La Forja (58 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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Saryon empezó a repetir las antiguas palabras, las palabras que había aprendido hacia diecisiete años cuando se convirtió en Diácono, palabras que jamás había pronunciado, que jamás había pensado que pronunciaría... Palabras que cada catalista implora no verse nunca obligado a pronunciar...

Empezó a aspirar la Vida de Blachloch.

Era una maniobra terriblemente peligrosa. Generalmente se practica tan sólo en época de guerra cuando un catalista intenta debilitar a un oponente utilizando este recurso. En lugar de cerrar un conducto, lo cual corta el suministro de Vida que se le envía a un mago, el catalista deja el conducto abierto y simplemente invierte el flujo. El peligro radica en que el brujo se da cuenta inmediatamente de que la Vida está empezando a escaparse de él y puede, a menos que se distraiga su atención, volverse contra el catalista y reducirlo a polvo.

Saryon conocía perfectamente el peligro con el que se enfrentaba y no se acobardó cuando el grito de ultraje de Blachloch desgarró la oscuridad, los brillantes ojos verdosos se movieron para enviar sobre él su venenoso dolor. Su valor se mantuvo, incluso a pesar de ver cómo las puntas de sus dedos empezaban a volverse verdes y sintió los primeros azotes del dolor subiéndole por los brazos.

—¡Joram! —gritó—. ¡Ayúdame!

El muchacho estaba de rodillas, sollozante. Al haber apartado Blachloch la atención de él y con la espada absorbiendo el hechizo, el veneno iba desapareciendo de su cuerpo, aunque todavía muy lentamente. Al oír el grito de Saryon, Joram levantó la cabeza. Apretando los dientes, intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil para arreglárselas solo y no había nada cerca de él que pudiera utilizar para apoyarse. Finalmente, hundiendo la punta de la espada en la tierra que cubría el suelo de la forja, se agarró al mango y se puso en pie con un supremo esfuerzo.

—¡Joram!

El veneno le corroía el cuerpo a Saryon, y el catalista se maldijo a sí mismo. ¡Con toda su lógica debía de haber previsto aquello! ¡Estaba absorbiendo Vida del Señor de la Guerra, pero no podía hacer nada con ella! En una batalla, hubiera tenido a un mago como aliado, y hubiera podido transferir aquella Vida a su compañero, quien la hubiera podido utilizar para aumentar su propio poder y rechazar al enemigo. Pero el catalista no podía darle Vida a Joram, no podía ayudarlo.

Entonces Saryon vio la espada.

Estaba allí apoyada en el suelo, sus brazos abiertos como un hombre implorando ayuda. Su negro metal no reflejaba ninguna luz. Era una creación siniestra,
era
la oscuridad. Como un hombre implorando ayuda.

Un sentimiento de disgusto y horror embargó a Saryon, insensibilizándolo al creciente dolor que se extendía lentamente por todo su cuerpo, lentamente porque, incluso ahora, seguía aspirando la Vida del Señor de la Guerra y podía sentir cómo éste se iba debilitando.

«No puedo darle Vida a Joram, pero se la puedo dar a la espada.»

Cerrando los ojos, Saryon apartó de su vista aquella espantosa y negra parodia de un ser vivo que parecía estar abriendo sus rígidos brazos para estrecharlo entre ellos. «Puedo rendirme. Mi tormento llegaría a su fin.»

Obedire est vivere...

Ante él vio las llamas del pueblo incendiado, al joven Diácono desplomándose muerto sobre la tierra, a Simkin repartiendo cartas de una baraja anónima y descolorida.

Vivere est obedire...

Abriendo los ojos, Saryon vio cómo Joram levantaba la hoja del suelo y la elevaba por encima de su cabeza. No obstante, el joven no fue más que una sombra a la luz de la luna en la mente de Saryon. Todo lo que éste veía y en lo que tenía realmente concentrada su atención, era la espada. Extendiendo su mano hacia ella, mientras el dolor hacía que sus dedos se crisparan involuntariamente, Saryon abrió un conducto hasta el frío y muerto metal.

