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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La genealogía de la moral (13 page)

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Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció con todo esto y por
debajo
de todo esto: aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animal-hombre interiorizado, replegado por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el «Estado» con la finalidad de ser domesticado, que ha inventado la mala conciencia para hacerse daño a sí mismo, después de que la vía más
natural
de salida de ese hacer-daño había quedado cerrada, —este hombre de la mala conciencia se ha apoderado del presupuesto religioso para llevar su propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud. Una deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en instrumento de tortura. Capta en «Dios» las últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus auténticos e insuprimibles instintos de animal, reinterpreta esos mismos instintos animales como deuda con Dios (como enemistad, rebelión, insurrección contra el «Señor», el «Padre», el progenitor y comienzo del mundo), se tensa en la contradicción «Dios y demonio», y todo no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de su ser, lo proyecta fuera de si como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios, como santidad de Dios, como Dios juez, como Dios verdugo, como más allá, como eternidad, como tormento sin fin, como infierno, como inconmensurabilidad de pena y culpa. Es ésta una especie de demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene igual: la
voluntad
del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta resultar imposible la expiación, su
voluntad
de imaginarse castigado sin que la pena pueda ser jamás equivalente a la culpa, su
voluntad
de infectar y de envenenar con el problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin de cortarse, de una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas», su
voluntad
de establecer un ideal —el del «Dios santo»—, para adquirir, en presencia del mismo, una tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! ¡Qué ocurrencias tiene, qué cosas antinaturales, qué paroxismo de lo absurdo, qué
bestialidad de la idea
aparecen tan pronto como se le impide, aunque sea un poco, ser
bestia de la acción!
… Todo esto es interesante en grado sumo, pero también de una tétrica, sombría y extenuante tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos violentamente mirar demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay
enfermedad
, no hay duda, la más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: —y quien es capaz aun de oír (¡pero hoy ya no se tienen oídos para ello!—) cómo en esta noche de tormento y de demencia ha resonado el grito
amor
, el grito del más anhelante encantamiento, de la redención en el
amor
, ése se vuelve hacia otro lado, sobrecogido por un horror invencible… ¡En el hombre hay tantas cosas horribles!… ¡La tierra ha sido ya durante mucho tiempo una casa de locos!…

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Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la procedencia del «Dios santo». —Que
en sí
la concepción de los dioses no tiene que llevar necesariamente a esa depravación de la fantasía, de cuya representación por un instante no nos ha sido lícito dispensarnos, que hay formas
más nobles
de servirse de la ficción poética de los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del hombre, en las que han sido maestros los últimos milenios de Europa, —¡esto es cosa que, por fortuna, aún puede inferirse de toda mirada dirigida a los
dioses griegos
, a esos reflejos de hombres más nobles y más dueños de sí, en los que el
animal
se sentía divinizado en el hombre
y no
se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener alejada de sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su libertad de alma: es decir en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de su Dios. En esto llegaron
muy lejos
aquellas magníficas cabezas infantiles, valientes como leones; y nada menos que una autoridad tan grande como la del mismo Zeus homérico les da a entender acá y allá que se toman las cosas demasiado a la ligera: «¡Ay!», dice en una ocasión— se trata del caso de Egisto, un caso muy grave—.

«¡Ay de qué cosas acusan los mortales a los dioses!

Dicen que
sólo de nosotros proceden sus males
;

pero ellos mismos con sus insensateces se causan sus infortunios,

incluso contra el destino»
[64]
.

