La Forja (42 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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Ahora le tocaba el turno al catalista de ruborizarse incómodo. Con una mueca de dolor, se removió en su silla, dirigiendo la mirada a la figura de Joram, que desaparecía entre los árboles en aquel momento.

—Mis padres... —le recordó Mosiah, tras un buen rato de silencio.

—¡Oh!, sí, lo siento. —Saryon se animó—. Están bien y te envían su amor. Te recuerdan todos los días —dijo el catalista, viendo cómo una expresión de anhelo y nostalgia cruzaba el rostro del joven—. Tu madre me dio un beso para ti, pero no creo que sea necesario que te lo pase personalmente.

—No, claro que no. Gracias, Padre —musitó Mosiah, enrojeciendo—. ¿Di... dijeron algo más? Mi padre...

Echándole una ojeada al muchacho, el rostro de Saryon se tornó grave y no contestó inmediatamente.

Mosiah vio su expresión y comprendió.

—Es eso, ¿verdad? —dijo con tristeza—. Me va a echar un sermón.

—No un sermón —contestó Saryon con una sonrisa—. Me dijo que había oído algunos rumores sobre esta gente que no le gustaron. Esperaba que los rumores fuesen falsos, pero, si no lo eran, esperaba que tú recordarías aquello en lo que te habían enseñado a creer desde pequeño, y que él y tu madre te querían y que estabas siempre en sus pensamientos.

Mirando al muchacho, Saryon vio cómo el rubor manchaba sus tersas mejillas, en las que había un ligerísimo asomo de barba. Pero la vergüenza —si es que era eso— desapareció casi inmediatamente, siendo reemplazada por la ira.

—Lo que habéis oído es falso.

—¿Y qué hay de esta incursión?

—Estas gentes son buena gente. —Mosiah miró ferozmente a Saryon, desafiante—. Todo lo que quieren es tener las mismas oportunidades de vivir que los otros. De acuerdo —añadió rápidamente cuando pareció que Saryon iba a hablar—, quizá no me gusten algunas de las cosas que hacen, quizá yo no crea que estén bien. Pero tenemos derecho a sobrevivir.

—¿Haciendo esto? ¿Robando a otros? Andon me dijo...

Mosiah hizo un gesto de impaciencia.

—Andon es un anciano...

—Me dijo que antes de la llegada de Blachloch, los Tecnólogos eran capaces de mantenerse a sí mismos —continuó Saryon—. Labraban la tierra, utilizando herramientas en lugar de magia.

—Ahora no tenemos tiempo. Trabajamos demasiado duro. ¡Tenemos que comer este invierno! —replicó Mosiah, enojado.

—También la gente a la que estamos robando.

—No cogemos demasiada cantidad. Joram lo dijo. Les dejamos mucho...

—No este año. Este año me tenéis a mí, un catalista. Este año Blachloch puede utilizarme para aumentar sus poderes. ¿Has visto alguna vez la cantidad de magia que puede reunir un Señor de la Guerra?

—Entonces, ¿por qué estáis vos aquí? —preguntó Mosiah con brusquedad, volviéndose para mirar a Saryon, con expresión torva—. ¿Por qué huisteis al País del Destierro si teníais unas ideas tan rectas?

—Lo sabes —repuso el catalista en voz baja—. Oí cómo Simkin os lo decía.

Mosiah negó con la cabeza.

—Simkin es incapaz de decir la hora del día sin mentir —dijo con desdén—. Si os referís a esa tontería acerca de venir en busca de Joram...

—No es una tontería.

Mosiah parpadeó, mirándolo con fijeza. El rostro de Saryon, aunque pálido y ojeroso por el cansancio, aparecía sereno.

—¿Qué? —repitió, no estando seguro de haber oído correctamente.

—No es una tontería —dijo el catalista—. Me enviaron aquí para llevar a Joram de vuelta para hacer justicia.

—Pero... ¿por qué? ¿Por qué me estáis contando esto? —exigió Mosiah, desconcertado—. ¿Queréis algo de mí?, ¿es eso? ¿Es que queréis que os ayude? ¡Porque no lo haré! ¡No Joram! Él es mi...

