La Forja (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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—Es un trabajo sencillo.

6. Caído

—No puede hacerse —dijo Saryon, levantando la mirada del libro que estaba leyendo, su rostro pálido y cansado.

—¿Qué queréis decir con que no puede hacerse? —exigió Joram, dejando de pasear arriba y abajo, y yendo a colocarse junto al catalista—. ¿Es que no lo entendéis? ¿No sabéis matemáticas? ¿Nos falta alguna cosa? ¿Algo de lo que no nos hemos dado cuenta? Si es así...

—Digo que no puede hacerse porque no lo voy a hacer —dijo Saryon con voz fatigada, apoyando la cabeza en la mano. Hizo un gesto señalando el libro—. Lo comprendo —continuó con voz sepulcral—. Lo comprendo demasiado bien. ¡Y no lo haré! —Cerró los ojos—. No lo haré.

Joram torció el gesto, furioso, apretando los puños, y por un momento pareció como si fuera a golpear al catalista. Se controló con un visible esfuerzo y, dando otra vuelta a la pequeña y subterránea cámara, hizo un esfuerzo por calmarse.

Al oír alejarse a Joram, Saryon abrió los ojos, yendo a caer su melancólica mirada sobre los numerosos volúmenes de piel, encuadernados a mano, que reposaban pulcramente ordenados sobre unas estanterías de madera de construcción tan tosca que parecían hechas por niños. Un primer ejemplo de trabajo de carpintería hecho sin utilizar la magia, supuso el catalista. Sentía la cólera de Joram —emanaba de él como una ola de calor emana de la fragua— y Saryon se quedó allí sentado, tenso y expectante, esperando el ataque, verbal o físico. Pero no llegó ninguno de los dos. Únicamente un silencio que parecía a punto de explotar y el ininterrumpido y acompasado ir y venir del joven, paseando su frustración. Saryon suspiró. Casi hubiera preferido un arrebato de ira. Aquella serenidad en alguien tan joven, aquel control sobre una naturaleza que evidentemente se encontraba en un estado de total confusión, era aterrador.

¿De dónde vendría?, se preguntó Saryon. No de sus padres, desde luego, quienes, si eran ciertos los rumores, se entregaron a pasiones tales, que provocaron su ruina. Quizás aquél era una especie de intento de dar una compensación al padre de Joram, tendiendo hacia él sus manos de piedra. O también existía la posibilidad de que hubiera llegado hasta Saryon surgiendo de la oscuridad, del dolor de su herida. Aquella que había dejado fuera, aquella en la que nunca volvería a pensar...

Saryon sacudió la cabeza con enojo. Qué tontería. Era la influencia de aquella habitación, tenía que serlo.

Joram se sentó en una silla junto a él.

—Muy bien, Saryon —dijo; su voz era fría y serena—, decidme qué es lo que debe hacerse y por qué no lo haréis.

El catalista volvió a suspirar. Levantando la cabeza, volvió a mirar el libro colocado ante él, sobre la mesa. Sonriendo tristemente, pasó la mano sobre las páginas como acariciándolas.

—¿Tienes alguna idea de las maravillas que se esconden entre estas páginas? —le preguntó a Joram con voz reposada.

Los ojos de Joram devoraron al catalista, espiando la más mínima variación en la expresión del cansado y arrugado rostro de aquel hombre.

—Con esas maravillas, podríamos gobernar el mundo —replicó.

—¡No, no, no! —exclamó Saryon con impaciencia—. Quiero decir maravillas, conocimientos maravillosos. Las matemáticas... —Cerró los ojos de nuevo con expresión de intensa angustia—. Soy el mejor matemático de este siglo —murmuró—. Un genio me llaman ellos. Sin embargo ahí, en esas páginas, he encontrado tales conocimientos que me hacen sentir como si fuera un niño acurrucado sobre las rodillas de su madre. No he empezado ni a comprenderlos. Podría estudiarlos durante meses, años... —La expresión de dolor desapareció de su rostro siendo reemplazada por una de deseo. Acarició las páginas del libro—. Qué alegría —susurró—, si hubiera encontrado esto cuando era joven... —Su voz se extinguió.

Joram aguardó, vigilante, paciente como un gato.

—Pero no lo encontré —siguió Saryon. Abriendo los ojos apartó la mano de las páginas del libro con rapidez, de la misma manera que se aparta la mano de un hierro candente—, lo he encontrado ahora que soy viejo, y mi conciencia y mi sentido de la moral están formados ya. Es posible que mi moralidad no sea la correcta —añadió, al ver que Joram ponía mala cara—, pero, sea la que fuere, es ya una parte de mí. Intentar negarla o luchar contra ella me volvería loco.

—¿De modo que lo que me estáis diciendo es que comprendéis lo que significa todo esto —Joram indicó el libro—, y que podéis hacer lo que debe hacerse, excepto que va en contra de vuestra conciencia?

Saryon asintió.

—¿E iba también en contra de esa conciencia vuestra matar a aquel joven catalista en ese pueblo...?

—¡Basta! —exclamó Saryon en voz baja.

