355. Sobre el origen de nuestra noción de «conocimiento».
La siguiente explicación me ha sido sugerida en la calle, donde oí a un poblador decir: «Me ha conocido», tras lo cual me pregunté: ¿qué entiende el pueblo por conocimiento? ¿Qué quiere cuando quiere el «conocimiento»? Yo digo que hacer que algo extraño se convierta en algo conocido. ¿Qué más entendemos por «conocimiento» los filósofos? Lo conocido es aquello a lo que estamos lo suficientemente habituados como para no asombramos, nuestra vida cotidiana, una regla cualquiera a la que estamos sometidos, todo lo que nos es familiar. ¿Cómo? ¿No será nuestra necesidad de conocimiento precisamente esa necesidad de lo ya conocido, la voluntad de encontrar entre todo lo que hay de extraño, de extraordinario, de dudoso, algo que no sea motivo de inquietud para nosotros? ¿No será el instinto del miedo el que nos incita a conocer?
¿No será el júbilo de quien adquiere un conocimiento el mismo júbilo del sentimiento de seguridad recobrado? Tal filósofo consideró que «conocía» el mundo cuando lo hubo reducido a la «Idea». ¿Pero no era porque la «Idea» le resultaba conocida y familiar, porque había dejado de tenerle miedo a la «Idea».? ¡Váyase en hora mala la suficiencia de quienes pretenden conocer! ¡Examínense desde esta perspectiva los principios y las soluciones a los enigmas del mundo que proponen! ¡Qué contentos se muestran en seguida cuando encuentran en las cosas, debajo de las cosas, detrás de las cosas algo que, por desgracia, conocemos muy bien, como la tabla de multiplicar, por ejemplo, o nuestra lógica, o incluso nuestra voluntad y nuestro deseo! Son unánimes al afirmar que «lo conocido es reconocido». Pero los más circunspectos de ellos pretenden que lo conocido sea, al menos, más fácil de reconocer que lo extraño. Ellos consideran más metódico, por ejemplo, partir del «mundo interior», de los «hechos de la conciencia», ¡porque ese es el mundo que mejor conocemos! ¡Error de los errores! Lo conocido es lo habitual, y lo habitual es lo más difícil de «reconocer», es decir, de considerar como un problema, y por consiguiente, como algo extraño, lejano, situado «fuera de nosotros»… La gran seguridad de la que dan prueba las ciencias naturales en relación con la psicología y la crítica de los elementos de la conciencia —ciencias que se podrían llamar antinaturales— se debe precisamente al hecho de que toman por objeto la realidad extraña, mientras que es casi contradictorio y absurdo querer tomar por objeto lo que no es extraño.
356. ¿En qué medida serán cada vez más «artísticas» las condiciones de vida en Europa?
La preocupación de proveer a su subsistencia sigue imponiendo hoy —en nuestra época transitoria donde se imponen tan pocas cosas— a casi todos los varones europeos un papel determinado, denominado profesión. A algunos les queda aún la libertad totalmente aparente de elegir ellos mismos ese papel, mientras que a la mayoría se le da elegido. El resultado es bastante singular. Casi todos los europeos, cuando llegan a una edad avanzada, se identifican con su papel, son víctimas de su «buena representación», han olvidado hasta qué punto el azar, el humor y la arbitrariedad dispusieron de ellos cuando decidieron su «vocación», y cuántos otros papeles hubieran podido representar quizás, ¡pero ya es demasiado tarde! En un sentido más profundo, el papel se ha convertido realmente en un carácter, el arte se ha convertido en naturaleza. Hubo épocas en las que se creía con una confianza ciega hasta la piedad, estar personalmente predestinado para determinado oficio en particular, para tal forma de ganarse la vida, a pesar de ignorar pura y simplemente la parte que correspondía al azar, al papel, a lo fortuito. Gracias