—No, desde luego que no —lo interrumpió Saryon, moviendo la cabeza con una triste sonrisa—. No quiero nada de ti. Lo que yo haga con respecto a Joram, debo hacerlo solo. —Suspirando, se frotó los ojos, cansado—. Te lo he contado porque le prometí a tu padre que te hablaría si te encontraba envuelto en este... —Agitó la mano.

Ambos cabalgaron juntos en silencio a través de la monótona lluvia. Débilmente, detrás de ellos, por encima del cascabeleo de los arneses y el sordo golpear de los cascos de los animales, Mosiah oyó la estridente risa de Simkin.

—Podríais haber predicado vuestro sermón sin decirme la verdad sobre vos, Padre. De todos modos no le creí a Simkin. Nadie lo hace nunca —musitó Mosiah, retorciendo las riendas con la mano, y los ojos clavados en la enmarañada crin del caballo—. No sé qué es lo que queréis decir con lo de llevaros a Joram para que se haga justicia. No veo cómo podríais hacerlo —añadió, mirando al catalista con desprecio—. Avisaré a Joram, desde luego. Sigo sin entender por qué me lo habéis contado. Debéis de haber comprendido que eso nos convertiría en enemigos, a vos y a mí.

—Sí, y lo siento —respondió Saryon, encorvándose aún más en su empapada túnica—. Pero temía que, de lo contrario, no me prestaras atención. Mi «sermón» no hubiera tenido demasiado efecto en ti, si pensabas que predicaba lo que no hacía, como dice el dicho. Ahora, al menos, espero que recapacitarás sobre lo que te he dicho.

Mosiah no contestó, sino que siguió mirando fijamente la crin del caballo. Su semblante se endureció; la mano que retorcía las riendas las apretó con firmeza.

—Ahora, vuestra conciencia puede sentirse tranquila —dijo, levantando la cabeza—. Habéis cumplido con vuestro deber para con mi padre. Pero, hablando de conciencias, no creo que vaciléis en obedecer a Blachloch cuando os pida que le otorguéis Vida. O quizá pensáis desobedecerle —dijo Mosiah con una sonrisa burlona, recordando el castigo al que había aludido Joram.

Esperando ver cómo aquel catalista de apariencia débil se acobardaba y encogía de miedo, el muchacho quedó sorprendido al ver cómo el otro lo miraba a los ojos con serena dignidad.

—Ésa es mi vergüenza —respondió Saryon con firmeza—, y yo debo enfrentarme con ella, al igual que tú debes enfrentarte con la tuya.

—Yo no necesito enfrentarme... —empezó a decir Mosiah, enojado, pero fue interrumpido por la melodiosa voz de Simkin, elevándose por encima del sonido de la lluvia y de los cascos de los caballos.

—¡Mosiah! ¡Mosiah! ¿Dónde estás?

Malhumorado, el muchacho se volvió sobre la silla, mirando a su espalda y agitando la mano.

—Estaré ahí en un momento —gritó. Luego se volvió de nuevo hacia el catalista—. Una última cosa que no comprendo, Padre. ¿Por qué le contasteis a Simkin lo de Joram? ¿También le estabais sermoneando?

—Yo no se lo dije a Simkin —dijo Saryon. Golpeando desmañadamente a su caballo con sus enormes y torpes pies, el fatigado catalista hizo adelantarse al animal—. Es mejor que vayas, te están llamando. Adiós, Mosiah. Espero que podamos hablar de nuevo.

—¡No se lo dijisteis! Entonces cómo...

Pero Saryon meneó la cabeza negativamente. Bajándose la capucha hasta los ojos, siguió adelante, dejando a Mosiah contemplando, totalmente aturdido, cómo se alejaba.

—Eres demasiado crédulo.

—Tú no estabas allí —murmuró Mosiah—. No lo viste, no viste la expresión de su rostro. Está diciendo la verdad. ¡Oh!, ya sé lo que piensas de eso —añadió, viendo una media sonrisa agria en los oscuros ojos de Joram—, pero tienes que admitir que Simkin
nos dijo
que el catalista había venido a buscarte. Y si el catalista afirma que él no se lo dijo a Simkin, entonces cómo...