—No, no voy a callarme —replicó Joram agriamente—. Vos sois muy bueno soltando sermones, catalista. Dadle un sermón a Blachloch. Mostradle lo malvadas que son sus acciones mientras ata a Andon por las manos a un poste para azotarle. Observad con atención cómo sus hombres le arrancan la carne de los huesos a ese anciano. Observadlo y confortaos sabiendo que puede que no esté bien pero al menos no va en contra de
vuestra
conciencia...

—¡Basta! —El puño de Saryon se crispó. Le lanzó una mirada airada al muchacho—. Deseo que eso no suceda tanto como tú...

—¡Entonces, ayudadme a evitarlo! —siseó Joram—. ¡Depende de vos, catalista! ¡Vos sois el único que puede hacerlo!

Saryon volvió a cerrar los ojos, apoyando la cabeza entre las manos, desmoralizado.

Recostándose en su silla, Joram lo observó y esperó. El catalista alzó un rostro macilento.

—Según el libro, debo darle Vida... a aquello que está Muerto.

El semblante de Joram se ensombreció, las espesas cejas se juntaron.

—¿Qué queréis decir? —preguntó con voz tirante—. No a mí...

—No. —Aspirando profundamente, Saryon se volvió hacia el libro. Humedeciéndose un dedo, giró con cuidado una de las quebradizas páginas de pergamino, tocándolas con suavidad, respetuosamente—. Has fracasado por dos razones. No has estado mezclando la aleación en las proporciones correctas. Según esta fórmula, eso es muy importante. Una desviación de unas pocas gotas puede significar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Luego, una vez que se lo saca del molde, el metal debe calentarse a una temperatura altísima...

—Pero perderá su forma —protestó Joram.

—Espera... —Saryon alzó una mano—. Este segundo proceso de calentamiento no tiene lugar en el fuego de la fragua. —Pasándose la lengua por los labios, calló un momento, luego continuó, hablando lentamente y de mala gana—. Se calienta con el fuego de la magia...

Joram se quedó mirándolo, confuso.

—No comprendo.

—Debo abrir un conducto, sacar magia de mi alrededor e infundírsela al metal. —Saryon miró a Joram fijamente—. ¿Puedes entenderlo, muchacho? Debo traspasar la Vida que hay en este mundo a algo Muerto, hecho por la mano del hombre. Eso va en contra de todas mis creencias. Verdaderamente es la más tenebrosa de todas las Artes Arcanas.

—¿Qué harás, catalista? —le preguntó Joram, recostándose en su silla de nuevo y contemplando a Saryon con expresión triunfante.

Pero Saryon llevaba ya más de cuarenta años en el mundo. Unos años de vida muy cómoda, tal y como había llegado a darse cuenta, pero que no obstante le habían servido de experiencia. No era el estúpido que Joram imaginaba, andando por el borde del precipicio, contemplando al sol que brillaba sobre su cabeza en lugar de al mundo real que lo rodeaba. No, Saryon vio el abismo. Se dio cuenta de que si daba unos cuantos pasos más, caería abajo, y se dio cuenta de ello porque aquel sendero le era conocido, ya lo había recorrido antes, aunque hacía mucho tiempo de ello.

Un suave golpe en una trampilla que había sobre sus cabezas hizo que se pusieran en pie de golpe, alarmados.

—¿Bien? —preguntó Joram con insistencia.

Mirándolo, contemplando la apasionada intensidad de su semblante, Saryon respiró profundamente, cerró los ojos, y saltó por el acantilado.

—Sí —contestó de modo inaudible.

Asintiendo para sí con satisfacción, Joram se precipitó apresuradamente al centro de la pequeña habitación y levantó los ojos hacia arriba en el mismo momento en que la trampilla del techo se abría unos centímetros.

—Soy yo, Andon —les llegó un susurro—. El guarda os está buscando. Debéis regresar.

—Deja caer la escalera.

Una escalera de cuerda rodó hacia abajo como respuesta, atrapándola Joram en su caída.

—Catalista... —Le indicó que se acercara con un gesto.

—Sí.

Recogiéndose las ropas a su alrededor, Saryon se acercó, colocándose debajo de la escalera, no sin antes dirigirle una última y ávida mirada a aquel depósito de tesoros que lo rodeaba.

—¿No deberíamos llevarnos el libro con nosotros? —preguntó Joram, empezando a darse la vuelta para recogerlo.

—No —respondió Saryon con voz cansada—. He memorizado la fórmula. Es mejor que vuelvas a ponerlo en su sitio.

Joram colocó rápidamente el libro en una de las estanterías, luego apagó la vela. Una densa oscuridad sepultó la cámara, rancia por el olor de aquellos antiguos libros que yacían en su oculto sepulcro.

¿Habitaban también en aquel lugar los espíritus de aquellos que los habían escrito?, se preguntó Saryon mientras trepaba torpemente por la escala de cuerda bajo la débil luz de una vela que Andon sostenía por encima de sus cabezas. «Quizá
mi
espíritu volverá aquí cuando yo esté muerto —pensó el catalista, incapaz de reprimir una mirada atrás mientras subía ruidosamente por la escalera con la impaciente ayuda de Joram—. Aquí podría, desde luego, vivir muy feliz siglos enteros.»