Sin embargo, aquí oímos y vemos a la vez que también este espectador y juez olímpico está lejos de enfadarse por esto con los hombres y de pensar mal de ellos: «¡Qué locos son!», piensa al ver las fechorías de los mortales, —y «locura», «insensatez», un poco de «perturbación en la cabeza», todo eso lo
admitieron
de sí mismos incluso los griegos de la época más fuerte, más valerosa, como fundamento de muchas cosas malas y funestas: —locura,
¡no
pecado! ¿Lo comprendéis?… Pero incluso esa perturbación de la cabeza era un problema —«sí, ¿cómo ella es posible siquiera?, ¿de dónde puede haber venido, propiamente, a cabezas como las de
nosotros
, hombres de la procedencia aristocrática, de la fortuna, de la buena constitución, de la mejor sociedad, de la nobleza, de la virtud?» —así se preguntó durante siglos el griego noble a la vista del horror y del crimen, incomprensibles para él, con los que se había manchado uno de sus iguales. «Un
dios
, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía finalmente, moviendo la cabeza… Esta salida es
típica
de los griegos… Y así los dioses servían entonces para justificar hasta cierto punto al hombre incluso en el mal, servían como causas del mal —entonces los dioses no asumían la pena, sino, como es
más noble
, la culpa
[65]
.…

24

—Acabo con tres signos de interrogación, como bien se ve. «¿Se alza propiamente aquí un ideal, o se lo abate?», se me preguntará acaso… Pero ¿os habéis preguntado alguna vez suficientemente cuán caro se ha hecho pagar en la tierra el establecimiento de
todo
ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser siempre calumniada e incomprendida para ello, cuánta mentira tuvo que ser santificada, cuánta conciencia conturbada, cuánto «dios» tuvo que ser sacrificado cada vez? Para poder levantar un santuario
hay que derruir un santuario
: ésta es la ley —¡muéstreseme un solo caso en que no se haya cumplido!… Nosotros los hombres modernos, nosotros somos los herederos de la vivisección durante milenios de la conciencia, y de la autotortura, también durante milenios, de ese animal que nosotros somos: en esto tenemos nuestra más prolongada ejercitación, acaso nuestra capacidad de artistas, y en todo caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto. Durante demasiado tiempo el hombre ha contemplado «con malos ojos» sus inclinaciones naturales, de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la «mala conciencia». Sería posible
en sí
un intento en sentido contrario —¿pero quién es lo bastante fuerte para ello?—, a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las inclinaciones
innaturales
, todas esas aspiraciones hacia el más allá, hacia lo contrario a los sentidos, lo contrario a los instintos, lo contrario ala naturaleza, lo contrario al animal, en una palabra, los ideales que hasta ahora han existido, todos los cuales son ideales hostiles a la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con
tales
esperanzas y pretensiones?… Tendríamos contra nosotros justo a los hombres
buenos: y
además, como es obvio, a los hombres cómodos, a los reconciliados, a los vanidosos, a los soñado res, a los cansados… ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué cosa divide más radicalmente que el hacer notar algo del rigor y de la elevación con que uno se trata a sí mismo? Y, por otro lado —¡qué complaciente, qué afectuoso se muestra todo el mundo con nosotros tan pronto como hacemos lo que hace todo el mundo y nos «dejamos llevar» como todo el mundo!… Para lograr aquel fin se necesitaría una especie de espíritus
distinta
de los que son probables cabalmente en esta época: espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una necesidad imperiosa; se necesitaría para ello estar acostumbrados al aire cortante de las alturas, a las caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del conocimiento, que forma parte de la
gran salud
, ¡se necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud!……
[66]
Pero hoy ¿es ésta posible siquiera?… Alguna vez, sin embargo, en una época más fuerte que este presente corrompido, que duda de sí mismo, tiene que venir a nosotros el hombre
redentor
, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo apartamiento y todo más allá, cuya soledad es malentendida por el pueblo como si fuera una huida de la realidad —: siendo así que constituye un hundirse, un enterrarse, un profundizar en la realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la luz, la
redención
de la misma, su redención de la maldición que el ideal existente hasta ahora ha lanzado sobre ella. Ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente hasta ahora y asimismo de lo
que tuvo que nacer de él
, de la gran náusea, de la voluntad de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza, ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada—
alguna vez tiene que llegar

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—Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene, callar: de lo contrario atentaría contra algo que únicamente le está permitido a uno más joven, a uno más «futuro», a uno más fuerte que yo, —lo que únicamente le está permitido a
Zaratustra
, a
Zaratustra el ateo

Tratado Tercero: ¿Qué significan los ideales ascéticos?

