocales ausentes. Se limita a mencionar el nombre del prisionero a quien acababan de torturar; el mensaje consiste en hacer saber a los suyos que continúa vivo. Esto lesiona el secreto. Pero brinda un dato fértil: este habitante de Lima sabe de otros judíos que siguen libres. De sus labios podrán brotar nombres. Esos nombres proveerán cautivos, fondos, gloria.

Francisco se entera parcialmente de las vicisitudes que complican su alrededor. El judío limeño que mandó el mensaje con humo de velas deja de responder a los golpes de muro. Unos días más tarde las vibraciones anuncian su muerte. En las mazmorras la muerte no es un dato angustiante porque implica el fin del suplicio: más altera ser llevado a la cámara del tormento.

Mientras yace en su duro poyo, advierte que su mirada se mantiene fija en un clavo de la puerta. Une el travesaño con los tablones verticales y tiene la cabeza salida. «¿Qué me está evocando? —pregunta—, ¿el perchero de papá en su tabuco del Callao? ¿Me molesta que no sea un clavo enteramente hundido (un prisionero como yo), ni enteramente libre?» Lo toca: su gruesa cabeza sobresale casi dos milímetros. Un indio le atribuiría vida; reconocería en el hierro a una
huaca
y pensaría que ella sola, lentamente, va saliendo de su prisión. Francisco prueba de extraerlo y empuja en redondo. Inútil. Durante unos días olvida su intento, pero esa cabeza negra que se asoma lo invita a perseverar. Se ayuda con un cascote. En la vacuidad del tiempo cualquier objetivo adquiere la grandeza del punto de apoyo que reclamaba Arquímedes para mover el mundo. Sacar un clavo es tan importante como vencer a Goliat. Cuando por fin lo consigue, goza un alivio profundo. Un trofeo como éste no debería ser descubierto por los avispados guardias y lo esconde en la lana de su colchón. Al día siguiente empieza a limarlo contra la rugosidad de una piedra. Mientras memoriza parrafadas de los textos amados y compone estrofas, el clavo adquiere la forma de un pequeño cuchillo, con punta y hoja afilada. Francisco ya tiene un arma. «¡Qué extraño! —piensa—: la asfixia de la cárcel ya no me marea ni atonta. Soy una especie de anfibio que puede vivir donde otros perecen. Desde mi pecho fluye una misteriosa esperanza, un inesperado valor.»

Hasta aquí ha podido esquivar la redoblada vigilancia del nuevo alcaide, lo cual le insufla más ánimo. Guarda los huesos de su comida, elige uno de pollo y se aplica a cortarlo debidamente con su flamante cuchillito como si practicase el oficio de escultor. Ante sus pupilas nace elegante cañón de una pluma. Sólo le falta tinta y papel para completar su escribanía clandestina. No será difícil: fabricará tinta diluyendo carbón en agua. Al papel ya lo tiene, es lo más valioso que entra en su celda: pequeñas bolsas de harina. Acaparará cada trozo como si fuese el maná del cielo. Podrá volver a escribir —lo cual anhela con hambre de lobo—, y vulnerará la fortaleza de la Inquisición.

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El papel es escaso y no debería usar demasiadas palabras. Su texto requiere sobriedad y contundencia. Francisco urde el plan de comunicarse con los judíos de Roma a través de los prisioneros que saldrán de la cárcel a la calle para cumplir condenas en un convento, vestir el sambenito y padecer otras humillaciones. Sabe que en Roma se ha formado una importante comunidad desde la época de los Macabeos, que practica abiertamente su fe y cuenta con la relativa protección de los papas. Escribe su epístola en latín y efectúa copias que hace llegar a los hombres en vías de excarcelación por intermedio de los negros Simón y Pablo. Ambos sirvientes se impresionaron con la historia que les refirió sobre Luis, el hijo del hechicero, desde su caza en Angola, el maltrato sin límites en los trayectos por tierra y por mar, la herida en un muslo cuando intentó fugarse en Potosí, su talento musical (arrancaba sonidos a los dientes de una quijada), hasta el heroico ocultamiento del instrumental quirúrgico de su padre. Pablo y Simón dijeron que habían protagonizado una historia parecida y una tarde le trajeron, junto con la comida, una quijada de asno y un gajo de olivo. El reo los empuñó como solía hacerlo Luis y en la húmeda mazmorra estalló un vigoroso ritmo que los negros escucharon con ojos anegados.