La magia surgió de él como una ráfaga de viento, con tanta fuerza que lo hizo tambalearse hacia atrás. El dolor cesó bruscamente, el líquido que cubría su piel desapareció. La espada empezó a despedir un brillante resplandor blanco azulado y, con un grito inarticulado, Blachloch cayó al suelo, el poder combinado de la espada y del catalista absorbiendo a la vez la magia de su cuerpo, dejándolo convertido tan sólo en el vacío caparazón de un ser humano.

La espada cayó al suelo. No estando preparado para la tremenda sacudida de energía que había hecho vibrar todo su ser, Joram había dejado caer el arma y ahora permanecía mirándola con asombro mientras ésta yacía en el suelo, tintineando y zumbando con un horripilante, casi humano, chillido de placer. Volviéndose, dirigió la mirada de la espada al indefenso Señor de la Guerra. Con un gruñido de rabia, Blachloch se revolvió, intentando recuperar el uso de sus miembros. No le sirvió de nada. Debilitado al haber utilizado todo su poder mágico y ahora privado totalmente de Vida, el Señor de la Guerra se debatía en el lodo como un pez al que han sacado del agua.

Sintiendo repugnancia y náuseas ante aquella visión, Saryon se volvió de espaldas. Apoyándose en un banco de trabajo, se dio cuenta, lentamente, de que todo había terminado.

—Abriré un Corredor —dijo, sin volverse para mirar a Joram. No podía soportar la visión del Señor de la Guerra que yacía totalmente impotente en el suelo, privado de toda su dignidad de ser humano. Ya era bastante horrible oír sus incoherentes sonidos y lastimeras convulsiones—. Tengo suficiente Energía Vital todavía como para poder hacerlo. Lo colocaré en el interior del Corredor, luego lo cerraré otra vez antes de que los Ejecutores descubran lo que ha sucedido. No creo probable que nadie regrese aquí. Parecen estar resueltos a evitar este lugar y, una vez que tengan a Blachloch, creo que dejarán que los Tecnólogos vivan en paz. De todas formas, sería mejor para ti que te fueras, por si acaso...

Un chillido lo interrumpió, un chillido de furia y terror. Elevándose hasta convertirse en un agudo aullido de insoportable dolor, el grito se convirtió en un lamento, que se extinguió con un espantoso y ahogado borboteo.

Con el alma desgarrada por aquel espantoso sonido, Saryon se dio la vuelta.

Blachloch yacía muerto, sus ojos clavados en la noche, la boca abierta en aquel aullido que seguía resonando en el cerebro del catalista. Joram estaba de pie junto al Señor de la Guerra, el rostro muy pálido a la luz de la luna, los ojos convertidos en dos agujeros oscuros. Tenía en sus manos la Espada Arcana, la hoja sobresaliendo del pecho del Señor de la Guerra. La arrancó de un tirón y Saryon vio sangre negra reluciendo sobre la Espada.

El catalista se sintió incapaz de hablar. El grito de muerte de aquel hombre aullaba en sus oídos. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente a Joram, mientras intentaba ahogar el sonido de aquel espantoso grito lo suficiente como para poder pensar.

—¿Por qué? —pudo articular finalmente el catalista.

Joram miró hacia él y Saryon vio el brillo de su media sonrisa en los oscuros ojos.

—Iba a atacaros, catalista —respondió el muchacho fríamente—. Se lo impedí.

Por un momento, Saryon vio en su mente con toda nitidez aquel cuerpo indefenso y convulsionado. Un líquido abrasador invadió de repente su garganta, e intentando contener las náuseas se volvió rápidamente para no ver aquella horrible escena y contempló el suelo a sus pies.

—¡Estás mintiendo! ¡Eso no es posible! —masculló entre dientes.