a esta creencia, toda clase de estados, de corporaciones y de privilegios profesionales hereditarios lograron levantar esas monstruosas torres sociales que caracterizan a la Edad Media, alabadas por la capacidad de duración (¡y la duración es aquí en la tierra un valor de primer orden!). Pero, a la inversa, hay épocas propiamente democráticas en las que se olvida cada vez más esta creencia, mientras pasa con atrevimiento a primer plano un punto de vista contrario al anterior; la creencia ateniense que comienza a afirmarse en la época de Pendes, la creencia americana de hoy que tiende cada vez más a convertirse en europea y según la cual el individuo está convencido de ser capaz de cualquier cosa, de estar a la altura de cualquier papel, mientras cada uno ensaya, improvisa, vuelve a ensayar a placer, desapareciendo todo lo natural y convirtiéndose en arte… Los griegos, que fueron los primeros en sustentar esta creencia en el papel —creencia de artista, si se quiere— sufrieron, como sabemos, progresivamente una extraña metamorfosis que no merece ser imitada en todos sus aspectos; se convirtieron realmente en actores; en cuanto tales, encantaron y subyugaron al universo y, en último lugar, a «la dominadora del universo» (pues fue el bufón griego quien venció a Roma y no la cultura helénica, como dicen los incautos…). Pero lo que temo, lo que hoy se vislumbra a manos llenas, siempre que se quiera captarlo, es que los hombres modernos seguimos el mismo camino, pues cada vez que un hombre empieza a descubrir hasta qué punto representa un papel, hasta qué grado puede ser actor, se convierte en actor… De esta forma, asistimos al surgimiento de una nueva fauna de individuos, que no podría crecer en épocas más firmes, más limitadas —o que son relegados «abajo», al margen de la sociedad, sospechosos de deshonor— y asistimos, digo, a épocas más interesantes y más locas de la historia donde los «actores», actores de todas las categorías, son los auténticos amos. A causa de esto, cada vez se ve más gravemente desfavorecida otra especie de hombres, hasta acabar haciéndose imposible, comenzando por los grandes «arquitectos», los grandes «constructores»; actualmente la fuerza constructora disminuye a pasos agigantados; el atrevimiento de hacer proyectos a largo plazo se ha desmoralizado, mientras empiezan a faltar los genios organizadores; ¿quién se atreve a emprender obras para cuya culminación necesitaría contar con miles de años? Se ve, efectivamente, apagarse aquella creencia fundamental en virtud de la cual un hombre puede contar, prometer, anticipar el futuro mediante sus proyectos, aportar sacrificios a estos últimos, de manera tal que no tenga valor ni sentido sino como una piedra de un vasto edificio. Por esto es preciso ante todo ser sólido, ser «piedra».… ¡Sobre todo no ser… actor! En resumen (¡ay!, ¡ya no se dirá mucho tiempo más!), lo que en lo sucesivo no se construirá, lo que no podrá construirse ya es una sociedad en el viejo sentido de la palabra. Para construir un edificio así hace falta todo, empezando por los materiales. Todos hemos dejado de ser materiales de construcción de una sociedad; esto es una verdad que está a la orden del día. Me importa poco que actualmente la clase de hombres más miope, quizás también la más sincera, en cualquier caso la más ruidosa de hoy en día, los señores socialistas, puedan creer, esperar, soñar y, sobre todo, gritar y escribir más o menos lo contrario de lo que yo digo. Ya puede leerse en todas las mesas y en todas las paredes su palabra de futuro: «sociedad libre». ¿Una sociedad libre? ¡Muy bien! Pero ¿con qué construirán una sociedad así? Con vigas de hierro. ¡La famosa viga de hierro! Y no simplemente de madera.