Despreocupados, irónicos, violentos

—así nos quiere la sabiduría: es una mujer,

ama siempre únicamente a un guerrero…

Así habló Zaratustra
[67]

1

¿Qué significan los ideales ascéticos? —Entre artistas, nada o demasiadas cosas diferentes; entre filósofos y personas doctas, algo así como un olfato y un instinto para percibir las condiciones más favorables de una espiritualidad elevada; entre mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad
más
de la seducción, un poco de
morbidezza
[morbidez] sobre una carne hermosa, la angelicidad de un bello animal grueso; entre gentes fisiológicamente lisiadas y destempladas (la
mayoría
de los mortales), un intento de encontrarse «demasiado buenas» para este mundo, una forma sagrada de desenfreno, su principal recurso en la lucha contra el lento dolor y contra el aburrimiento; entre sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la «suprema» autorización para el mismo; finalmente, entre santos, un pretexto para el letargo invernal, su
novissima gloriae cupido
[novísima avidez de gloria], su descanso en la nada («Dios»), su forma peculiar de locura. Ahora bien, en el hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas para el hombre se expresa la realidad fundamental de la voluntad humana, su
horror vacui
[horror al vacío]: esa voluntad
necesita una meta— y
prefiere querer
la nada
a no querer. —¿Se me entiende?… ¿Se me ha entendido?… «
¡De ninguna manera, señor!
» —Comencemos, pues, desde el principio.

2

¿Qué significan los ideales ascéticos? —O para tomar un solo caso con respecto al cual se me ha consultado con bastante frecuencia, ¿qué significa, por ejemplo, el que un artista como Richard Wagner rinda homenaje a la castidad en los días de su vejez? Es verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo siempre; pero sólo en el último momento lo hizo en un sentido ascético. ¿Qué significa esa modificación del «sentido», ese radical cambio de sentido? —pues fue un cambio, y con él Wagner dio directamente el salto a su antítesis. ¿Qué significa que un artista dé el salto a su antítesis?… Supuesto que queramos detenernos un poco en esta cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo de la época más buena, más fuerte, más jubilosa,
más valerosa
que hubo tal vez en la vida de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le ocupaba de una manera íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué azares ha dependido propiamente el que nosotros tengamos hoy, en lugar de aquellá música nupcial,
Los maestros cantores? ¿Y
cuánto de aquélla sigue quizá resonando todavía en éstos? Pero no hay ninguna duda de que, aun en esas
Bodas de Lutero
, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de todos modos, de un elogio de la sensualidad: —y justo así me parecería bien, justo así habría sido ello también «wagneriano». Pues entre castidad y sensualidad no se da una antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda auténtica relación amorosa de corazón está por encima de esa antítesis. A mi parecer, Wagner habría hecho bien en llevar de nuevo al ánimo de sus alemanes esta
agradable
realidad, con ayuda de una graciosa y atrevida comedia sobre Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes muchos calumniadores de la sensualidad; y acaso el mérito de Lutero en ninguna otra cosa fue más grande que en haber tenido cabalmente el valor de su
sensualidad
(—entonces se la llamaba, con bastante delicadeza, «libertad evangélica…»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa antítesis entre castidad y sensualidad, no es necesario, por fortuna, que sea ya una antítesis trágica. Esto debería valer al menos de todos los mortales dotados de mejor constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de contar sin más, entre las razones contrarias a la existencia, su lábil equilibrio entre «la bestia y el ángel», —los más sutiles y los más lúcidos, como Goethe, como Hafis
[68]
, han visto incluso en esto un atractivo más de la vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a existir… Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son llevados a adorar la castidad —¡y tales cerdos existen!— ven y adoran en ella sólo su antítesis, la antítesis del cerdo lisiado —¡oh, es fácil imaginar con qué trágico gruñido y fervor lo hacen!—, aquella penosa y superflua antítesis que Richard Wagner, al final de su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en música y llevar a la escena.
Mas ¿con qué
fi
nalidad
? es lícito y justo preguntar
[69]
. Pues ¿qué le importaban a él los cerdos, qué nos importan a nosotros?—.

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