La fortuna de Matilda Turpin (33 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Lo lamento —tartajea Fernandito—, no la he, a Emilia, visto. Toda la tarde por Lobreña y demás y no la he visto. Lo siento...

—No sabemos dónde está, no ha vuelto todavía. Yo también salí a buscarla y tampoco yola he visto. No te preocupes...

—Lo siento, de verdad que lo siento. Avísame si llega, ¿vale?

—Vale, Fernando, cuando llegue yo te aviso.

Fernando sube las escaleras lentamente. Antonio le olvida de inmediato. Pasa así la noche entera sin dormir. Llama por teléfono a una clínica de urgencias de Lobreña y a urgencias de dos hospitales grandes de Letona. Nadie sabe nada. Hacia las siete de la mañana llama el cabo de la Guardia Civil.

—Han encontrado a su mujer y el coche en Letona. Supongo que irá usted a buscarla. Le doy la dirección de la comisaría donde está. Está bien. Parece que está como ida, pero está bien.

Antonio da las gracias, va al garaje, saca el Opel, conduce procurando no acelerarse en dirección a Letona.

XXXI

La Policía Local (Tráfico) encontró el monovolumen, con Emilia sentada al volante como ida, junto a la grúa de piedra del antiguo muelle de carga de Letona. Antonio se ha presentado en la comisaría de la Cuesta de los Carmelitas alrededor de las ocho de la mañana. Emilia está sentada al final de un banco en una sala de espera con demasiada calefacción. Justo encima de Emilia un retrato de Su Majestad el Rey de España. Antonio entra despacio, como si entrara en la habitación de un hospital. Emilia está sentada en el banco, debajo del retrato, apoyada la espalda en la pared, con las dos manos ante sí, una en cada rodilla. Antonio se sienta junto a ella, le pasa el brazo por el hombro. Emilia está tranquila e ida. Es lo que dijo el cabo por teléfono, lo que le dijeron al cabo los de la comisaría. Es la verdad: está tranquila, un poco pálida, ida. Al pasarle el brazo izquierdo por el hombro, Antonio nota los huesos de la espalda, la clavícula, el cuello, como un pájaro, como un vencejo caído al suelo. Emilia no se ha venido abajo, sin embargo. No parece especialmente impresionada por el hecho de hallar- se en la comisaría o por la repentina aparición de Antonio.

—Estaba al rape mismo del malecón la señorita. Llega a frenar medio metro después y se cae al mar. Lo que son el parachoques con los faros sobresalían una cuarta del muelle, sobre el agua. Cuando vimos que la señorita estaba sentada al volante nos dio miedo acercarnos, igual se asusta al vernos de repente y quita el freno, yo qué sé. Menos mal que mi compañera al ser mujer, sabe cómo manejar las situaciones. Yo la dije: Ves tú. Ves tú y la hablas, a través del cristal aunque sea. La gorra de plato no la lleves, que vea que eres chica...

El policía de tráfico ha contado con variaciones esto mismo tres o cuatro veces ya. Se lo vuelve a contar a Antonio Vega, que le da las gracias. Antonio desea irse, pero no desea dar la impresión de que tiene prisa: sacar a Emilia precipitadamente de la comisaría. No desea que ella sienta que tiene prisa o está preocupado ya no está preocupado además. Ahora está contento: nada más entrar en la comisaría y verla sentada en el banco, sintió el júbilo, una punzada de alegría. Así que a la vez ahora tiene ganas de irse y de quedarse a oír de nuevo el relato del policía y cómo su compañera —que es psicóloga, está en segundo curso, presentándose por libre, combinándolo a la vez con el servicio— supo hacerlo todo a la primera hablando suave a Emilia a través del cristal, sonriendo y moviendo una manita. Emilia por lo visto bajó inmediatamente el cristal. No estaba asustada, ni siquiera cuando al abrir la puerta se vio el agua al rape mismo, la marca alta, de la rueda y de la puerta.

—Entonces anduvieron unos pasos mi compañera y su señora, venían hablando. Mi compañera era más bien la que hacía el gasto. Su señora no habla mucho aunque estaba muy tranquila. Luego en el coche nos dijo que salió a dar una vuelta, y venga y venga, que paró aquí junto a la grúa de piedra, un lugar que conocía de niña. Peligro no es que hubiese, o sea: lo había o lo hubiese habido si no llega a echar el freno de mano: se le vence el coche, eso seguro.

—Les estoy tan agradecido... —repite Antonio.