—Aquí, Padre, dadme la mano.

Había llegado arriba. Cogiéndolo por la muñeca, Andon tiró de él desde el otro lado de la trampilla, ayudando a Saryon a trepar hasta aquel antiguo pozo de extracción que pasaba por debajo de su casa.

—Sostened la luz —le indicó el anciano, pasándole la vela colocada en su soporte de hierro forjado. Las sombras saltaron y danzaron por las pétreas paredes cuando Saryon tomó la luz.

Joram subió con facilidad; Saryon contempló con envidia sus fuertes y musculosos brazos. Inclinándose, el muchacho se aseguró de que la trampilla quedaba bien cerrada. Luego entre él y Andon la sujetaron con algo que el anciano llamó un candado, insertando en él un pedazo de metal de forma extraña y dándole la vuelta con un chasquido. Devolviendo la llave a su bolsillo, Andon se apartó unos pasos y, tras una breve inspección, movió la cabeza afirmativamente en dirección a Joram.

El joven colocó ambas manos sobre una gigantesca piedra y con evidente esfuerzo la hizo rodar hasta colocarla en su lugar, sobre la trampilla, ocultándola totalmente a la vista.

Andon sacudió la cabeza.

—Normalmente se necesitan dos hombres adultos para mover esa roca —le dijo a Saryon, observando a Joram y sonriendo admirado—. Al menos así lo recuerdo yo de cuando era joven. La roca no había sido movida desde hacía muchos años, no hasta que este joven insistió en ver los antiguos libros. —Dejó escapar un suspiro—. No había sido necesario moverla, nadie había tenido la necesidad de bajar ahí. Ninguno de nosotros sabe leerlos, nadie los sabía leer ya en época de mi padre. Únicamente había visto mover esa piedra una vez, y entonces supongo que fue simplemente una comprobación para asegurarse de que los libros continuaban intactos.

—Están bien conservados —musitó Saryon—. El ambiente es seco en esa habitación. Se conservarán durante siglos si no se los toca.

Con una amable expresión de simpatía, Andon puso su mano sobre el brazo del catalista.

—Lo siento, Padre. Imagino cómo debéis sentiros. —Arrugó la frente, enojado—. Intenté decírselo a Joram...

—No, no lo culpo a él —dijo Saryon con voz firme—. Yo tomé la decisión de venir. No lamento haberlo hecho.

—Pero parecéis trastornado...

—Tantos conocimientos... perdidos —replicó el catalista, dirigiendo la mirada hacia la piedra, mientras sus pensamientos permanecían fijos en lo que descansaba bajo ella.

—Sí —coincidió Andon tristemente.

—No están perdidos —dijo Joram acercándose a ellos, con los ojos brillando aún más que la llama de la vela—. No están perdidos... —repitió frotándose las manos.

—Palabra de honor que esto está infernalmente helado. ¿O son estas expresiones contradictorias? Me perdonaréis, confío —dijo Simkin, poniéndose rápidamente una capa de piel que hizo aparecer con un descuidado movimiento de la mano—, pero tengo una cierta tendencia a las afecciones de pulmón. Mi hermana murió de pulmonía, ya sabéis. Bueno, en realidad no. Murió por haberse golpeado gravemente al caer de una de las plataformas de Merilon, pero no se hubiera caído si no hubiera estado deambulando por ahí delirante a causa de la fiebre provocada por una pulmonía. No obstante...

—Ahora no —lo atajó Mosiah, sentándose a la mesa junto al joven—. No podemos permanecer mucho tiempo. El guarda no quería ni dejarnos entrar, pero Simkin consiguió que Blachloch nos diera permiso. ¿Por qué nos habéis llamado?

—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Joram, sentándose junto a ellos.

—¡Oh, una conspiración! Qué espantosamente horrible suena. Soy todo oídos.
Podría
ser todo oídos, por supuesto —añadió Simkin ocurriéndosele la idea de repente—. Si sirve de ayuda.

—Todo boca estaría más cerca de la verdad. Cállate —murmuró Mosiah.

—No diré ni una palabra más. —Envuelto hasta los ojos en pieles, Simkin apretó los labios con fuerza, servicial, y miró a Joram con solemne intensidad que, no obstante, quedó algo desvirtuada a causa de un enorme bostezo—. Lo siento —dijo.

Tiritando, acurrucado en un rincón tan cerca del débil fuego como le era posible, Saryon dejó escapar un resoplido de enojo. Joram le dirigió una mirada irritada, haciendo un gesto como para tranquilizarlo. Luego se volvió otra vez hacia sus amigos.

—El catalista y yo hemos de salir de aquí esta noche...

—¿Os vais a escapar? —preguntó, ansioso, Mosiah—. Iré con vosotros...

—¡No, escucha! —dijo Joram con exasperación—. No puedo deciros lo que estamos haciendo. De todas maneras es mejor que no lo sepáis, por si algo sale mal. Hemos de salir de aquí y volver a entrar sin que el guarda se dé cuenta y, lo que es más importante, hemos de tener libertad absoluta para hacer... lo que hemos de hacer sin que se nos interrumpa.

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