La Forja (32 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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«Dale a esto una explicación lógica —se dijo Saryon—. Explicad esto, catalistas, con tantos libros como tenéis en vuestras bibliotecas. Justificad la existencia de esta gente, y luego explícate a ti mismo por qué te quedas observándolos mientras danzan en tu florida habitación. Explícate también por qué piensas en dejarte encerrar en esta dulce prisión, en abandonarte a los placeres de ese suave, marfileño cuerpo...»

¡No! Todo aquel parloteo, y aquella agitación, y todas aquellas risitas estaban empezando a destrozarle los nervios.

«¡Tengo que salir de aquí! —comprendió, desesperado, enfrentándose a la realidad—. Me estoy volviendo loco, tal como decían aquellas viejas historias. Pero ¿cómo salir? ¡Simkin está confabulado con ellos! ¡Es él quien me ha traído aquí!»

Pero en el mismo instante en que Saryon pensaba estas cosas, la imagen de Elspeth penetró en su cerebro: los abultados pechos, la fina piel, aquella sensación cálida que emanaba de ella, su dulzura, su perfume... Como loco, Saryon abandonó de un salto el almohadón de musgo, con tal expresión de pánico y determinación en su macilento rostro, que Simkin, al verlo, empujó sin miramientos a todos los duendes, echándolos al pasillo, y cerró de un golpe la puerta de roble.

—¡Déjame salir! —gritó Saryon con voz sepulcral.

—Haz el favor de ser razonable, amigo mío —empezó Simkin, colocándose frente a la puerta.

Saryon no le respondió. Agarrando al joven con una fuerza nacida de la desesperación, lo apartó a un lado.

—Siento tener que hacer esto, pero debes atender a razones —dijo Simkin, con un suspiro, y pronunciando algunas palabras en el gorjeante lenguaje de las hadas, observó aliviado cómo la puerta de roble se empezaba a disolver para tomar la forma de una de las paredes de la caverna, en el mismo instante en que el catalista se arrojaba contra ella.

Gimiendo de dolor, y sintiendo que empezaba a perder la razón, el catalista dejó que su cuerpo se deslizara lentamente hasta el suelo.

—No te lo tomes así, chico —dijo Simkin, agachándose a su lado y poniendo una de sus manos sobre el hombro de Saryon para tranquilizarle—. Voy a conseguir que salgamos de este apuro. Simplemente tienes que darme un poco de tiempo, eso es todo.

Saryon sacudió la cabeza, lanzando una penetrante mirada al joven, que seguía vestido únicamente con hojas, y no contestó.

—Ya veo —siguió Simkin con voz trémula—. No confías en mí. Después de todo lo que he hecho por ti... Después de lo que hemos sido el uno para el otro... —Dos enormes lágrimas se deslizaron por su barba—. Yo que te he considerado como a un padre... Como a mi pobre padre. Él y yo estábamos muy unidos, ¿sabes? —Simkin hablaba con voz entrecortada—, hasta que los Ejecutores vinieron y ¡se lo llevaron! —Otras dos lágrimas le rodaron por el rostro. Cubriéndose la cara con las manos, Simkin cruzó la habitación dando traspiés y aterrizó sobre el almohadón de hojas, levantando una lluvia de olorosas flores—. ¡Ya sabes lo que le harán a mi hermana si no consigo que llegues a la cofradía! —sollozó—. ¡Oh, todo esto es demasiado para poder soportarlo! ¡Demasiado!

Mirando al joven fijamente, con asombro, Saryon se sintió totalmente desorientado. Al fin se incorporó, atravesó la cueva y, acercándose al sollozante muchacho, le dio unas torpes palmaditas en la espalda.

—Vamos —le dijo el catalista, sintiéndose muy violento—, yo no quería herirte. Es que estoy trastornado, eso es todo.

No obtuvo respuesta.

—¿Cómo puedes culparme? —preguntó Saryon con honda emoción—. Primero haces que vayamos a parar a un bosque encantado...

—Eso fue un accidente —le llegó una voz ahogada que surgía de entre las flores.