Antonio y Emilia sonríen a la vez ahora. Los dos dan las gracias. En medio del relato del policía, Emilia ha dicho que le apetecería desayunar unos churros. Al llegar, en un principio (aquí el policía de tráfico se hace un poco de lío qué fue primero y qué segundo, si pasó todo a la vez) cuando llegaron los tres a la comisaría, le ofrecieron a Emilia un café con leche con azúcar de la
vending machine
que Emilia tomó a sorbos. El monovolumen está en el patio de la comisaría. Emilia ha dicho lo de los churros y Antonio está feliz. Irán a una cafetería del muelle, la cafetería de siempre. Tomarán un café en vaso con churros espolvoreados de azúcar. Regresarán en el Opel al Asubio. Bonifacio puede llegarse más tarde a Letona a subir el monovolumen. Antonio no tiene ahora intención de separarse de Emilia. Desayunan, emprenden el viaje de regreso al Asubio. Emilia no dice nada, ni Antonio tampoco. Es maravilloso volver a casa juntos: no ha pasado nada, no hay nada que preguntar. Ahora Antonio no siente la menor inquietud. A partir de ahora va a ir todo bien, mucho mejor. Emilia fue a dar una vuelta por la tarde y acabó en Letona de madrugada, junto a la grúa de piedra. ¿Por qué no? ¿Qué tiene eso de malo?, ¿qué tiene eso de raro? Al llegar a Lobreña, Antonio decide pasar un momento por la casa-cuartel para dar las gracias al cabo: decirle que todo acabó bien. El cabo sale a saludar a Emilia.

—Como habíamos dado parte de la matrícula, la descripción de su señora y todo, nos llamaron de la comisaría de Letona, fue muy fácil. Gracias a Dios todos lo hicimos todo bien: ustedes, nosotros, la policía local... A veces las cosas salen mal —comenta el cabo pensativo.

El rostro del cabo de la Guardia Civil le parece a Antonio iluminado por la difusa luz de la mañana invernal, como el hierático rostro benévolo de un apóstol sobre un fondo dorado en un icono. Es una emoción fugaz e informulada. Bonifacio y Balbanuz salen a abrir la cancela y a saludarles al entrar en el Asubio. Es un día de diario, como todos los días. Emilia parece descansada. Antonio la deja en su cuarto. Va a contarle el desenlace feliz a Juan Campos, que no está. Ha salido a dar una vuelta, después del desayuno con Angélica.

Antonio está solo. Ésta es la primera vez en su vida que está solo. ¿Cómo puede ser verdad decir esto de nadie? ¿Cómo va a estar por primera vez solo Antonio Vega a sus cincuenta y tantosy tan comprometido como está con su mujer, con los Campos... tan rehén como es de todos ellos por su libre elección? A veces la gente dice —es casi un tópico entre los cultivados o semicultivados que están al tanto de toda la nueva literatura, de todas las nuevas tendencias que la soledad es maravillosa. Viajan a Edimburgo los veranos para eso, para estar solos, separados del mundanal ruido,
far from the madding crowd, y
el sentimiento de soledad es un cosquilleo huevón que les hace sentirse un poco a
la Chateaubriand
, au-dessus-de la mêlée.
Sí, Antonio está solo porque Fernandito ha mostrado hasta qué punto no es fiable, y su padre Juan Campos —éste es el gran escándalo de Antonio— se ha vuelto a ojos de Antonio no fiable de repente.