La carta de Francisco se intitula
Sinagogae fratum Iudeorum qui Romae sunt
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. Se presenta a sí mismo como «Eli Nazareo, judío, hijo de Diego Núñez da Silva, maestro de medicina y cirugía, encerrado en la cárcel de la Inquisición de Lima». Los saluda «en el nombre del Dios de Israel, creador del cielo y la tierra, y les desea salud y buena paz». Les dice que aprendió de su padre la ley de Dios otorgada al pueblo por intermedio de Moisés y que, por temor a la represión de los cristianos, aparentó negarla. «En esto como en otros mandamientos, confieso haber pecado neciamente porque sólo a Dios hay que temer y buscar la verdad de su justicia abiertamente, sin miedo a los hombres.» Refiere su estudio de la Sagrada Escritura y que sabe de memoria varios profetas, todos los
Salmos
sin excepción, muchos Proverbios de Salomón y de su hijo Siraj, gran parte del Pentateuco y muchas oraciones compuestas por él mismo en el foso de su mazmorra, tanto en español como en latín.

Francisco tiene conciencia de que al no abjurar, su destino carecerá de misericordia. «En verdad —escribe—, desde el día que fui cogido me prometí luchar con todas mis fuerzas y utilizar todos los argumentos contra los enemigos de la ley.» Colige que lo llevarán a la hoguera «pues el que abiertamente confiesa ser judío es echado al estrago del fuego, le quitan su hacienda y, si acaso tiene hijos, no se compadecen en absoluto de ellos, sino que quedan en perpetuo oprobio. Y si abjura, también le quitan sus bienes, lo vejan por un tiempo breve o largo con el sambenito e imprimen el estigma en su sangre y en la de sus hijos, de generación en generación».

Hace ya seis años que lo tienen encadenado en las cárceles secretas. Reconoce que sus' pensamientos y arengas en las controversias no han dado el resultado que esperaba: «He trabajo como quien lleva su arado por tierra dura y pedregosa y cuya labor, por ende, no produce fruto.» Cuenta que otorgó «más de doscientos argumentos orales y escritos, a los cuales aún no han respondido satisfactoriamente, a pesar de que a diario insisto por su solución. Parece que han decidido no responder».

Anuncia su ineluctable fin y redacta frases conmovedoras: «Rueguen por mí al Señor, hermanos queridísimos; rueguen que me otorgue fortaleza para soportar el tormento del fuego. Está cercana mi muerte y no tengo a otro que me ayude, sino a Dios. Espero de Él la vida eterna y la pronta salvación de nuestro oprimido pueblo.» Su epístola, sin embargo, contiene el elixir del apego a la vida: «Elijan para ustedes la vida, amadísimos hermanos», escribe en trazo grueso. Se parece al profeta Jeremías que en medio de la desolación y el luto recomienda a su pueblo aferrarse a la existencia y superar la agobiante caída de Jerusalén. Les recuerda que integran una vasta comunidad de hombres dignos y no se debe cancelar la esperanza aunque imperen la injusticia y el tormento. «Guarden la ley para que el Señor nos haga volver a la tierra de nuestros padres, para que nos multipliquemos y para que nos bendiga, como está escrito en el
Deuteronomio
, capítulo XXX.» También les pide mantener la tradición de solidaridad («liberen a quienes son llevados a la muerte»), la tradición del estudio («enseñen a los que son conducidos a la perdición y la destrucción») y la tradición del amor («amen la misericordia y la justicia, brinden con generosidad ayuda a los pobres y quieran infinitamente a Dios»).

Dobla los pliegos. Entregará primero una copia. Si el correo de los muros informa que ha llegado a destino, enviará la siguiente. Alguna conseguirá atravesar el blindaje de esta fortaleza y cruzará el océano. Entonces se sabrá de su pasión y muerte: su sacrificio no será inútil porque integrará la cadena trágica y misteriosa que desovillan los justos del mundo.

