* [Pero quedan todavía otros espectáculos, aquel último y perpetuo día del juicio, día no esperado por las naciones, día del cual se mofan, cuando esta tan grande decrepitud del mundo y tantas generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan grandioso entonces! ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas me reiré! ¡Allí gozaré! ¡Allí me regocijaré, contemplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes se decía que habían sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo también cómo los presidentes perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas con que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos! ¡Viendo además cómo aquellos sabios filósofos se llenan de rubor ante sus discípulos, que con ellos se queman, a los cuales convencían de que nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que las almas o no existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo cómo los poetas tiemblan, no ante el tribunal de Radamanto ni de Minos, sino ante el de Cristo, a quien no esperaban! Entonces oiré más a los actores de tragedias, es decir, serán más elocuentes hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones, mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga, totalmente rojo en el carro de fuego; entonces contemplaré a los atletas, lanzando la jabalina no en los gimnasios, sino en el fuego, a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y prefiriese dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el Señor. «Éste es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el destructor del sábado, el samaritano y endemoniado. Éste es aquel a quien comprasteis a Judas, este es aquel que fue golpeado con la caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a beber hiel y vinagre. Éste es aquel a quien sus discípulos robaron a escondidas, para que se dijese que había resucitado, o á quien el dueño del huerto retiró de allí, para que la gran afluencia de quienes iban y venían no estropease sus lechugas». La visión de tales espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué pretor, o cónsul, o cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con toda su generosidad? Y, sin embargo, en cierto modo tenemos ya estas cosas por la fe representadas en el espíritu que las imagina. Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni entraron en corazón de hombre? (1 Cor. 2, 9). Creo que son más agradables que el circo, y el doble teatro, y todos los estadios.]
16
Concluyamos. Los dos valores
contrapuestos
«bueno y malo», «bueno y malvado», han sostenido en la tierra una lucha terrible, que ha durado milenios; y aunque es muy cierto que el segundo valor hace mucho tiempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida aún. Incluso podría decirse que entre tanto la lucha ha sido llevada cada vez más hacia arriba y que, precisamente por ello, se ha vuelto cada vez más profunda, cada vez más espiritual: de modo que hoy quizá no exista indicio más decisivo de la «
naturaleza superior
», de una naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido y que ser realmente todavía un lugar de batalla de aquellas antítesis. El símbolo de esa lucha, escrito en caracteres que han permanecido hasta ahora legibles a lo largo de la historia entera de la humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea contra Roma»: —hasta ahora no ha habido acontecimiento más grande que
esta
lucha, que este planteamiento del problema, que
esta
contradicción de enemigos mortales. Roma veía en el judío algo así como la antinaturaleza misma, como su
monstrum
[monstruo] antipódico, si cabe la expresión; en Roma se consideraba al judío «
convicto
de odio contra todo el género humano»
[37]
: con razón, en la medida en que hay derecho a vincular la salvación y el futuro del género humano al dominio incondicional de los valores aristocráticos, de los valores romanos. ¿Qué es lo que los judíos sentían, en cambio, contra Roma? Se lo adivina por mil indicios; pero basta con traer una vez más a la memoria el
Apocalipsis
de Juan, la más salvaje de todas las invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por otro lado, no se infravalore la profunda consecuencia lógica del instinto cristiano al escribir cabalmente sobre este libro del odio el nombre del discípulo del amor, del mismo a quien atribuyó aquel Evangelio enamorado y entusiasta—: aquí se esconde un poco de verdad, por muy grande que haya sido también la falsificación literaria precisa para lograr esa finalidad). Los romanos eran, en efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran que hasta ahora no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y ni siquiera se los ha soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda inscripción suya produce éxtasis, presuponiendo que se adivine
qué
es lo que allí escribe. Los judíos eran, en cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento
par excellence
, en el que habitaba una genialidad popular-moral sin igual: basta comparar los pueblos de cualidades análogas, por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los judíos, para comprender qué es de primer rango y qué es de quinto. ¿Quién de ellos ha
vencido
entre tanto, Roma o Judea? No hay, desde luego, la más mínima duda: considérese ante quién se inclinan hoy los hombres, en la misma Roma, como ante la síntesis de todos los valores supremos, —y no sólo en Roma, sino casi en media tierra, en todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso o quiere volverse manso, —ante
tres judíos
, como es sabido, y
una judía
(ante Jesús de Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras Pablo, y la madre del mencionado Jesús, de nombre María). Esto es muy digno de atención: Roma ha sucumbido, sin ninguna duda. De todos modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas las cosas: Roma misma se movió, como un muerto aparente que abre los ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma judaizada, construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga ecuménica y se llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar Judea, gracias a aquel movimiento radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de resentimiento al que se da el nombre de Reforma protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el restablecimiento de la Iglesia, —el restablecimiento también de la vieja quietud sepulcral de la Roma clásica
[38]
. En un sentido más decisivo incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea volvió a vencer otra vez sobre el ideal clásico con la Revolución francesa: la última nobleza política que había en Europa, la de los siglos XVII y XVIII
franceses
, sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento —¡jamás se escuchó en la tierra un júbilo más grande, un entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en medio de todo ello ocurrió lo más tremendo, lo más inesperado: el ideal antiguo mismo apareció en
carne y hueso, y
con un esplendor inaudito, ante los ojos y la conciencia de la humanidad, —¡y una vez más, frente a la vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla del
primado de los más
, frente a la voluntad de descenso, de rebajamiento, de nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre, resonó más fuerte, más simple, más penetrante que nunca la terrible y fascinante anti-consigna del
primado de los menos
! Como una última indicación del
otro
camino apareció Napoleón, el hombre más singular y más tardíamente nacido que haya existido nunca, y en él, encarnado en él, el problema del
ideal noble en sí
—reflexiónese bien en
qué
problema es éste: Napoleón, esa síntesis de
inhumanidad y superhombre
….