—Venid, catalista —dijo Joram, sarcástico. Pasando por encima del cadáver, cogió un trapo del suelo y empezó a limpiar la sangre de la espada—. Se ha acabado. Ya no tenéis que seguir con el juego.

¿Había oído bien Saryon? Le parecía como si no oyera más que aquel aullido.

—¿Juego? —consiguió preguntar—. ¿Qué juego? No comprendo...

—¡Por la sangre de Almin! ¿Por quién me tomáis? ¡Mosiah! —Joram soltó una carcajada, pero sonó como un gruñido, amargo y desagradable—. Como si yo me creyera toda esa palabrería mojigata. —Su voz se elevó en un agudo gimoteo, parodiando la de Saryon—. «Abriré un Corredor. Tú vete...» ¡Ja! —Tirando el trapo manchado de sangre al suelo, Joram colocó cuidadosamente la espada junto a él—. ¿Creísteis que me lo iba a tragar? Yo sabía cuál era vuestro plan. Una vez que hubierais abierto el Corredor...

—¡No! ¡Te equivocas!

La apasionada exclamación de Saryon cogió desprevenido a Joram. Mirando por encima de su hombro, contempló con atención el rostro del catalista.

—Bueno, por todos los..., creo que lo decís en serio —dijo lentamente, contemplando a Saryon con asombro.

El catalista no pudo responder. Dejándose caer sobre el banco, cerró los ojos y, estremeciéndose, se hundió aún más en sus ropas. Parecía que el difunto Señor de la Guerra se estaba tomando venganza, ya que su grito se había llevado con él la vitalidad de Saryon tan eficazmente como el catalista le había arrebatado la magia al mago. Mareado, muerto de frío, y lleno de odio y repugnancia hacia sí mismo y hacia el muchacho, si Saryon hubiera creído en Almin lo suficiente como para pedirle un último favor, éste hubiera sido que lo bendijera con la muerte, que haría que lo olvidara todo.

Oyó los pasos de Joram moviéndose por el suelo de arena y pudo sentir la presencia del joven detrás de él.

—Lo decíais en serio —repitió Joram.

—Sí —dijo Saryon con voz fatigada—. Lo decía en serio.

—Me habéis salvado la vida —continuó Joram, hablando en voz baja—. Habéis arriesgado la vuestra para hacerlo. Lo sé. Vi...

Saryon sintió que algo le tocaba el hombro. Sobresaltado, miró a su alrededor viendo la mano de Joram que descansaba allí indecisa, torpe. Pudo ver aquel rostro a la cada vez más débil luz de la luna, los ojos oscuros ocultos por una maraña de pelo negro y espeso y en los ojos, por un brevísimo segundo, apareció el anhelo, la nostalgia. El catalista supo la verdad en aquel momento, tal como la había sabido todo el tiempo.

«Años atrás —le fue susurrando a Saryon su propia mente—, ¡yo sostuve a este niño entre mis brazos!»

Levantando una mano, intentó tocar la de Joram con la suya, pero tan pronto lo hizo, la mano que reposaba sobre su hombro se retiró bruscamente.

—¿Por qué? —exigió Joram—. ¿Qué queréis de mí?

Saryon contempló al muchacho por un momento, luego sus labios se torcieron en una pequeña y cansada sonrisa.

—No quiero nada de ti, Joram.

—Entonces ¿cuál era vuestro motivo, catalista? Y no intentéis halagarme con todas esas dulces palabras que vosotros utilizáis para que la gente como Mosiah se deje manejar. Os conozco. Tiene que haber un motivo.

—Te lo he dicho —dijo Saryon con suavidad, dirigiendo la mirada hacia la espada que yacía en el suelo como otro cadáver—. Ayudé a traer esta... arma siniestra al mundo. Es mi responsabilidad, mi responsabilidad
en parte
—rectificó al ver que Joram hacía intención de hablar. La mirada de Saryon pasó de la espada al Señor de la Guerra—. He fracasado. Ha derramado sangre, ha truncado una vida...