—Luego el círculo de hongos...

—Cualquiera puede equivocarse.

—¡Y luego la siguiente cosa que veo es a ti vestido como si fueras uno de
ellos
!

—Era sólo para quedar bien...

—La Reina te llama por tu nombre, hablas su lengua. ¡Incluso bromeas con ellos, en el nombre de Almin! —terminó Saryon, exasperado, perdiendo la paciencia y cometiendo un pecado imperdonable al pronunciar el nombre de Almin en vano—. ¿Qué se supone que debo pensar?

Sentándose, Simkin lo miró con ojos enrojecidos.

—Podrías haberme concedido el beneficio de la duda —dijo, sorbiendo por la nariz—. Todo tiene una explicación, te lo aseguro. Sólo que..., bueno..., no hay mucho tiempo ahora —añadió apresuradamente, secándose las lágrimas—. No tendrás un peine, ¿verdad? —Clavando la mirada en la calva cabeza de Saryon, añadió con un suspiro—: Una pregunta estúpida. Tendré que arreglármelas así, imagino, aunque debo de estar hecho un espantajo.

Sacándose algunas ramas del pelo y de la barba, Simkin empezó a peinarse los rizos con una rama en forma de horquilla que había arrancado del cenador.

—Será mejor que tú también te prepares —declaró, mirando a Saryon—. Digo yo, ¿no podrías aparecer con algo mejor que esas ropas tristonas? ¡Tengo una idea! ¡Abre un conducto hacia mí! Te pondré de punta en blanco en un momento. Hojas del... hum... arce púrpura. Eso quedaría muy mono. Nada ostentoso. Una rama de pino en el lugar estratégico. Perfecto. Las agujas de pino escuecen un poco al principio, pero te acostumbrarás a ello. ¡Oh, vamos! Después de todo, te
vas
a casar...

—¡No lo voy a hacer! —exclamó Saryon, poniéndose en pie de un salto y paseándose febrilmente por la sellada caverna.

—Bueno, claro que no —dijo Simkin con una ligera risita que se quebró a medio camino. Carraspeando, miró al pálido catalista con optimismo—. Quiero decir que tampoco sería algo inconcebible, ¿verdad? Elspeth es realmente encantadora, ¿sabes? Un gran carácter, sin mencionar...

Saryon le lanzó una mirada rencorosa.

—Sí, tienes razón. Inconcebible —dijo Simkin con convencimiento—. Por lo tanto, tengo un plan. Todo está arreglado. Mi hermana..., ya sabes... —añadió en voz baja—. Su vida está en juego. Creo que ya te he mencionado que la tienen prisionera...

—¿Qué hemos de hacer? —lo interrogó Saryon, interrumpiéndolo, cansado, a media narración de su tragedia.

—Espera mi señal —dijo Simkin, levantándose y arreglando las hojas de su vestido con coquetería—. ¡Ah! Ahí están, vienen a escoltar al novio hasta su ruborosa novia.

—¿Cuál será la señal? —le preguntó Saryon al oído mientras la pétrea puerta empezaba a disolverse.

Al otro lado pudo ver llameantes antorchas rodeadas por millares de danzantes y parpadeantes luces, y escuchar cientos de voces: agudas, profundas, suaves y también gruesas, que entonaban una misteriosa y hechicera canción. En un extremo de la enorme caverna adornada de flores, adivinó más que vio la figura de Elspeth, sentada en un trono tallado en un roble, con los dorados cabellos reluciendo a la luz de las antorchas.

Saryon tragó saliva.

—¿La señal? —repitió con voz ronca.

—Ya la conocerás cuando la veas —le aseguró Simkin, y tomando al catalista por el brazo lo hizo avanzar hasta llegar a presencia de la Reina de las Hadas.

—¿Más vino, mi amor?

—Nnno, gracias —balbuceó Saryon, poniendo la mano sobre la copa de oro.