No se trata de que Antonio juzgue a los que le rodean: si Antonio les juzgara quedaría él mismo descalificado, o al menos rebajado incluso en el caso de que el juicio fuese justo. Antonio ha vivido durante muchos años en paz con los demás, contento con su suerte. Ha vivido en el ámbito de la admiración y del respeto procurando aprender lo que puede ha sido útil a todos los Campos de una u otra manera. El hábito de ver el lado positivo de los más próximos ha contrarrestado siempre ese natural sentido crítico que todos tenemos y al que damos con frecuencia más importancia o más valor del que tiene.
La correctio fraterna
de los viejos conventos medievales ha funcionado con dulzura en el caso de Antonio. Si Emilia no se hubiera trastornado (porque Antonio tiene que admitir cada vez más, cada día que pasa, que Emilia va camino de algún tipo de trastorno), Antonio no hubiera necesitado ayuda de Juan o de Fernandito, las cosas hubieran seguido igual que siempre. Ha sido al pedir ayuda, angustiado por la situación de Emilia, cuando Antonio ha descubierto que nadie en la casa, pero sobre todo Juan, está en condiciones de proporcionársela. Nadie está interesado en Emilia —sólo Antonio—. Y es una experiencia compleja para Antonio esta de darse cuenta de que una persona como Juan Campos, a quien respetó siempre, con quien contó siempre, se muestra, a la hora de contar afectivamente con él, huidizo. No hay otra manera de calificar su comportamiento: Juan rehuye ocuparse en serio de Emilia y cuando, como el otro día, habla de ella, sólo acierta a proponer, para tranquilizarla, la solución pedante de utilizar la vieja doctrina cristiana sobre los novísimos. Pero incluso eso —que era un proyecto absurdo— hubiera sido a la larga preferible a este progresivo no darse por enterado de que Emilia resbala insensiblemente hacia el trastorno mental. Antonio odia esta denominación, esta expresión,
trastorno mental,
con su implicación de hospital y de enfermedad incurable. Con ese añadido, además, que la noción de
enfermedad mental
conlleva, de que quienes la padecen tienen que ser apartados de la comunidad. Se vuelven raros, incomprensibles. ¿Cómo puede Antonio dejar que nadie piense o diga que Emilia se ha vuelto rara o intratable? En los tiempos de Matilda —la propia Matilda lo decía con frecuencia—, Emilia representaba la sensatez, el sentido común, una especie de buen ojo para conocer a la gente a simple vista. Todo lo contrario de lo extravagante, lo raro o lo rebuscado. No había nada mórbido, ni siquiera romántico en Emilia, porque estaba impregnada, como el propio Antonio, de un entusiasmo futurista, por llamarlo así. Todo parecía acumularse lejos de Emilia, al final de los proyectos, de los trabajos, como una promesa de fruto y descanso. Era relajante ver a Emilia planificando los viajes o las agendas de Matilda, o su propio ocio y el de Antonio, cuando estaban de vacaciones. Emilia tenía una idea saludable del futuro, quizá un poco demasiado asimilado a la presencia y al presente, pero siempre al final prometedor como un infinito venero de ocurrencias, de modificaciones, de perfeccionamientos. Emilia era una futurista ingenua, una optimista. Y ahora todo ha cambiado. Ahora el presente apenas cuenta y el pasado se ha vuelto un sumidero que tira del tiempo al revés, hacia atrás. El futuro se vuelve ahora rememoración infausta, el tiempo es una caída hacia atrás. Por eso —porque teme acelerar ese retroceso del tiempo en la conciencia de Emilia— no se había atrevido Antonio a preguntarle cómo fue que condujo el monovolumen la otra tarde hasta Letona, hasta la grúa de piedra, casi hasta desplomarse en la bahía. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Qué había pasado en realidad? ¿Qué se le había pasado por la cabeza? El primer día, los primeros días que siguieron a ese angustioso suceso, Antonio no había preguntado nada porque estaba lleno de alegría: no había sucedido nada malo. Emilia estaba de nuevo en casa sana y salva. La alegría de tenerla en casa superaba el deseo de saber qué ocurrió. Pasados unos días, sin embargo, Antonio fue viendo que saber qué ocurrió aquella tarde y durante toda aquella noche no era una simple curiosidad ni un capricho. Emilia había corrido realmente un grave peligro durante las horas en que circuló de noche por las carreteras de la provincia hasta llegar a Letona. Y esto podía repetirse. ¿Qué sucedería la próxima vez? Antonio decidió que de la manera más tranquila y dulce posible tenía que saber qué había pasado. El relato de los policías fue escalofriante. A un palmo del borde del malecón: la bahía debe de tener ahí unos seis metros de profundidad. Si el coche llega a desplomarse hacia delante, Emilia hubiera muerto ahogada. Antonio tiene que saber qué ocurrió.

—¿Cómo se te ocurrió el otro día llegarte hasta la grúa de piedra? —Antonio ha procurado imprimir a esta pregunta el tono más casual posible. Emilia se ha divertido este mediodía viendo los «Simpson». Están los dos solos en la casa porque Angélica Y Juan han salido temprano y almorzarán con unos amigos de Angélica en una finca cerca de Comillas. Jacobo está al caer y han anunciado su llegada, para pasar las navidades, Andrea, José Luis y los niños. Así que esta escapada de Juan y Angélica tiene, se le ha ocurrido a Antonio, todo el aire de una despedida. Han almorzado, pues, Antonio y Emilia solos en su lado de la casa. Han tomado una sopa de arroz con menudillos de pollo y un
ojito
grande al horno, que se han repartido entre los dos. Mientras Antonio cocinaba, Emilia veía los «Simpson» sonriente. Así que al terminar los «Simpson» y empezar las noticias, a las tres, Antonio dejó caer su pregunta. Es un mediodía soleado de diciembre, un día tibio de pronto en el jardín. Dentro de la casa al amor de la lumbre se está bien. Emilia ha respondido de inmediato como quien responde a una pregunta ordinaria.