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En las deliberaciones del Tribunal crece el deseo por realizar un Auto de Fe. Ya se han reunido suficientes prisioneros con los juicios terminados y cerrados. No conviene seguir manteniéndolos en la cárcel y gastando en su alimentación. Por otra parte, el Auto de Fe es un acontecimiento ejemplarizador que reordena los espíritus: no sólo hace reflexionar a los pecadores sobre la abominación de su conducta, sino que recuerda a poderosos, civiles y eclesiásticos, que el Santo Oficio vigila y trabaja. El Auto de Fe, sin embargo, insume costos extraordinarios y los recursos que fluyen a las arcas apenas cubren sueldos y gastos menores. Las confiscaciones inexorables y exhaustivas que realizan los comisarios no aportan el caudal que se necesita. Pareciera que también en esto metiera su cola el demonio: en vez de tentar a los ricos cuyos bienes redundarían en la holgura de la santa misión represora, hace caer individuos pobres: la mayoría de los acusados son frailes inmorales, negras y mulatas hechiceras, luteranos austeros y judíos dedicados a la medicina. Serían más provechosos los mercaderes y algunos encomenderos con vastas propiedades y talegas llenas de oro. En el proyectado Auto de Fe habría abundantes reconciliados con penas menores: azotes públicos, unos años en las galeras, reeducación en conventos, vestir el sambenito, destierro. Los jueces no lo dicen, pero lo piensan: esas condenas no equivalen a un sismo, apenas a una olvidable flagelación. Para que la gente se conmueva profundamente hace falta la hoguera. El calor y la luz del fuego rompen las malignas armaduras del espíritu. La hoguera, aunque se encienda para un solo reptil, impregna de sentido docente al conjunto. El sitio donde se clava la gruesa estaca en cuya base se amontona la leña que procederá a tostar lentamente al reo se llama en forma indistinta Pedregal o Quemadero. El pueblo le teme. Queda al otro lado del Rímac, entre el barrio de San Lázaro y el cerro. La humareda aleccionadora invade toda Lima y los gritos del condenado pican los oídos de inocentes y pecadores recordándoles el camino de la virtud. El fuego es uno de los cuatro elementos que distinguió Aristóteles sin enterarse —porque vivió antes de Cristo— de su importancia aleccionadora ni su papel purificador. Un Auto de Fe sin hoguera es como una procesión sin santo.

Los calabozos, afortunadamente, ya contienen al hombre que justificará la hoguera. Es un judío loco al que se le ofrecieron abundantes oportunidades de rectificación. Podía haber seguido la trayectoria de su padre y recuperar la libertad con algunas penitencias (inevitables, dada la gravedad de sus infracciones). Podría haber engañado al Santo Oficio —como su padre— y aprovechar la libertad para retornar a su secreto culto. Pero —esto resulta inexplicable— ha rechazado con tenacidad el camino más lógico. Ha formulado cientos de preguntas que le contestaron teólogos de mucha celebridad. Al término de las persuasiones, sin embargo, repetía su demencial reclamo de libertad de conciencia. ¡Libertad de conciencia! ¿Existe un grotesco mayor? ¿Se puede pensar cualquier disparate frente a la imponencia de la verdad? ¿Puede aceptarse que cada uno proponga el enfoque que quiera y emita el absurdo que se le ocurra? ¿No llevaría al caos y a una tempestad de abominaciones? ¿Para qué existe la jerarquía eclesiástica? Esquivar el recto camino de la luz es caer en la perdición. La libertad de conciencia no sólo implica el riesgo de perder el alma propia, sino de infectar el alma de los otros. Si uno puede creer en lo que se le ocurre, también lo podría hacer el vecino y el vecino siguiente. Estos ejemplos disolutos golpearían como catapultas al templo del Señor. La humanidad entera rodaría a los infiernos. Francisco Maldonado da Silva es un enemigo poderoso —advierte Gaitán—: es preciso eliminarlo cuanto antes.

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