Ricardo, que sabía que no tendría hijos, intentó primero hacer de Arturo su heredero. Pero odiaba a Felipe más que a nada en el mundo y, desconfiando de la educación francesa del niño, en 1197 decidió que Juan fuese su heredero. Leonor de Aquitania (todavía viva) también apoyó a Juan antes que a un nieto a quien apenas conocía, y lo mismo los señores antifranceses de Inglaterra y Normandía.
Así, Juan subió al trono, pero en modo alguno con el consentimiento unánime de sus vasallos. Había señores en el dominio angevino, fuera de Inglaterra y Normandía, que apoyaban a Arturo, y Felipe lo sabía.
Los Capetos habían apoyado siempre a los pretendientes al trono anglonormando en toda ocasión. Francia había apoyado a Roberto Curthose contra Guillermo II, a Guillermo Clito contra Enrique I, a Matilde contra Esteban, y a los hijos de Enrique contra Enrique II. Era la mejor manera de mantener el desequilibrio entre los anglonormandos. El mismo Felipe había apoyado a Ricardo contra Enrique II, y a Juan contra Ricardo. Y ahora estaba dispuesto a apoyar a Arturo contra Juan.
Para impedir que esto ocurriese, Juan tenía que llegar rápidamente a un acuerdo con Felipe, con desventajas considerables para él. Felipe aceptó los términos del acuerdo, pero mantuvo en reserva a Arturo para su uso futuro y esperó una oportunidad para renovar las hostilidades en alguna ocasión favorable para él. No tuvo que esperar mucho tiempo.
En 1200, menos de un año después de la muerte de Ricardo, Juan se casó, con bastante premura, con una joven (en verdad, sólo tenía trece años) llamada Isabel, que poseía considerables tierras en el sur de Francia. Por supuesto, lo que principalmente deseaba eran las tierras. Juan se divorció de su primera esposa, y fue coronado con Isabel.
Desafortunadamente para Juan, Isabel, por la época de su apresurado casamiento, estaba comprometida con un miembro de una poderosa familia feudal francesa que también anhelaba esas tierras. La familia se sintió agraviada y apeló a Felipe II.
Felipe escuchó gravemente. Juan, en lo concerniente a sus tierras francesas, era vasallo de Felipe, y éste tenía el deber de juzgar las disputas entre sus vasallos. En 1202, pues, emplazó a Juan a que compareciese ante él para responder a las acusaciones.
Juan, por supuesto, no compareció. Su dignidad de Rey de Inglaterra le impedía hacerlo, y Felipe lo sabía. Cuando Juan faltó a la cita, se puso en la ilegalidad, y Felipe podía, nuevamente de acuerdo con la letra del derecho feudal, despojar a Juan de las tierras que poseía como vasallo.
Naturalmente, esto no significaba nada a menos que Felipe estuviese preparado para apoderarse de ellas por la fuerza, pero esto era exactamente lo que planeaba hacer, y entró en campaña con sonoras proclamas de que el derecho estaba de su lado. Juan tuvo que luchar.
En los cambiantes avalares de la guerra, Juan, en 1203, tuvo que acudir en socorro de un castillo donde Leonor de Aquitania estaba asediada. Entre los jefes del ejército sitiador estaba Arturo. Juan no sólo rescató a su madre, sino que también capturó a Arturo.
Arturo fue puesto en prisión y nunca se lo volvió a ver. Nadie sabe qué ocurrió exactamente, pero la opinión general es que Juan lo hizo ejecutar calladamente. Esto dio a Juan el dominio indiscutido del trono, pero fue una enorme derrota propagandística para él. Felipe lo había puesto hábilmente en el banquillo de los acusados desde el punto de vista de la teoría feudal, y ahora el rey francés hizo todo lo posible para difundir la idea de que Juan había asesinado a su sobrino, el rey legítimo. Muchos de los vasallos franceses abandonaron al real asesino y pasaron al bando de Felipe, resplandeciente en su consciente rectitud. Inmediatamente, los dominios anglonormandos empezaron a desvanecerse.
Tampoco era sólo cuestión de propaganda. Aunque el veneno de la prisión de Arturo y su presumible ejecución estaba haciendo su efecto, Felipe estaba dispuesto a llevar a cabo una asombrosa hazaña bélica. Era una época de castillos y Felipe se preparó para asediar al mayor de todos los castillos, el
Cháteau Guillará
de Ricardo, totalmente moderno y considerado por lo común como inexpugnable.
En el verano de 3203, Felipe lo rodeó y empezó el asedio. Para mantener a su ejército ocupado, lo hizo trabajar en el castillo de diversas maneras. Usó catapultas para arrojar grandes piedras por encima de las murallas y arietes para derribarlas. También trató de socavarlas, es decir, hizo cavar el suelo debajo de ellas en algunos lugares, a la par que las apuntalaban con vigas; luego hizo quemar las vigas. Hasta envió soldados por un tubo de desagüe con la esperanza de que pudieran entrar en el interior del castillo.