357. A propósito del viejo problema: «¿qué es alemán?».
Cuando se pasa revista a los logros propiamente dichos del pensamiento filosófico, cuyo mérito corresponde a mentes alemanas, ¿sería legítimo en algún sentido atribuirlos al conjunto de la raza? ¿Podríamos decir que son, al mismo tiempo, obra del «alma alemana», o al menos un síntoma suyo, en el sentido en que acostumbramos a considerar la ideo manía de Platón, su delirio casi religioso por las formas como un acontecimiento y una manifestación del «alma helénica».? ¿O será cierto lo contrario? ¿Serían estos logros del pensamiento tan individuales y excepcionales para el espíritu de la raza como lo fue, por ejemplo, el paganismo de Goethe con su buena conciencia, o como lo es entre los alemanes el maquiavelismo de Bismarck, con su buena conciencia y su pretendida «política realista».? ¿Irían en contra incluso nuestros filósofos de las necesidades del «alma alemana».? ¿Eran realmente, en definitiva, alemanes los filósofos alemanes? Recordaré tres casos. En primer lugar, la lucidez incomparable de Leibniz, quien tenía razón al afirmar no sólo contra Descartes, sino contra todo lo que se había filosofado hasta él, que la conciencia no es más que un accidente de la representación, no su atributo necesario y esencial y que, en consecuencia, lo que llamamos conciencia, lejos de ser nuestro mundo espiritual y psíquico, no constituye más que un estado de éste (tal vez un estado de enfermedad). ¿Denota algo alemán este pensamiento, cuya profundidad dista hoy de estar agotada? ¿Hay razones para dudar de que un latino haya podido fácilmente desembocar en esta inversión de la apariencia? Porque esto es efectivamente una inversión. Recordemos, en segundo lugar, el prodigioso signo de interrogación que colocó Kant junto a la noción de «causalidad» —no que hubiese discutido la legitimidad de esta noción como hizo Hume—. Así, empezó más bien a delimitar prudentemente el terreno en cuyo interior sigue teniendo sentido esta noción (aún estamos lejos de haber acabado esta delimitación). Consideremos, en tercer lugar, la sorprendente sacudida que provocó Hegel en todos los hábitos y recreos de la lógica, cuando se atrevió a enseñar que las nociones específicas se desarrollan la una de la otra, tesis por la cual los espíritus europeos se vieron preparados para afrontar el último de los grandes descubrimientos científicos, el darwinismo —pues sin Hegel no hubiera existido Darwin—
¿Hay algo de alemán en esta innovación hegeliana que introdujo por vez primera la «evolución» en las ciencias? Sí, sin duda alguna. En los tres casos citados sentimos que se ha «revelado, adivinado» algo de nuestra propia naturaleza y, a la vez, estamos sorprendidos y agradecidos; cada una de estas tres tesis constituye un fragmento considerable del conocimiento, de la experiencia y de la autocomprensión del alma alemana. Con Leibniz sentimos que «nuestro mundo interior es mucho más rico, más extenso, más oculto»; como alemanes dudamos con Kant del valor definitivo de los conocimientos científicos y de todo lo que se deja conocer mediante la causalidad; lo cognoscible nos parece en cuanto tal de menos valor. Los alemanes somos hegelianos, aunque Hegel no hubiera existido nunca, en la medida en que (en contra de todos los latinos) atribuimos instintivamente al desarrollo y a la evolución un significado más profundo, un valor más rico que a lo que «es» —por eso apenas creemos en la legitimidad de la noción de «ser»—. Somos hegelianos en la medida en que no nos inclinamos a considerar que nuestra lógica humana es la lógica en sí, la única clase de lógica (más bien quisiéramos estar convencidos de que ésta no es mas que un caso especial, el más raro y estúpido tal vez). Una cuarta cuestión sería saber si Schopenhauer con su pesimismo, es decir, con el problema del valor de la existencia, debía necesariamente ser un alemán. Yo no lo creo. El acontecimiento después del cual cabía esperar con certeza este problema, aunque un astrónomo del alma habría podido calcular anticipadamente el día y la hora, el ocaso de la creencia en el Dios cristiano, la victoria del ateísmo científico, constituye un acontecimiento europeo global, cuyo mérito y honor deben compartir todas las razas. En cambio, sería a los alemanes, a esos alemanes contemporáneos de Schopenhauer, a quienes habría que atribuir con justicia el hecho de haber retrasado de una forma larga y peligrosa esta victoria del ateísmo. Hegel, especialmente, fue por excelencia quien la retrasó, por el grandioso intento que emprendió de convencernos de la divinidad de la existencia, en última instancia, por medio de nuestro sexto sentido, el «sentido histórico». Schopenhauer fue, como filósofo, el primer ateo declarado e inflexible que se cuenta entre los alemanes; éste era el verdadero motivo de su hostilidad con Hegel. El carácter no divino de la existencia era para él algo inmediato, tangible, indiscutible; perdía su sangre fría de filósofo y se indignaba cada vez que veía dudar