Pero ya era tarde. Con una simple palabra, Elspeth hizo que la copa se llenara a rebosar del dulce y sanguinolento líquido. Haciendo una mueca, Saryon apartó la mano con rapidez, secándosela subrepticiamente en la túnica.

—¿Más dulce de miel?

Una porción se materializó en su plato de oro.

—No, yo...

—¿Más fruta, carne, pan?

En cuestión de segundos, el plato quedó lleno de manjares exquisitos, cuyo aroma se mezclaba con todos los otros olores que lo rodeaban: el del humo de las antorchas, el de las humeantes fuentes de carne asada y, más cerca de él, el del perfume de la misma Elspeth, oscuro, almizclado, más embriagador que el vino.

—¡No has comido nada! —le dijo ella, inclinándose tan cerca de él, que su cabellera le rozó la mejilla.

—La verdad, no..., no tengo hambre —repuso Saryon con voz apenas audible.

—Supongo que estás nervioso —dijo Elspeth, haciendo que sus labios se curvaran en una sonrisa, mientras con los ojos lo invitaba a acercarse aún más—. ¿Es verdad que no has estado nunca con una mujer?

Saryon se puso aún más colorado que el vino y lanzó una mirada irritada a Simkin, que estaba sentado junto a él.

—Tuve que decirles
algo
, muchacho —murmuró Simkin por la comisura de la boca, vaciando su copa—. No podían entender por qué montaste aquella escena cuando su Reina hizo el anuncio de que tú ibas a ser el padre de su hijo y todo eso. Toda esa agitación y esos gritos. Tuviste suerte de que simplemente te pusieran en aquella pequeña habitación para que te tranquilizaras. Una vez que les hube explicado...

—¿Por qué te preocupas de ese bufón? Préstame atención a mí, mi amor —le dijo Elspeth dulcemente, agarrando la túnica de Saryon y tirando de él hacia ella. Se movía juguetona, su voz era dulce y seductora; sin embargo, sus palabras hicieron que Saryon sintiera un escalofrío—. Seré muy buena contigo, mi cielo, pero recuerda, ¡
eres
mío! Necesito, exijo, toda tu atención. En todo momento, de día y de noche, cada pensamiento tuyo debe centrarse
en
mí. Cada una de tus palabras debe dirigirse
a
mí. —Cogiéndole la mano, hizo que le rozase la mejilla, que era suave como el pétalo de una flor—. Ahora, cielo mío, puesto que no quieres comer y es aún demasiado pronto para ir al lecho nupcial...

—¿Cuándo..., cuándo será eso? —preguntó Saryon ruborizándose.

—Cuando salga la luna —contestó Simkin, observando con atención cómo subía el nivel del vino en su copa.

Elspeth le lanzó una mirada airada, pero en aquel momento estalló un bullicioso clamor al otro lado de la Reina, distrayéndola momentáneamente. Aprovechando aquella oportunidad, Saryon agarró a Simkin por el hombro.

—¡Cuando salga la luna! ¡Falta menos de una hora!

—Sí —replicó Simkin, contemplando fijamente su copa de vino.

—¡Hemos de salir de aquí! —le susurró Saryon con desesperación.

—Pronto —musitó Simkin.

Saryon no se atrevió a insistir de nuevo sobre aquel punto, ya que la disputa o el chiste o lo que fuera que había distraído a la Reina empezaba a calmarse. Intentando mantenerse tranquilo, presintiendo todo el tiempo que en cualquier momento empezaría a gritar, precipitándose en medio de la mesa, Saryon decidió que un sorbo de vino podría irle bien.

Acercándose la copa a los labios, intentando evitar que su mano temblara, miró a su alrededor con la misma expresión aturdida de un sonámbulo. Había asistido a fiestas en la corte. Había asistido a lo que en la corte se consideraban fiestas disolutas, como por ejemplo la del día de los Santos Inocentes, donde supuestamente se dejaba de lado todo decoro. Pero al contemplar toda la locura y el desvarío que tenía lugar ante sus ojos, sus sentidos quedaron literalmente tan abrumados que no pudo comprender lo que estaba sucediendo, apareciendo ante sus ojos simplemente como un torbellino de colores, ruidos y fulgurantes luces.