Pero lo que realmente esperaba era que el hambre hiciera su labor. Cuando llegó el tiempo frío, las punzadas del hambre se hicieron sentir dentro del castillo. Los defensores tenían que resistir a toda costa, pues quizás podían aparecer enfermedades entre los sitiadores, o podían estallar disensiones entre ellos o podía llegar un ejército en socorro de los asediados. Por ello, para evitar el hambre extremada, los defensores hicieron salir del castillo a unas cuatrocientas personas, mujeres, niños y ancianos.
El ejército francés no los dejó pasar, pero tampoco los mató. Los mantuvo en una tierra de nadie, con la esperanza de que los defensores, por piedad, los recibiesen de vuelta y todos muriesen de hambre más pronto. Ninguna de las partes cedía en esta competencia de inhumanidad; ambas partes observaban a los pobres parias, reducidos al canibalismo, morir de hambre y de frío en pleno invierno.
Finalmente, el hambre hizo su labor y en marzo de 1204 el Cháteau Gaillard se rindió. Felipe obtuvo una asombrosa victoria que quebró totalmente la moral angevina.
En junio, las fuerzas de Felipe avanzaron sobre Rúan, la capital normanda, y en 1205 dominaba prácticamente todo el norte de Francia. Era, en verdad, Felipe Augusto.
Leonor de Aquitania murió en 1204, unas pocas semanas después de la rendición de Cháteau Gaillard. Tenía más de ochenta años. Había sido esposa de dos reyes y madre de dos reyes. Había estado prisionera y había triunfado. Había sido humillada por el fracaso de su primer marido en una cruzada. Su corazón se había llenado de alegría por las grandes hazañas de su hijo en otra cruzada. Había sido el motivo de la creación del Imperio Angevino y vivido lo suficiente para verlo desmembrarse.
Pero partes de su herencia subsistían. La costa suboccidental de Francia, con su gran puerto marino de Burdeos, seguía leal a Juan. Inglaterra siguió poseyendo la Aquitania costera, habitualmente llamada Guienne, durante dos siglos y medio más.
La ortodoxia de Felipe
Después del fin del Imperio Angevino, Francia tuvo la posibilidad de expandirse sin el efecto constrictor del poder rival que la había tenido asida por la garganta durante medio siglo. Y se expandió. Durante el siglo que siguió, su riqueza y su influencia aumentaron.
El mismo Felipe II llevó a término las primeras etapas del ascenso de Francia. Lo hizo, no sólo mediante su triunfal guerra contra los angevinos, sino también guerreando contra la división religiosa dentro de las vastas zonas nominalmente sometidas a él.
Un grupo del cual era relativamente fácil dar cuenta lo constituían los judíos.
Los judíos habían vivido en Europa Occidental desde tiempos romanos, sobreviviendo a ocasionales períodos de hostilidad, pero, en general, no tratados muy mal. No podían poseer tierras en el sistema feudal, pues no podían prestar los juramentos de inspiración cristiana requeridos, pero, en una sociedad agrícola, su inclinación por las transacciones y el comercio era útil, y desempeñaron el papel de una clase media.
Los judíos occidentales hasta lograron desarrollar una vida intelectual propia, basada en el Antiguo Testamento y en los voluminosos comentarios (el «Talmud») elaborados a lo largo de siglos en Judea y Babilonia. Alrededor del 1000, Gershom ben Judá dirigía una academia rabínica en la región del Rin y fue el primero que llevó a Europa Occidental el saber talmúdico del Este.
Hacia finales del siglo XI, el principal sabio judío era Rabí Salomón ben Isaac, nacido en la ciudad francesa de Troyes en 1040. Conocido habitualmente como Rashi, por las iniciales hebreas de su nombre, escribió comentarios muy valorados sobre todos los aspectos de la ley judía tradicional.
Luego llegó la fiebre de las Cruzadas. Las muchedumbres ignorantes, instigadas al fiero celo antimusulmán por los vientos de la propaganda, buscaron a todos los enemigos de Cristo que pudieron hallar. Los musulmanes estaban lejos y eran peligrosos, pero los judíos estaban cerca e inermes. Las multitudes destruyeron a las comunidades judías en muchas ciudades, y Europa Occidental experimentó la primera oleada de lo que en siglos posteriores serían llamados «pogroms».
Peor que los salvajes estallidos de antisemitismo, que finalmente pasaban, fue el permanente cambio económico. El surgimiento de una clase media nativa en Francia, por ejemplo, hizo menos necesarios a los judíos desde el punto de vista económico. Los burgueses franceses ocuparon su lugar. Por ello, Felipe II pudo hacer alarde de su ortodoxia cristiana sin riesgos económicos. Casi al comienzo de su reinado, empezó a expulsar a los judíos de Francia.
El deterioro de la situación de los judíos en el siglo XII dio origen a su emigración hacia el Este, a tierras menos avanzadas, que aún dieron la bienvenida a una clase media ya formada. Así ocurrió que en siglos posteriores fue en Europa Oriental donde hubo una mayor concentración de judíos (y donde, con el tiempo, sufrirían nuevas persecuciones).