—¡
Yo
he derramado sangre! ¡
Yo
he segado una vida! —exclamó Joram, colocándose frente al catalista—. La Espada Arcana no ha sido más que una herramienta en mis manos. ¡Dejad de hablar de esa maldita cosa como si estuviera más viva que yo!

Saryon no replicó. Tambaleándose de agotamiento, cruzó vacilante el arenoso suelo de la herrería y se arrodilló junto al cuerpo de Blachloch. Apretando los dientes para reprimir las ganas de vomitar, manteniendo la mirada alejada de aquella horrible herida del pecho, estiró una mano y cerró aquellos ojos que miraban a lo alto con aterrorizado asombro. Intentó cerrarle las mandíbulas, arreglando el rostro para que tuviese una apariencia de paz interior y, levantando las heladas manos, empezó a cruzárselas sobre el pecho, como era tradicional, pero descubrió que le era imposible al apoderarse de él unas terribles náuseas. Dejándolas caer, se alejó rápidamente, desplomándose sobre el banco de trabajo, tiritando con un sudor helado.

—Llevaré el cuerpo al bosque —dijo Joram.

Al oír un crujido de ropas, Saryon volvió la cabeza para ver cómo el joven tiraba de la capucha del Señor de la Guerra para que le tapara el rostro y le cubría el cuerpo con su propia capa.

—Cuando lo encuentren, imaginarán que lo atraparon centauros.

«¿A un
Duuk-tsarith
?», pensó Saryon, pero no dijo nada. De todas formas, ya no le importaba. Mirando pensativo al exterior, medio esperó ver el alba abriéndose paso con su luz por el horizonte, pero la luna acababa de ponerse. Era todavía noche cerrada. Anhelaba su cama. Aunque era fría y dura, deseaba tumbarse en ella y colocarse su propia capa sobre la cabeza y quizás..., sólo quizás..., el sueño que lo había eludido noches enteras se acercaría a él y, por un rato, podría olvidar.

—¡Escuchadme, catalista! —la voz de Joram sonaba áspera—. La única persona que conocía la existencia de la Espada Arcana además de vos y de mí está muerta...

—Así que por eso es por lo que lo mataste.

Joram hizo caso omiso de él.

—Debe permanecer así. Mientras yo traslado el cuerpo, vos coged la espada y regresad a la prisión.

—Los centinelas de Blachloch están por toda la ciudad, buscándote... —protestó Saryon, recordando el escándalo organizado cuando informó de la desaparición de Joram—. ¿Cómo podrás...?

—¿Cómo creéis que llegué hasta aquí? Hay una salida al fondo de la herrería —repuso Joram con impaciencia—. El herrero la ha estado usando desde hace más de un año para llevar las armas al escondite.

—¿Armas? —preguntó Saryon sin comprender.

—Sí, catalista. Los días de Blachloch estaban contados. Los Tecnólogos tenían que acabar rebelándose. Nosotros únicamente hemos precipitado lo que tarde o temprano iba a ocurrir. ¡Pero eso no importa ahora! Coged la espada y regresad a la prisión. Nadie os molestará. Después de todo, vos estabais con Blachloch, y si os paran, decidles que el Señor de la Guerra siguió mis huellas al interior del bosque. Que fue solo en mi busca. Que eso es todo lo que sabéis.

—Sí —murmuró Saryon.

Joram lo miró fijamente, frunciendo el entrecejo.

—¿Habéis oído realmente algo de lo que he dicho?

—¡He oído! —replicó Saryon con voz dura—. Y haré lo que dices. No quiero que nadie sepa de esta terrible arma tanto como tú. —Poniéndose en pie, miró al joven directamente a la cara—. Debes destruirla. Si tú no lo haces lo haré yo.

Los dos permanecían de pie, uno frente al otro, en medio de la oscuridad iluminada sólo ahora por el débil resplandor de las brasas. El fuego brillaba tenuemente en los ojos de Joram y en los labios, que se distendieron en una oscura sonrisa teñida de rojo.

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