—¿Qué importa? —le espetó Joram, impaciente, contemplando con expresión taciturna el pequeño fuego que habían encendido para secar sus ropas.

El grupo se había refugiado para pasar la noche en una enorme cueva que habían descubierto en la ladera de la colina cerca del río. Puesto que era raro encontrar una cueva desocupada en el País del Destierro, Blachloch había penetrado en ella cautelosamente, manteniendo al catalista a su lado. No obstante, una vez inspeccionada concienzudamente, resultó estar vacía, y el Señor de la Guerra decidió que era un lugar seguro para pernoctar. El único inconveniente era un hediondo olor proveniente de un montón de basura que había en un oscuro rincón; basura que nadie deseó examinar muy de cerca. A pesar de que la habían quemado, el olor persistió, y Blachloch dijo que posiblemente aquella cueva había estado habitada por trolls.

—Desde luego a ti lo del catalista no te importa —dijo Mosiah con amargura, empezando a ponerse en pie—. Nunca te importa nada...

Joram alargó el brazo, agarrando la mano de su amigo.

—Lo siento —dijo con voz tensa, saliéndole las palabras con dificultad—. Te agradezco... el aviso. —Los labios se le torcieron con aquella media sonrisa—. No considero que un catalista de mediana edad pueda ser una gran amenaza, pero estaré alerta. En cuanto a Simkin —se encogió de hombros—, pregúntale cómo se enteró.

—¡Pero no puedes creer a ese imbécil! —soltó Mosiah, exasperado, sentándose de nuevo.

—¿Imbécil? ¿He oído a alguien pronunciar mi nombre en vano? —una voz de tonos suaves surgió de la oscuridad.

Con un suspiro de disgusto, Mosiah puso mala cara y se cubrió los ojos con la mano cuando la figura vestida de forma llamativa penetró en la zona iluminada por la hoguera.

—¿Qué pasa, querido muchacho? ¿No te gusta esto? —preguntó Simkin, alzando los brazos para exhibir su nueva vestimenta de modo que se pudieran apreciar mejor sus chillones colores—. Me sentía tan fastidiado, llevando ese tristón vestido de guardabosque, que decidí que un cambio me vendría bien, como dijo la Duquesa D'Longeville cuando se casó con su cuarto marido. ¿O era el quinto? Aunque no es que importe. No tardará mucho en estar muerto como los otros.
Nunca
toméis el té con la Duquesa D'Longeville. O, si lo hacéis, aseguraos de que no os sirve de la misma tetera con la que sirve a su marido. ¿No te gusta este tono rojo? Lo llamo
Bermellón Triturado
. ¿Qué sucede, Mosiah? Pareces estar hoy de peor humor que nuestro amigo El Sombrío.

—Nada —refunfuñó Mosiah, contorsionándose para ponerse en pie y observar el interior de un tosco puchero de barro colocado precariamente sobre un lecho de ardientes brasas.

—Huele como si se hubiera pegado al fondo —dijo Simkin, inclinándose y olfateando el contenido—. Digo yo, ¿por qué no le pides a ese divertido catalista un poco de Vida? Podríamos utilizar nuestra magia, como hace todo el mundo ahora que él está aquí. ¿Estoy invitado a cenar?

—No.

Levantando un palo, e ignorando la sugerencia sobre el catalista, Mosiah empezó a remover el burbujeante contenido del puchero.

—¡Ah! —dijo Simkin sentándose—, gracias. Veamos, ¿por qué estamos de tan mal humor? ¡Ya sé! Cabalgaste con el Padre Cabezapelada hoy. ¿Te contó algo interesante?

—Chisst —le advirtió Mosiah, indicando con un gesto el lugar donde se sentaba Saryon solo, intentando sin demasiado éxito encender un fuego—. ¿Por qué preguntas? Probablemente sabes tú más sobre lo que hemos discutido que ninguno de nosotros.