y especular a alguien respecto a este tema. En esto radica su honradez; el ateísmo incondicional y sincero es, efectivamente, la condición previa de su forma de plantear los problemas, como una victoria final de la conciencia europea duramente alcanzada, como el acto más rico, en consecuencia, de una disciplina doblemente milenaria del espíritu de verdad que acaba prohibiéndose la mentira de la creencia en Dios. Se comprende, en definitiva, que lo que venció al Dios cristiano fue la propia moral cristiana, la noción de veracidad tomada en un sentido cada vez más riguroso, la sutileza de la conciencia cristiana desarrollada por los confesores, traducida y sublimada en conciencia científica, hasta la limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar a la naturaleza corno si fuese una prueba de la bondad y de la protección de Dios; interpretar la historia a mayor gloria de la razón divina, como testimonio perpetuo de la finalidad moral del orden universal; interpretar sus propias experiencias vividas como lo habían hecho personas piadosas desde largo tiempo atrás, como si todo no fuera más que el don, el signo, el aviso de la Providencia, como si todo debiese concurrir en la salvación del alma por el amor, todo esto, digo, constituyen cosas ya acabadas, contrarias a la conciencia, algo que todas las conciencias más sutiles consideran hoy indecencia, mala fe, impostura, afeminación, debilidad, cobardía. En virtud de este rigor, si ha de ser en virtud de Ligo, somos efectivamente buenos europeos, herederos del autodominio más duradero y valiente del que haya dado prueba Europa. Ahora bien, tan pronto como rechazamos lejos de nosotros la interpretación cristiana y consideramos su «significado» como moneda falsa, nos asalta la pregunta de Schopenhauer de la manera más terrible: ¿tiene la existencia algún sentido? Cuestión que necesitará varios siglos para ser percibida en toda su profundidad. La respuesta que le dio el propio Schopenhauer —pido perdón por lo que voy a decir— era algo precipitada, juvenil, una forma de transacción, un quedarse atascado en las perspectivas morales, en las del ascetismo cristiano precisamente, en las que no se creía desde el mismo momento en que desapareció la fe en Dios… Pero planteó la cuestión (como buen europeo, ya lo he dicho, y no como alemán). ¿O han dado pruebas los alemanes de que este problema les perteneciera íntimamente, de su afinidad con él, de la necesidad que tenían de que se planteara, al menos por la manera que han tenido de asimilar la cuestión schopenhaueriana? El hecho de que después de Schopenhauer se haya meditado y comentado también en Alemania —en una fecha por lo demás bastante tardía— el problema que él planteó alcanza para decidir en favor de esta pertenencia; se podría incluso invocar en contra de esto la torpeza singular del pesimismo posterior a Schopenhauer; era evidente que en esta ocasión los alemanes no se encontraban en su elemento. Con esto no hago alusión a Eduard von Hartmann; por el contrario, hoy estoy lejos de haber abandonado mi antigua sospecha respecto a él, porque lo considero demasiado hábil para nosotros. Quiero decir que como astuto y chistoso tal vez no hiciera otra cosa desde el principio que burlarse del pesimismo alemán, y hasta podría incluso, a fin de cuentas, «delegar» en testamento a los alemanes la manera como lo hizo en plena época de las fundaciones. Pero yo pregunto: ¿será preciso citar en honor de los alemanes a la vieja perinola ronroneante de Bahnsen, que se pasó la vida dando vueltas con deleite en tomo a su miserable dialéctica realista y a su «mala suerte personal».? ¿Es eso alemán por casualidad? (Recomiendo de paso sus escritos, corno remedio antipesimista, que yo mismo he practicado, principalmente por su elegancia psicológica y su eficacia, creo yo, contra la indisposición más obstinada del alma y del cuerpo.) ¿O podríamos contar entre los verdaderos alemanes a esa clase de diletantes y solteronas como Mainländer, el dulce apóstol de la virginidad? Para acabar, tendríamos que enfrentarnos con un judío (todos los judíos se ponen empalagosos cuando moralizan). Ni Bahnsen, ni Mainländer, ni sobre todo Eduard von Hartmann aportan un dato cierto a la cuestión de saber si el pesimismo de Schopenhauer, su mirada horrorizada por un mundo despojado de todo carácter divino, que se ha vuelto estúpido, ciego, loco, sospechoso, ese leal horror de Schopenhauer… constituyen no sólo un caso de excepción entre los alemanes, sino incluso un acontecimiento alemán; mientras que todo lo que se produce en primer plano, nuestra valiente política, nuestro alegre patriotismo que considera todas las cosas según un principio tan poco filosófico como «Alemania, Alemania por encima de todo», por consiguiente
sub specie speciei
, es decir,
sub specie
de la
species
alemana, prueba indudablemente lo contrario. ¡No, los alemanes de hoy no son de ningún modo pesimistas! Y por decirlo una vez más, Schopenhauer era pesimista, como buen europeo, no como alemán.