Pero el cristiano ortodoxo pudo hallar el pecado más cerca de él. No todos los cristianos creían en la doctrina oficial administrada por al jerarquía eclesiástica. Había «heréticos» que tenían sus propias concepciones, aunque todos aceptasen a Jesús.
En Bulgaria, poco antes del 1000, apareció una secta puritana que creía que el mundo y su contenido material eran creación del Diablo. Por tanto, rechazaban el Antiguo Testamento, según el cual Dios creó el mundo y lo halló bueno. Para asegurarse la salvación, era necesario, creían, abstenerse en lo posible de toda conexión con el mundo. La nueva secta rechazaba el matrimonio, el sexo y el comer y beber más allá de lo estrictamente esencial. La muerte era un bien categórico, y si todos los hombres muriesen y se liberasen de sus cuerpos materiales, tanto mejor.
Esas creencias se difundieron por el Oeste y echaron raíces en la Francia meridional. La actitud puritana ganó popularidad, como reacción, en parte, contra la mundana corrupción de buena parte de los sacerdotes católicos, y la herejía floreció.
Los hombres de la nueva secta se llamaban a sí mismos «cataros», de una palabra griega que significa «puro». Una figura destacada de esos puritanos era Pedro Valdo, un rico comerciante de Lyón, que está ahora en el sudeste de Francia, pero era por entonces, pese a su cultura francesa, parte del Imperio Alemán. En 1170, Valdo, siguiendo literalmente el consejo de Jesús, vendió sus bienes, los dio a los pobres y comenzó a reunir hombres a su alrededor («los pobres de Lyón» o «valdenses») que predicaban la pobreza voluntaria.
La ciudad de Albi, a cerca de 360 kilómetros al sudoeste de Lyón, era otro centro fuerte de los cataros. En tiempos romanos había sido la capital de una tribu gala cuyos miembros eran llamados los albigenses. De resultas de esto, la secta fue llamada también de los albigenses, y este nombre se usó a veces para designar a todos los heréticos del sur de Francia y el norte de Italia.
La Iglesia aprobaba los sentimientos favorables a la pobreza y el puritanismo dentro de ciertos límites, pero quería que fueran guiados por la jerarquía. No podía simpatizar con el deseo de los cataros de liberarse de la estructura administrativa eclesiástica. Valdo, por ejemplo, hizo traducir el Nuevo Testamento al provenzal, para que cada persona pudiese leerlo e interpretarlo por sí misma. Los cataros no juzgaban necesario obedecer a los sacerdotes y los obispos contra los dictados de su propia conciencia.
En verdad, los cataros, en sus diversas formas, fueron casi como ciertas sectas protestantes que surgieron tres siglos más tarde.
La Iglesia podía fácilmente haber aplastado a esos heréticos, pero los cataros hallaron simpatizantes entre muchos de los señores meridionales. Estos señores quizá se hayan sentido atraídos por la doctrina, pero también puede ser que viesen una oportunidad para expropiar tierras y riquezas eclesiásticas si los heréticos ganaban.
El más fuerte defensor de los cataros fue Raimundo VI, conde de Tolosa (que estaba a unos setenta kilómetros al sudoeste de Albi). Heredó el título en 1194 y resistió a los halagos papales para que cambiase de actitud.
Pero en 1198 subió a la silla pontificia Inocencio III y, bajo su conducción, el papado medieval llegó al pináculo de su poder político. El prestigio del papado se había fortalecido mucho con el movimiento cruzado y ahora, bajo la dirección de un hombre firme y resuelto, hasta podía someter a reyes fuertes. Inocencio era tal hombre.
Envió un legado a Raimundo para urgirlo a que tomase medidas para poner fin a la herejía, pero Raimundo se negó a ello. Inocencio se hizo más firme en su insistencia y Raimundo en su negativa, hasta que, en 1208, el legado fue muerto. Pronto circuló el cuento de que el asesino había llevado a cabo su acción por orden de Raimundo, y el papa Inocencio, lleno de ira, declaró la cruzada contra los heréticos. Se hizo tan legal y encomiable (a ojos de la Iglesia) matar herejes como matar musulmanes.
Inocencio había esperado que Felipe II se pusiese al frente de la cruzada, pero Felipe no veía ninguna razón para hacerlo. Era suficiente dejar que sus señores hiciesen la tarea, permanecer en su casa y cosechar las recompensas de su ortodoxia y de los esfuerzos de ellos. En cuanto a los señores, ansiosos de obtener todos los beneficios religiosos que les brindaría marchar a una cruzada, y de botín también, acudieron en masa a ofrecerse para la tarea.
El más eminente de ellos era Simón de Montfort, quien había combatido en Tierra Santa contra los musulmanes y sabía exactamente cómo debía luchar un cruzado. En 1209, los cruzados norteños tomaron la ciudad de Béziers, cerca de la costa mediterránea, a ciento sesenta kilómetros de Tolosa. La ciudad fue saqueada, pero surgió la cuestión de saber cuáles de los habitantes de la ciudad eran unos condenados heréticos y cuáles eran buenos católicos. Simón de Monfort (o quizá un legado del papa) halló una solución fácil.