[39]
17
—¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada
ad acta
[a los archivos] para siempre aquella antítesis de ideales, la más grande de todas? ¿O sólo fue aplazada, aplazada por largo tiempo?… ¿No deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo incendio, mucho más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún: ¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso quererlo?, ¿e incluso favorecerlo?… Quien en este punto comienza, lo mismo que mis lectores, a meditar, a continuar pensando, es dificil que llegue pronto al final, —ésta es para mí razón suficiente para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya quedado bastante claro hace tiempo lo que yo
quiero
, lo que yo quiero precisamente con aquella peligrosa consigna que he colocado al frente de mi último libro:
Más allá del bien y del mal
…. Esto no significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo».—.
Nota
. Aprovecho la ocasión que me proporciona este tratado para expresar pública y formalmente un deseo que hasta ahora he manifestado tan sólo en conversaciones ocasionales con personas doctas; a saber, que alguna Facultad de Filosofía se haga benemérita del fomento de los estudios de
historia de la moral
convocando una serie de premios académicos: —tal vez este libro sirva para dar un fuerte impulso precisamente en esa dirección. En previsión de una posibilidad de esa especie, se propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los filólogos e historiadores tanto como la de los auténticos doctos en filosofía por oficio.
«
¿Qué indicaciones nos proporciona la ciencia del lenguaje, y en especial la investigación etimológica, sobre la historia evolutiva de los conceptos morales
?».
—Por otro lado, también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del
valor
de las apreciaciones valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede dejar a los filósofos de oficio el representar, también en este caso singular, el papel de abogados y mediadores, una vez que hayan logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada, entre filosofía, fisiología y medicina se transforme en el más amistoso y fecundo de los intercambios. De hecho todas las tablas de bienes, todos los «tú debes» conocidos por la historia o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la interpretación
fisiológica
, antes, en todo caso, que la psicológica; todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia médica. La cuestión: ¿qué
vale
esta o aquella tabla de bienes, esta o aquella «moral»? debe ser planteada desde las más diferentes perspectivas; especialmente la pregunta «¿valioso
para qué
?» nunca podrá ser analizada con suficiente finura. Algo, por ejemplo, que tuviese evidentemente valor en lo que respecta a la máxima capacidad posible de duración de una raza (o al aumento de sus fuerzas de adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por ejemplo, de formar un tipo más fuerte. El bien de los más y el bien de los menos son puntos de vista contrapuestos del valor; considerar ya en sí que el primero tiene un valor más elevado es algo que nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los biólogos ingleses…
Todas
las ciencias tienen que preparar ahora el terreno para la tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que el filósofo tiene que solucionar el
problema del valor
, tiene que determinar la
jerarquía de los valores
—.
1
Criar un animal al que le
sea lícito hacer promesas
—¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?… El hecho de que tal problema se halle resuelto en gran parte tiene que parecer tanto más sorprendente a quien sepa apreciar del todo la fuerza que actúa en contra suya, la fuerza de la
capacidad de olvido
. Esta no es una mera
vis inertiae
[fuerza inercial], como creen los superficiales, sino, más bien, una activa, positiva en el sentido más riguroso del término, facultad de inhibición, a la cual hay que atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido en nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el estado de digestión (se lo podría llamar «asimilación anímica»), tan poco como penetra en ella todo el multiforme proceso con el que se desarrolla nuestra nutrición del cuerpo, la denominada «asimilación corporal». Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia; no ser molestados por el ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de
tabula rasa
[tabla rasa] de la conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar (pues nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) —éste es el beneficio de la activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo,
ningún presente
. El hombre en el que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es comparable a un dispéptico (y no sólo comparable—), ese hombre no «digiere» íntegramente nada… Precisamente este animal olvidadizo por necesidad, en el que el olvidar representa una fuerza, una forma de la salud
vigorosa
, ha criado en sí una facultad opuesta a aquélla, una memoria con cuya ayuda la capacidad de olvido queda en suspenso en algunos casos, —a saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por tanto, no es, en modo alguno, tan sólo un pasivo no-poder-volver-a-liberarse de la impresión grabada una vez, no es tan sólo la indigestión de una palabra empeñada una vez, de la que uno no se desembaraza, sino que es un activo no-querer-volver-a-liberarse, un seguir y seguir queriendo lo querido una vez, una auténtica
memoria de la voluntad
, de tal modo que entre el originario «yo quiero», «yo haré» y la auténtica descarga de la voluntad, su acto, resulta lícito interponer tranquilamente un mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de voluntad nuevos y extraños, sin que esa larga cadena de la voluntad salte. Mas ¡cuántas cosas presupone todo esto! Para disponer así anticipadamente del futuro, ¡cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el acontecimiento necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano como presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el fin, a saber en general contar, calcular, —cuánto debe el hombre mismo, para lograr esto, haberse vuelto antes
calculable, regular, necesario
, poder responderse a sí mismo de su propia representación, para finalmente poder responder de sí
como futuro
a la manera como lo hace quien promete!