—Es que me acordé de la grúa de piedra de una vez que fui de niña, o no tan niña..., fue antes de ir a Madrid, eso seguro, que estaban atracados allí los barcos de guerra. Me encantaban los barcos de guerra con los marineros, y los oficiales, tan elegantes todos. Me acordé de eso y fui a verlo.

—Lo que me extraña es que no lo dijeras al salir —comenta Antonio con el mismo tono casual de antes.

—Es que no pensaba ir.

—Me tuviste bastante preocupado... Como no volvías...

—¡Cuánto lo siento, de verdad! Si vieras, no me di cuenta de la hora...

¿Qué va a hacer Antonio? Antonio desea saber qué ocurrió entre las seis de aquella tarde y la madrugada de la mañana Siguiente cuando, en una Letona vacía, Emilia condujo hasta la grúa de piedra, casi hasta el borde mismo del muelle, y se quedó ahí sentada. Son demasiadas horas. Y el incidente fue demasiado repentino y poco usual en la vida de Emilia.

—¡No me di cuenta de la hora! —repite Emilia.

—Pero, Emilia, ¡si era de madrugada! ¡Y queda muy lejos de aquí!

—Lo siento de verdad que te asustaras. No me acuerdo muy bien qué hice. A veces con Matilda dábamos paseos así, al buen tuntún. Mientras yo conducía, Matilda y yo hablábamos muchísimo. Yo pisaba el acelerador a veces demasiado. A Matilda eso le gustaba, a mí no, era peligroso, y lo es. Menos mal que tengo yo la cabeza sobre los hombros. Y me da igual lo que Matilda diga. No hay ninguna prisa. Era agradable, era una sensación de compañía que no tengo en esta casa ahora. Sólo cuando estoy contigo aquí, cuando estamos los dos solos... Pero cuando están todos, esta casa se está volviendo acuosa, como en una inundación, como las iglesias y los pueblos enteros debajo del agua en los embalses. Están todas las habitaciones, los tejados, hasta el sitio de los armaritos, el sitio de la chimenea, la chimenea misma, el corral, pero todo verde y turbio a consecuencia del limo del fondo que, poco a poco, se va haciendo de la misma tierra al quedar cubierta toda por el agua del pantano. Yo tengo esa impresión, Antonio, a veces, cuando estamos todos en el comedor. No oigo lo que dicen, les veo mover la boca y las manos, pero claro, debajo del agua no se oyen los sonidos... Yesos días me acuerdo mucho de Matilda. La veo, no es sólo que me acuerde. Es que la veo. Entra en el comedor ese día: que nos vamos ya, es esa misma tarde, nos llevarás en coche tú, Antonio, a Letona, al aeropuerto, vamos con el tiempo justo, Matilda entra y se pone a hablar con Fernandito, a contarle no sé qué, y yo digo: «Vámonos, que perdemos el avión.» Y me levanto y dice Matilda: «No seas aburrida, tiempo hay para aburrir, nos lleva Antonio en un momento.» Era estupendo llegar con tiempo justo. Facturar las últimas las dos. Y ahora esta casa ahoga un poco. Todos hablan y no oigo lo que dicen. Angélica habla tanto, casi da risa verla hablar sin oírla, como quitas el sonido de la tele. Y no estoy bien, no estoy cómoda. Contigo sí. Cuando estoy contigo ya no está Matilda, está en su cuarto, como suele hacer, tú y yo estamos como siempre en nuestro cuarto. Pero cuando estoy con todos y nooigo lo que dicen y les veo levantarse y sentarse y hablar sin entenderles, entonces Matilda sí que está y tampoco les entiende. Y es tan triste, es como si soñara todo el tiempo. Cuando estamos con todos es como si soñara. En los sueños no se oye lo que dicen los demás. Y se tiene una sensación muy triste, todo va a pasar ahora, el sueño va a seguir y seguir, pero no sigue, Matilda entonces desaparece y está muerta. En eso pienso la mayor parte del tiempo, Antonio. ¿Tú crees que estoy loca?

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