—Probablemente es verdad —dijo Simkin con alegría—. Mirad al pobrecillo, se está muriendo de frío. Un anciano como él no debería andar vagando por estas regiones salvajes. Lo invitaré a compartir nuestro estofado. —El joven miró a sus amigos—. ¿Lo hago? Creo que lo haré. No pongas esa cara, Joram. Realmente deberías conocerlo. Después de todo está aquí para prenderte. ¡Eh, catalista!

La voz de Simkin resonó en la caverna. Saryon dio un respingo y se volvió, como hicieron casi todos los que estaban en la cueva.

Mosiah tiró de la manga de Simkin.

—¡Para ya, estúpido!

Pero Simkin volvía a llamarlo de nuevo agitando una mano, con su roja vestimenta reluciendo a la luz de la hoguera.

—Venid aquí, catalista. Veréis, tenemos este exquisito guisado de ardilla...

La mayoría de los hombres los estaba mirando, riendo disimuladamente y haciendo comentarios en voz baja. Incluso Blachloch levantó la encapuchada cabeza de la partida de cartas que jugaba con algunos de sus hombres, contemplando al grupo con mirada fría e intensa. Ruborizado, Saryon se incorporó con lentitud y se dirigió hacia ellos, evidentemente esperando así hacer callar a Simkin.

—¡Maldición! —gruñó Mosiah, inclinándose junto a Joram—. Vámonos. Ya no tengo hambre...

—No, espera. Quiero conocerlo —le susurró Joram, clavando sus oscuros ojos en el catalista.

—Yo os acompañaré, Padre —exclamó Simkin, poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose hacia el catalista. Con una elegante reverencia, agarró al desconcertado hombre de la mano y lo condujo hasta el fuego, improvisando unos pasos de danza mientras se acercaban—. ¿Bailamos, Padre? Un, dos, tres, salto. Un, dos, tres, salto...

Se oyeron carcajadas. Todos los que estaban en la cueva los observaban, ahora, agradecidos por la diversión. Blachloch fue la excepción, volviendo a su partida de cartas.

—¿No sabéis bailar, Padre? Probablemente lo desaprobáis, ¿no es así?

Saryon intentaba, sin éxito, desasirse de Simkin.

Pero Simkin se lo estaba pasando estupendamente y continuó diciendo:

—Sin duda Su Rechoncha Señoría lo prohíbe simplemente porque está celoso. Quiero decir que en su caso el «un, dos, tres, salto» se parecería más a «un, dos, tres, plof, plof, plof».

Hinchando los carrillos y sacando la barriga, Simkin realizó una muy creíble imitación del Patriarca, que hizo brotar carcajadas e intermitentes aplausos.

—Gracias, gracias. —Colocándose una mano sobre el corazón, Simkin hizo una reverencia. Luego, con un florido ademán del pañuelo de seda naranja, condujo al catalista junto al fuego—. Aquí estamos, Padre —dijo, hurgando por todas partes y acercando finalmente un tronco podrido—. ¡Esperad! No os sentéis todavía. Apuesto a que tenéis hemorroides. Son la maldición de la gente mayor. Mi abuelo murió de ellas, ¿sabéis? Sí —continuó, afligido, golpeando ligeramente el tronco una sola vez y transformándolo en un almohadón de terciopelo—, el pobre anciano pasó nueve años sin sentarse. Entonces lo intentó una vez, y, ¡bam!, se desplomó de golpe. La sangre se acumuló en su...

—¿Por qué no os sentáis, Padre, por favor? —lo interrumpió Mosiah precipitadamente—. Me... me parece que no conocéis a Joram. Joram, éste es el P... Padre...

Mosiah empezó a tartamudear aturdido y finalmente se quedó en silencio mientras Joram miraba con fijeza al catalista sin decir una palabra.

Sentándose con dificultad en el almohadón, Saryon intentó saludar cortésmente al joven, pero la mirada de frío desdén que había en los marrones ojos de Joram dejó su cuerpo sin respiración y su mente sin palabras. Únicamente Simkin se sentía cómodo. Sentado, con el cuerpo doblado, sobre una roca, apoyaba los brazos en las dobladas rodillas, descansando la barbada barbilla sobre las manos, y sonreía a los tres traviesamente.

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