A su alrededor se llevaba a cabo todo tipo de actividad imaginable, desde la batalla campal celebrada en el centro de la mesa hasta el galanteo desvergonzado en los sofás. Había osos bailando en los pasillos, acróbatas haciendo malabarismos con teas encendidas, niños cantando canciones obscenas, y paredes, suelos y techos estaban salpicados de comida. Si miraba hacia un lado se sentía horrorizado; si miraba hacia otro, turbado; si miraba más allá, le entraban náuseas.

—¿Piensas en mí? —susurró una dulce voz al oído de Saryon.

El catalista dio un respingo.

—Desde luego —respondió apresuradamente, volviéndose para mirar a Elspeth, quien le sonrió y, pasando una mano por dentro de la manga de su túnica, le acarició el brazo con suavidad.

Y al mirarla, el catalista se dio cuenta de una cosa: aunque a su alrededor todo fuera caos, ella en sí misma era un refugio de paz, de tranquilidad. Se sintió atraído hacia ella aunque sólo fuera para escapar de la locura.

—Y ahora —dijo ella, haciendo un pequeño puchero—. Me dirás por qué no has estado nunca con una mujer. Me doy cuenta de que te gusta que te toque —añadió, al notar cómo los músculos de Saryon se tensaban de forma involuntaria.

—No..., no es la... costumbre... entre mi gente —tartamudeó Saryon, pasando la lengua por los resecos labios y haciendo que ella lo soltara para tomar su copa de vino—. Semejante... apareamiento... lo hacen los animales, pero no los hombres y... hum... mujeres... civilizados.

—Había oído algo de eso —dijo Elspeth, mientras en sus plateados ojos brillaba la risa y el asombro—, pero no lo creí. —Se encogió de hombros, mientras sus pechos, adornados de muguete, subían y bajaban con la acompasada respiración—. ¿Cómo tenéis hijos, entonces?

—Cuando se dio a conocer al pueblo la voluntad de Almin con respecto a este asunto —explicó Saryon, con voz temblorosa—, a nosotros, los catalistas, junto con los
Theldara
, los hechiceros especializados en estos ritos, se nos facilitaron los conocimientos necesarios para efectuar esa ceremonia. Después de todo, el otorgar una vida es un don sagrado y sólo debe realizarse estando en el más... más respetuoso estado de ánimo.

Y mientras lo decía pensó en lo estúpido que sonaba todo aquello, estando allí junto a aquel suave cuerpo...

—Un discurso realmente be... be... bello —lloriqueó Simkin, haciendo que su copa de vino se llenara de nuevo—. Vas a ser un padre maravilloso. ¡Igual que el mío!

Derrumbándose, apoyó la cabeza sobre el brazo de Saryon y se echó a llorar.

—¡Simkin! —siseó Saryon, sacudiéndolo, consciente de que los relucientes ojos de Elspeth estaban fijos en ellos—. ¡Deja esto! ¡Siéntate derecho!

Simkin se sentó derecho, pero sólo para pasar un brazo alrededor del cuello de Saryon arrastrándolo con él y haciendo que el catalista se diera un buen golpe en la cabeza con la mesa.

—¿Qué estás haciendo? —exigió Saryon, intentando liberarse y medio asfixiándose a causa de los vapores alcohólicos que escapaban de la boca de Simkin.

—Echto... cheñal —dijo Simkin en un sonoro susurro, pasando su otro brazo alrededor del cuello del catalista y levantando la cabeza para sonreírle con expresión de borracho—. Es hora de —lanzó un eructo— echcapar.

—¿Qué? —inquirió Saryon, intentando aún liberarse de Simkin.

Pero cada vez que conseguía aflojar una de las manos del joven, la otra se enroscaba de nuevo a su alrededor. Simkin se colgó de su cuello; luego, cayendo hacia adelante, se abrazó a su cintura, para después, apoyando la cabeza sobre su pecho, colgarse desmañadamente de sus hombros.

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